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– Mi padre lo encargó para mi madre en Garrard's cuando se comprometieron. Es una piedra muy valiosa y bastante antigua. Y ella ha querido que te la entregara a ti.

– ¿Es el anillo de compromiso de tu madre? -inquirió asombrada, mirándole con los ojos llenos de lágrimas.

– En efecto. Quiere que lo lleves tú. Hablamos de esto un buen rato cuando supo que me disponía a comprarte uno, pero ella quiso que te regalara éste. De todos modos, ahora ya no puede ponérselo, tiene artritis en las manos.

– Oh, William.

Era la piedra más hermosa que hubiera visto jamás y, al extender la mano para contemplarla, relució a la débil luz de la estancia. Se trataba de un anillo de compromiso fabuloso y Sarah nunca se había sentido más feliz en toda su vida.

– Esto sólo es para recordarte a quién perteneces cuando subas mañana a ese condenado barco y te alejes tanto de mí que no pueda ni soportar pensar en ello. Creo que voy a llamarte a Nueva York a cada hora que pase, hasta que yo mismo acuda allí.

– ¿Por qué no vienes antes de lo previsto? -propuso, sin dejar de mirar la sortija.

Él sonrió. Le agradaba comprobar que le gustaba, y sabía que a su madre también le agradaría saberlo. Había sido un gesto increíblemente generoso por parte de la anciana.

– En realidad, es muy posible que lo haga. Pensaba ir en octubre, a pesar de que tengo muchas cosas que hacer aquí. Para entonces tendré que ocuparme de la granja. -Se habían presentado algunos problemas que todavía tenía que solucionar, y antes de marcharse de Londres tenía que asistir a una sesión de la Cámara de los Lores-. Sea cómo fuere, estaré allí a primeros de noviembre sin falta. Seguro que para entonces andarás medio loca con todos los planes para la boda. No podré pasar más tiempo sin verte. -La besó entonces con pasión y, por un momento, ambos se olvidaron de sí mismos y se tumbaron sobre el sofá, mientras él recorría su delicado cuerpo con sus ávidos dedos-. Oh, Sarah… Dios mío.

Lo sentía palpitar por ella, pero quería esperar hasta el día de la boda. Deseaba que fuera ésa la primera vez, como si no hubiera existido ninguna otra boda, como si nunca hubiese conocido a Freddie. Si William hubiera sido el primer hombre en su vida, ambos habrían esperado hasta ese momento, y eso era lo que deseaba hacer ahora, a pesar de que había instantes como éste en que casi lo olvidaba. Separó las piernas hacia un lado, recibiéndole suavemente, y él se inclinó poderosamente sobre su cuerpo hasta que, haciendo un esfuerzo supremo, se incorporó y se levantó con un gemido de pena. Pero él también deseaba esperar, aunque sólo fuera por respeto hacia ella y su matrimonio.

– Quizá debería marcharme -dijo William con voz queda, caminando por la estancia, tratando de calmar sus sensaciones, mientras ella se levantaba, despeinada y apasionada, asintiendo ante sus palabras.

Y entonces, se echó a reír. Ambos parecían como dos jovenzuelos ardientes.

– ¿No te parece que somos terribles?

– No, no me lo parece. Apenas si puedo esperar -confesó él.

– Yo tampoco.

Y entonces él le preguntó algo que sabía no debía haberle preguntado.

– ¿Te ocurrió… lo mismo con él?

El tono de su voz fue profundo y sexual, pero hacía tiempo que deseaba saberlo. Sarah le había asegurado que no había amado a aquel otro hombre, pero él no dejaba de hacerse preguntas. Sarah negó la cabeza, con expresión entristecida.

– No, no lo fue. Se trató de algo vacío…, sin sentimientos. Querido, él nunca me amó, y ahora sé que yo tampoco le amé jamás. Nunca ha existido otro hombre en mi vida, excepto tú. Nunca he amado, ni vivido, ni siquiera existido hasta que me encontraste. Y a partir de ahora, y hasta que muera, tú serás mi único amor.

