– No seas absurda. De todos modos, no me quitarán mi escaño. Querida, lo único que sucederá es que no podré llegar a ser rey. Permíteme asegurarte que, gracias a Dios, antes de conocerte tampoco existía la más remota posibilidad de que sucediera algo semejante. No hay nada que pudiera disgustarme más. Si creyera que había una posibilidad, yo mismo habría renunciado a ella desde hacía tiempo. Ocupar el decimocuarto puesto en la línea de sucesión no es más que una cuestión de prestigio, y ni siquiera eso, te lo aseguro. Se trata de algo sin lo que puedo vivir muy feliz.
Ella, sin embargo, no quería que el amor entre ambos pudiera costarle algo que fuera importante para él, o para su familia.
– ¿No te sentirás incómodo cuando la gente murmure que tu esposa ya había estado casada antes?
– Sinceramente, no. Eso no me importa. Por otra parte, no sé cómo podrían enterarse, a menos que tú lo comentes. Afortunadamente, tú no eres Wallis Simpson, a pesar de todo lo que te empeñes en pensar. ¿Contesta eso todas tus ridículas objeciones, cariño?
– Yo…, tú… -balbuceó, sin que le acabaran de salir las palabras, haciendo un esfuerzo por escuchar la voz de la razón, aunque en realidad le amaba con locura-. Te amo tanto.
Le besó con fuerza y él la sostuvo durante largo rato hasta que finalmente la apartó, esta vez para amenazarla.
– No permitiré que te alejes de mí hasta que hayas consentido en convertirte en la próxima duquesa de Whitfield -le susurró-. Y si no consientes, le diré a todos los que encuentre en esta piscina que eres Wallis Simpson… Disculpa, la duquesa de Windsor. -Aquel título seguía atragantándosele en la garganta, contento de que no le hubieran concedido el derecho a que la llamara Su Alteza Real, algo que habría enfurecido a David-. ¿Estás de acuerdo? -le susurró con decisión antes de besarla-. ¿Lo harás, Sarah?
Pero no tuvo necesidad de volver a preguntárselo. Ella le indicó que sí con un gesto, las lágrimas llenaron sus ojos y él la besó con una exquisita ternura. Transcurrió largo rato antes de soltarla y, al apartarse, le sonrió, se levantó y se envolvió rápidamente con una toalla.
– Entonces ya está arreglado -concluyó, tendiéndole una mano-. ¿Cuándo celebramos la boda?
Sarah, asombrada al oírle hablar así, no acababa de creer que fueran a casarse. ¿Cómo era posible? ¿Cómo se atrevían? ¿Qué diría el rey? ¿Y los padres de ella? ¿Y Jane? ¿Y todos sus amigos…?
– Hablas en serio, ¿verdad? -preguntó mirándole, todavía desconcertada, pero feliz.
– Me temo que sí, querida. Te espera toda una vida a mí lado. -Una vida llena de amor por él-. Lo único que quiero saber ahora es la fecha de la boda.
Los ojos de Sarah se nublaron por un instante, sin dejar de mirarle, y cuando se decidió a contestar, lo hizo en voz baja.
– Mi divorcio será definitivo el diecinueve de noviembre. La fecha de la boda podría ser en cualquier momento después.
– ¿Dispones de tiempo al día siguiente? -preguntó medio en broma, haciéndola reír, emocionada ante lo que le oía decir.
– Creo que podría ser el día de Acción de Gracias.
– Muy bien. ¿Qué soléis comer para esa fecha? ¿Pavo? Pues entonces serviremos pavo en la boda.
Ella pensó en los muchos preparativos que tendría que hacer, y en el trabajo que tendría su madre para esa fecha. Le miró y sonrió tímidamente.
– ¿No sería mejor el primero de diciembre? De ese modo podríamos pasar el día de Acción de Gracias con mi familia y dispondrías de más tiempo para conocerlos a todos antes de la boda.
Pero ambos sabían que, en esta ocasión, serían pocos los invitados. Después del horror de su fiesta de aniversario ella no tenía el menor deseo de celebrar ninguna gran fiesta.
