– Quiero hacerte siempre feliz -le dijo William en voz baja, a la par que le sostenía la mano en la oscuridad, entremedias de un sorbo de champaña-. Quiero estar a tu lado, cada vez que me necesites. Así hacían mis padres. Jamás se separaron, y raras veces se enfadaron el uno con el otro. -Entonces sonrió y añadió-: Confío en que no haya necesidad de esperar tanto como ellos para tener hijos. Yo ya soy casi un viejo.
No tardaría en cumplir treinta y seis años, y Sarah acababa de celebrar su vigésimo segundo cumpleaños con él, en Florencia.
– Nunca serás un viejo -le dijo ella, sonriente-. Te amo tal y como eres -susurró. Volvieron a besarse y experimentó crecientes oleadas de deseo y pasión, tanto más difíciles de contener, ahora que ya sabía que no tardaría en abandonarse a ellas-. Me gustaría poder escaparnos unos días – se atrevió a decirle.
William le sonrió, mostrando sus dientes blancos y brillantes en la oscuridad. Tenía una sonrisa maravillosa. En realidad, ella amaba todo lo que se relacionaba con él.
– Pensé en sugerírtelo en una o dos ocasiones, pero mi conciencia terminó por imponerse. Y la presencia de tus padres también me ayuda a ser honesto mientras estemos en el extranjero, pero no puedo asegurarte cuál será mi comportamiento una vez en Londres.
Ella se echó a reír al percibir el tono de lamento de su voz, y asintió con un gesto.
– Lo sé. Creo que, para ser personas maduras, nos hemos comportado extremadamente bien.
– Te ruego que no sigas contando con eso en el futuro. Mi buen comportamiento, como tú lo llamas, no es una muestra de indiferencia, te lo aseguro, sino sólo una exquisita buena educación y mucho control. -Ella volvió a reír al observar su expresión de dolor y, para demostrar la verdad de sus palabras, William la besó con fuerza en la boca-. Creo que deberíamos pasar una luna de miel muy prolongada en algún sitio muy lejano… ¿En Tahití, quizá? O en una playa desierta, a solas con unos pocos nativos ociosos.
– Eso suena maravilloso.
Pero sabía que él bromeaba. Aquella misma noche hablaron de Francia, que les atraía a ambos, incluso en el mes de diciembre.
A ella no le importaba el tiempo gris que pudiera hacer para entonces. Es más, le parecía acogedor y le gustaba.
Entonces, él le habló seriamente sobre algo que no le había comentado con anterioridad, pero ante lo que ella se mostró abierta.
– No quería darte la impresión de que trataba de aprovecharme del hecho de que fueras divorciada. Quería que las cosas fueran tal y como habrían sido en el caso de que no te hubieras casado. En una situación así, no me habría aprovechado de ti, y tampoco pensaba hacerlo ahora. Espero que lo comprendas.
Lo comprendía, y se lo agradecía. De haber mantenido con él una fugaz relación sexual, eso no habría hecho más que complicar las cosas, y luego todo habría terminado una vez que ella partiera a Nueva York. Ahora, en cambio, ya no tenían nada que lamentar, y sólo cabía esperar toda una vida para compartir su amor y su alegría. Apenas si podía aguardar el momento de celebrar su matrimonio.
Hablaron hasta bien entrada la noche y cuando la acompañó hasta su habitación le resultó más difícil que nunca dejarla allí a solas. Pero hicieron un esfuerzo por dejar de besarse y él se quedó mirando cómo cerraba la puerta de su suite.
Todos disfrutaron mucho de los últimos días que pasaron en Venecia, y los cuatro subieron al tren de regreso a Londres sintiéndose inmersos en un ambiente de triunfo. En el Claridge de Londres les esperaba un telegrama de Peter y Jane, que felicitaban a Sarah por su compromiso. William ya había recibido uno de su madre, en Venecia, en el que le deseaba lo mismo, aunque también añadía que le sería imposible viajar a Nueva York para asistir a la boda, pero asegurándoles que estaría espiritualmente a su lado.