Esta vez, cuando William la besó, había lágrimas en sus ojos, pero no dejó que el beso se prolongara demasiado y, más feliz que nunca, se marchó, dejándola a solas hasta la mañana siguiente.

Sarah permaneció despierta casi toda la noche, pensando en él y admirando su anillo de compromiso en la oscuridad de su habitación. A primera hora, llamó a la duquesa de Whitfield para decirle lo mucho que significaba ese anillo para ella, lo muy agradecida que estaba por tenerlo y lo mucho que amaba a William.

– Eso es lo que importa, querida. Pero las joyas siempre constituyen un placer, ¿no te parece? Que tengas un buen viaje… y una boda muy hermosa.

Sarah le dio las gracias y colgó. Luego terminó de hacer las maletas y William acudió a encontrarse con ellos una hora más tarde, en el vestíbulo del hotel. Ella se había puesto un traje de lana blanca de Chanel, confeccionado especialmente para ella en París. Lucía su nuevo y deslumbrante anillo de compromiso, y William casi la devoró al besarla. No había olvidado el deseo que había despertado en él cuando estuvieron tumbados sobre el sofá la noche anterior y deseaba acompañarles en su viaje.

– Imagino que a tu padre le gustará saber que no os acompaño.

– Creo que ha quedado muy impresionado por tu ejemplar comportamiento.

– Bueno, no seguirá estándolo por mucho más tiempo -gruñó William en voz baja-. Creo que he llegado al límite.

Ella le sonrió con una mueca y, cogidos de la mano, siguieron a sus padres hacia el Bentley que esperaba. Él se había ofrecido para conducirlos a Southampton. Ya habían despachado previamente el equipaje. Pero el trayecto de dos horas transcurrió con excesiva rapidez. Sarah observó la familiar figura del Queen Mary, recordando qué diferentes habían sido las cosas cuando viajaron en ese mismo barco desde Nueva York, apenas dos meses atrás.

– Uno nunca sabe lo que nos tiene reservada la vida -comentó su padre con una sonrisa de benevolencia, a la vez que se ofrecía para enseñarle el barco a William.

Pero éste se hallaba mucho más interesado en estar con Sarah, y rechazó amablemente la invitación. En lugar de eso, les acompañó a los camarotes y luego salieron a cubierta. Permaneció allí, rodeándola con un brazo, y una expresión angustiada en el rostro, hasta que sonó el silbato que indicaba la última llamada de atención y, de repente, le asaltó el temor de que pudiera sucederles algo malo. Un primo suyo había viajado en el Titanic veintiún años atrás, y no podía soportar la idea de que a Sarah pudiera ocurrirle algo parecido.

– Santo Dios…, cuídate mucho. No soportaría que te pasara algo.

Se apretó contra ella como a una tabla de salvación durante los últimos momentos que pasaron juntos.

– No me pasará nada, te lo prometo. Sólo tienes que venir a Nueva York tan pronto como puedas.

– Así lo haré, posiblemente el próximo martes -dijo él con tristeza.

Sarah le sonrió, con los ojos llenos de lágrimas y William volvió a besarla.

– Voy a echarte tanto de menos… -dijo ella en voz baja.

– Yo también -añadió él abrazándola.

En ese momento, uno de los oficiales se les acercó con actitud de respeto.

– Le ruego que me disculpe por la intrusión, Su Gracia, pero me temo que… iniciamos la travesía dentro de muy poco. Debería desembarcar ahora mismo.

– Sí, lo siento -respondió, dirigiéndole una sonrisa de disculpa-. Ocúpese de cuidar de mi esposa y mi familia, ¿quiere? Bueno, en realidad es mi futura esposa…

Bajó la mirada hacia el gran diamante ovalado que ella lucía en la mano izquierda, y que brillaba intensamente bajo el sol de septiembre.

– Desde luego, señor.

El oficial parecía impresionado y pensó en mencionárselo al capitán. La futura duquesa de Whitfield viajaba con ellos hasta Nueva York, y no cabía la menor duda de que debía recibir toda clase de cortesías y cuidados.