– El primero de diciembre entonces -asintió, atrayéndola hacia sí, con el espléndido paisaje de Venecia al fondo-. En tal caso, señorita Thompson, creo que acabamos de prometernos. ¿Cuándo se lo comunicamos a tus padres?
Parecía un muchacho feliz y ella le contestó con una mueca burlona.
– ¿Te parece bien esta noche, durante la cena?
– Excelente.
Después de haberla acompañado hasta su habitación, William llamó por teléfono a la recepción del hotel y envió un telegrama a su madre, en Whitfield. Decía: «El momento más feliz de mi vida. He querido compartirlo contigo inmediatamente. Sarah y yo nos casaremos en Nueva York el primero de diciembre. Espero que te sientas con ánimos para emprender el viaje. Que Dios te bendiga. Con devoción, William».
Aquella misma noche, en el comedor del hotel, pidió que sirvieran el mejor champaña a modo de aperitivo, a pesar de que normalmente preferían tomarlo a los postres.
– Parece que esta noche vamos a empezar muy temprano, ¿no creéis? -comentó el padre de Sarah antes de tomar un sorbo de champaña, que era de una cosecha excelente.
– Sarah y yo tenemos algo que comunicaros -dijo William con serenidad, y un aspecto mucho más feliz de lo que le había visto Sarah desde que le conocía-. Con su permiso, y espero que contando con su bendición, quisiéramos casarnos en Nueva York a primeros de diciembre.
Victoria Thompson abrió unos ojos como platos y se quedó mirando a su hija con una expresión maternal. Durante un breve instante, y sin que ninguna de las dos mujeres lo percibiera, los dos hombres intercambiaron una mirada de comprensión. William ya había hablado con Edward Thompson antes de que ellos partieran de Londres, y éste le había contestado que si era eso lo que Sarah deseaba, se sentiría encantado de bendecir la unión entre ambos. Ahora, se sintió realmente emocionado al enterarse de la noticia.
– Cuentas con nuestra bendición, desde luego -le aseguró Edward de modo oficial, mientras Victoria asentía con un gesto de aprobación-. ¿Cuándo habéis tomado la decisión?
– Esta misma tarde, en la piscina -contestó Sarah.
– Excelente deporte -comentó su padre secamente, y todos se echaron a reír-. Nos sentimos muy felices por los dos… ¡Santo Dios! -exclamó de pronto, y sólo entonces se dio cuenta de que Sarah iba a convertirse en una duquesa.
Parecía sentirse contento e impresionado pero, sobre todo, le agradaba William y la clase de hombre que era.
– Me disculpo por eso, pero trataré de compensárselo a Sarah con creces. Quisiera que conocierais a mi madre una vez que regresemos. Confío en que tenga fuerzas suficientes para acudir a Nueva York y asistir a la boda.
En el fondo lo dudaba, pero al menos se lo pedirían y tratarían de convencerla para que acudiera, William sabía que era un viaje muy largo para una persona de su edad.
Entonces, la madre de Sarah intervino en la conversación, deseando saber en qué clase de boda pensaban, qué fechas preferían, dónde celebrarían la recepción, a qué lugar irían de luna de miel y, en fin, todos los detalles que encanecen el cabello de las madres cuando se trata de una boda. Sarah se apresuró a explicarle que habían elegido el primero de diciembre, pero que William estaría antes, el día de Acción de Gracias.
– O incluso más pronto -añadió él-. No pude soportar estar un solo día sin ella cuando emprendisteis el viaje a Italia, y no creo que pueda soportarlo cuando os marchéis a Nueva York.
– Serás bienvenido en cualquier momento -le aseguró Edward.
Los cuatro pasaron una velada deliciosa, celebrando el compromiso de William y Sarah. A última hora, los Thompson les dejaron a solas y la joven pareja pasó un largo rato en la terraza, donde bailaron al compás de las melodías románticas que interpretaba una orquesta, e hicieron planes en la semipenumbra iluminada por la luz de la luna. Sarah apenas si podía creer lo que sucedía. Era todo como un sueño, muy diferente a la pesadilla con Freddie. William había conseguido hacerle recuperar la fe en la vida, le ofrecía amor y felicidad, y mucho más de lo que ella hubiera podido soñar.