Durante los días siguientes estuvieron todos muy ocupados con visitas a los amigos, trazando planes y anunciando la buena noticia. William y Edward redactaron un anuncio formal, que apareció publicado en el Times, que provocó muchas desilusiones entre las jovencitas casaderas de Londres, que iban tras William desde hacía quince años, y cuya caza había terminado para siempre. Los amigos de él se mostraron en extremo complacidos con la buena nueva, y su secretario apenas si daba abasto para atender las llamadas, cartas y telegramas que recibían de la gente en cuanto ésta se enteraba. Todos querían agasajarle con fiestas y, desde luego, se mostraban ansiosos por conocer a Sarah, por lo que él tuvo que explicar una y otra vez que ella era estadounidense y que partía para Nueva York al cabo de unos días, por lo que tendrían que esperar para conocerla hasta después de la boda.
También se las arregló para tener una larga audiencia con su primo Bertie, el rey Jorge VI, a quien explicó que renunciaría a sus derechos de sucesión. El rey no se alegró al enterarse, sobre todo después de lo que había hecho su hermano, pero, sin lugar a dudas, el asunto le pareció mucho menos dramático y terminó mostrándose de acuerdo, aunque con una cierta pena producida simplemente por ver las cosas desde el punto de vista de la tradición, y también por el profundo afecto que ambos se tenían. William le preguntó si podría presentarle a Sarah antes de que ella partiera, a lo que el rey contestó que se sentiría muy feliz de conocerla. A la tarde siguiente, vestido con sus tradicionales pantalones a rayas, su chaqueta de gala y su sombrero hongo, William acompañó a Sarah al palacio de Buckingham para asistir a una audiencia privada. Ella llevaba un sencillo vestido negro, sin maquillaje, con collar y pendientes de perlas; un aspecto sobrio y elegante. Se inclinó ante Su Majestad y trató de olvidar que William siempre se refería a él llamándole Bertie, aunque no lo hizo así ahora, sino que se dirigió a él como «Su Majestad» y la presentación de ella al rey fue conforme al protocolo. Sólo al cabo de un rato el rey pareció hacerse más afable y charló amigablemente con ella sobre sus planes y la boda, diciéndole que esperaba verla en Balmoral cuando regresaran. Le gustaba que fuera allí porque, según dijo, sería más informal. Sarah se sintió impresionada y conmovida por la invitación.
– Porque supongo que regresará a vivir a Inglaterra, ¿verdad? -preguntó de pronto con una expresión preocupada.
– Desde luego, Su Majestad.
El pareció aliviado al oír sus palabras, y le besó la mano a modo de despedida.
– Será usted una novia muy hermosa…, y una esposa encantadora, querida Que su vida juntos sea muy larga y dichosa, y que se vea bendecida por muchos hijos.
Los ojos de Sarah se llenaron de lágrimas, y volvió a hacer una genuflexión, mientras William le estrechaba la mano. Luego el rey se marchó para atender asuntos más importantes. Al quedarse a solas en la estancia, William le sonrió abiertamente, con orgullo. Se sentía orgulloso de ella, y muy feliz. Era un descanso saber que su matrimonio contaría con la bendición real, a pesar de su renuncia a los derechos de sucesión al trono.
– Serás una duquesa muy hermosa -le dijo en voz queda y luego, casi en un cuchicheo, añadió-: En realidad, también serias una reina extraordinaria.
Ambos se echaron a reír con algo de nerviosismo, y poco más tarde fueron acompañados hasta la salida por el chambelán. Sarah estaba abrumada por el nerviosismo que había pasado. Desde luego, aquella no era una experiencia cotidiana para ella. Más tarde, trato de explicársela por carta a Jane, para no olvidarse de nada y mientras lo hacía le pareció algo absurdo e increíblemente pretencioso. «Y luego el rey Jorge me besó la mano, dándome la impresión de sentirse el mismo un poco inseguro, y me dijo…» Parecía algo imposible de creer y ella misma no estaba muy segura de que no hubiera sido como un sueño.
Acordaron volver a Whitfield para que sus padres conocieran a la madre de William. La duquesa viuda les preparó una cena deliciosa. Sentó al padre de Sarah a su derecha, y se pasó toda la velada ensalzando a la hermosa joven que iba a casarse con William.