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– ¿Sabe? -dijo con nostalgia -. Yo ya había abandonado toda esperanza de tener hijos, y fue entonces cuando llegó William, la más extraordinaria de las bendiciones para mí. Nunca me ha desilusionado en nada y así ha continuado toda su vida. Ahora que ha encontrado a Sarah, esa bendición se ha redoblado.

Sus palabras fueron tan tiernas y conmovedoras, que arrancaron lágrimas de los ojos del padre de Sarah, y al final de la velada todos se sentían ya como viejos amigos. Edward Thompson trató de convencerla para que acudiera a Nueva York en compañía de su hijo, pero la anciana insistió en que ya tenía muchos años y se sentía excesivamente frágil como para emprender un viaje tan largo y agotador.

– Ni siquiera he ido a Londres desde hace cuatro años, y Nueva York se me antoja un tanto desmesurado para mí. Además, sería una molestia para todos ustedes tener que ocuparse de una anciana como yo en unas circunstancias en las que siempre hay tantas cosas que hacer. Esperaré y los veré aquí cuando regresen. Quiero comprobar que se hagan ciertas mejoras en la casa de William. Temo que mi hijo no tenga ni la más remota idea de lo que necesitarán, o de lo que puede hacer que la vida de Sarah sea cómoda y feliz. Quiero llevar a cabo unos pocos cambios en ese pabellón de caza, de modo que ella pueda sentirse mucho más cómoda. Y creo que deberían disponer de una pista de tenis, ¿no le parece? He oído decir que ese deporte se ha puesto de moda, y el pobre William es un poco anticuado.

Aquella noche, durante el trayecto de regreso al hotel, Edward se maravillaba de lo afortunada que sería su hija al tener un esposo al que amaba tanto y que, evidentemente, la adoraba a ella de una forma tan apasionada, así como una suegra que se preocupaba hasta el detalle por su comodidad y felicidad.

– Gracias a Dios -exclamó aquella noche, agradecido, mientras el matrimonio se preparaba para acostarse.

– Es una muchacha muy afortunada -asintió Victoria.

Ella también se sentía muy feliz y besó a su esposo con ternura, pensando en su propia boda, en su luna de miel y en lo felices que habían sido durante todos aquellos años. Era feliz al saber que ahora Sarah también gozaría de esa alegría. Había sido tan desdichada con Freddie que la pobrecita no se había merecido nada de todo lo que le había sucedido. Ahora, sin embargo, el destino la recompensaba con creces. William era algo más importante que la vida misma, y una gracia para toda la vida.

Durante el último día que pasaron en Londres, Sarah se mostró muy inquieta y agitada. Tenía miles de cosas que hacer, y William quería que conociera su casa de Londres, que había comprado cuando apenas contaba dieciocho años. Constituía un alojamiento ideal para un hombre soltero, pero no se imaginaba que su esposa viviera feliz en ella. Ahora, quería saber si ella deseaba que buscara algo más grande, o preferiría esperar a que ambos regresaran de la luna de miel en Francia, después de Navidades.

– Cariño, me encanta -exclamó Sarah tras examinar las bien diseñadas estancias, amuebladas con gusto. No era una casa grande pero tampoco era más pequeña que el apartamento que había con partido con Freddie-. Creo que es perfecta, al menos por ahora.

No se imaginaba que pudieran necesitar más espacio, al menos hasta que tuvieran hijos. En la planta baja había un salón grande y soleado, una pequeña biblioteca con los viejos libros hermosamente encuadernados que William se había traído años antes de Whitfield, una cocina muy agradable y un pequeño comedor, pero suficiente para organizar cenas. El primer piso lo componía un dormitorio grande y muy elegante, de aspecto bastante masculino. Había dos cuartos de baño, uno que utilizaba él y otro para los invitados. A Sarah le pareció perfecto.

– ¿Y armarios? -apuntó él, que trataba de pensar en todo, lo que era una novedad; pero, por encima de todo, deseaba que ella se sintiera feliz-. Te dejaré la mitad del mío. Puedo trasladar la mayoría de mis cosas a Whitfield.

Se mostraba increíblemente considerado para ser un hombre que había vivido siempre solo y que nunca se había casado.

– No traeré mucha ropa.

– Se me ocurre una idea mejor: pasaremos la mayor parte del tiempo desnudos.

Ahora se mostraba cada vez más atrevido, dado que pronto sería su esposa. En cualquier caso, a Sarah le satisfizo la casa y le aseguró que no había necesidad de buscar otra.

– Eres muy fácil de contentar -dijo él.

– Espera y verás -replicó ella con una mirada maliciosa-. Quizá me convierta en una mujer exigente cuando nos hayamos casado.

– Sí lo haces así, te pegaré y se acabarán los problemas.

– Eso me parece excitante -dijo ella enarcando una ceja y haciéndole reír.

Apenas si podía esperar a quitarse las ropas y hacerle el amor interminablemente. Menos mal que se marchaba a la mañana siguiente. De haber seguido más tiempo a su lado, no lo habría podido resistir.

Aquella noche cenaron a solas y William la acompañó de mala gana al hotel. Habría preferido llevarla a su casa para pasar allí aquella última noche, pero estaba decidido a portarse como un hombre de honor, sin que importara lo mucho que pudiera costarle. Y le costó mucho, sobre todo cuando se encontraron allí de pie, ante el hotel.

– Esto no es fácil, y lo sabes -se quejó William-. Me refiero a todas esas tonterías sobre la respetabilidad. Es muy posible que aparezca por Nueva York la semana que viene y te rapte. Esperar hasta diciembre empieza a parecerme inhumano.

– Lo es, ¿verdad? -musitó ella.

Pero ambos se hallaban convencidos de que había que esperar, aunque ella ya no estaba tan segura de saber por qué les había parecido algo tan importante hasta entonces. Sin razón aparente, por muy triste que se pusiera cada vez que lo pensaba, ahora adoptaba una actitud más filosófica con respecto a su aborto. De no haber sucedido, tendría un hijo de Freddie, o quizá seguiría casada con él. Ahora, en cambio, era libre de empezar una nueva vida, desde el principio, y confiaba fervientemente en tener muchos hijos con William. Hablaron de tener cinco o seis, o por lo menos cuatro y, no hace falta decirlo, la perspectiva le encantaba sobremanera. Todo lo relacionado con su vida en común le excitaba, y apenas si podían esperar. La acompañó hasta su habitación y se quedó de pie ante la puerta.

– ¿Quieres entrar un momento? -sugirió ella y él asintió.

Sus padres se habían acostado ya hacía rato y deseaba estar a su lado durante todo el tiempo que pudieran compartir hasta que ella partiera por la mañana siguiente.

La siguió dentro de la habitación, y ella dejó el chal y el bolso de mano sobre una silla y le ofreció una copa de coñac, que él rechazó. Había algo que había estado esperando a entregarle durante toda la noche.

– Vamos, siéntate conmigo, Sarah.

– ¿Te comportarás como es debido? -interrogó Sarah burlona.

– No, si me miras de ese modo, y probablemente, no lo haré en cualquier caso, pero ven y siéntate un momento a mi lado. Al menos puedes confiar en mí durante unos minutos, aunque no mucho más tiempo.

Se acomodó en el sofá, ella se sentó a su lado y él buscó algo en el bolsillo de la chaqueta.

– Cierra los ojos -le dijo con una sonrisa.

– ¿Qué me vas a hacer? -preguntó riendo, aunque hizo lo que le pedía.

– Te voy a pintar un bigote, patito… ¿Qué imaginas que puedo hacerte?

Antes de que pudiera contestar, la besó y, al hacerlo, le tomó la mano izquierda y deslizó un anillo sobre su dedo. Al notar el frío del metal sobre su dedo, bajó la mirada y se miró la mano, nerviosa, y se quedó con la boca abierta al contemplar lo que le había puesto en el dedo. Incluso a la débil luz de la habitación observó que se trataba de una piedra soberbia, de corte antiguo, tal como a ella le gustaba. Era una sortija con un diamante perfectamente pulido, de veinte kilates, sin la menor imperfección.