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Regresó cinco minutos más tarde, vestido con ropas más toscas.

– ¿Qué haces? -le preguntó Victoria, nerviosa.

Él tenía la costumbre de hacer cosas que ya no se correspondían con sus habilidades o su edad, como para demostrarse a sí mismo que seguía siendo capaz de hacerlas, aunque no las hubiera hecho antes. Era un hombre fuerte pero, desde luego, no tan joven como hace años.

– Quiero conducir hasta Southampton para asegurarme de que todo anda bien por allí. He llamado a Charles hace una hora y nadie me ha contestado al teléfono.

Sarah miró a su padre a los ojos durante un breve instante y luego habló con firmeza.

– Iré contigo.

– No, no vendrás -se opuso él, mientras Victoria les miraba enojada a ambos.

– Os estáis portando de un modo ridículo. Sólo se trata de una tormenta y si allí ha pasado algo, ninguno de vosotros podéis hacer nada por evitarlo.

Un viejo y una joven no podrían hacer nada contra las fuerzas de la naturaleza. Pero ninguno de ellos compartía esa opinión. En el momento en que su padre se ponía el impermeable, Sarah salió de su habitación. Se había cambiado, poniéndose unas ropas viejas que había llevado durante su año de soledad en Long Island. Llevaba unas pesadas botas de goma, unos pantalones caqui, un suéter grueso de pescador y un impermeable largo.

– Voy contigo -se reafirmó.

Su padre vaciló por un momento y finalmente se encogió de hombros. Se sentía demasiado preocupado como para ponerse a discutir.

– Está bien, vámonos. No te preocupes, Victoria. Te llamaremos por teléfono.

Ella seguía furiosa cuando los dos se marcharon. Puso la radio mientras, subían al coche. Se dirigían hacia la autopista Sunrise, camino de Southampton. Sarah se había ofrecido para conducir, pero su padre se echó a reír.

– Puede que a tus ojos sea un hombre viejo y débil, pero no estoy loco.

Ella rió al oír sus palabras y le recordó que conducía muy bien. Después de eso, apenas hablaron. La fuerza del viento dificultaba mucho mantener el coche en la carretera y en más de una ocasión el viento desplazó lateralmente el pesado Buick.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó ella en un par de ocasiones, ante lo que él se limitó a asentir con un gruñido, con los labios apretados y los ojos entrecerrados para ver a través de la fuerte lluvia.

Todavía se encontraban en la autopista Sunrise cuando vieron una extraña y alta niebla que, procedente del mar, se instalaba sobre la línea costera. Apenas unos instantes después se dieron cuenta, consternados, que aquello no era niebla, sino una ola de proporciones gigantescas. Un muro de agua de unos quince metros de altura avanzaba implacable contra la costa y, mientras lo contemplaban horrorizados, vieron desaparecer casas enteras arrancadas de cuajo, y algo más de medio metro de agua se abalanzó burbujeante sobre la carretera, rodeando el coche.

Tardaron cuatro horas a través de la furiosa lluvia en llegar a Southampton. Al aproximarse a la casa que tanto amaban, los dos guardaron silencio, y Sarah se dio cuenta entonces de que el paisaje había cambiado brutalmente. Casas que conocía desde toda la vida habían desaparecido por completo, propiedades enteras estaban desoladas y la mayor parte de Westhampton parecía haberse desvanecido. Algunas de aquellas casas eran enormes. Sólo más tarde se enteraron de que J. P. Morgan, un buen amigo de toda la vida, había perdido su mansión en Glen Cove. Pero, por el momento, lo único que pudieron ver fue la interminable desolación que les rodeaba. Había árboles arrancados por todas partes, casas reducidas a escombros, si es que quedaba algo de ellas. En algunos casos se había anegado todo un segmento de tierra, así como las docenas de casas construidas sobre esas tierras a lo largo de cientos de años. Había coches volcados por todas partes y, de pronto, Sarah se dio cuenta de la extraordinaria habilidad que había tenido que emplear su padre para conseguir llegar hasta allí. Mientras miraban a su alrededor y él seguía conduciendo, se dieron cuenta de que Westhampton parecía haber desaparecido literalmente de la faz de la Tierra. Más tarde se enterarían de la desaparición completa de 153 de las 179 casas que antes se alzaban allí; y el terreno sobre el que estaban construidas se había deslizado al mar. De las que aún se mantenían en pie, todas quedaron demasiado afectadas como para reconstruirlas o vivir en ellas.

Sarah sintió que se le hundía el corazón en el pecho mientras su padre conducía lentamente hacia Southampton. Al llegar ante su propia casa, vieron que las puertas de entrada a la propiedad habían desaparecido. Habían sido arrancadas de sus goznes y del suelo, junto con los pilares de piedras que las sostenían, y todo ello había sido arrojado a varias decenas de metros de distancia. Parecía como el tren de juguete de un niño, sólo que la tragedia y el daño ocasionados eran muy reales, y las pérdidas demasiado grandes como para calcularlas.

Todos los hermosos y viejos árboles habían quedado arrancados de cuajo, pero la casa todavía se levantaba en la distancia. Desde donde estaban, parecía no haber sufrido daño alguno, pero al pasar junto a la casa del guarda descubrieron que sólo quedaba un muro en pie y que todo su contenido había quedado esparcido por el suelo, formando grandes montones, ahora ya, de desperdicios.

Su padre aparcó el viejo Buick todo lo cerca de la casa que pudo. Había media docena de árboles enormes caídos sobre el camino que impedían el paso del vehículo. Abandonaron el coche y caminaron contra la furiosa lluvia, zarandeados por el viento, sintiendo sobre sus rostros las agujas de las gotas de lluvia. Sarah trató de protegerse el rostro del viento, volviéndolo hacia un lado, pero no le sirvió de nada. Al rodear la casa vieron que la parte de levante, la que daba a la playa, había sido desgarrada de cuajo, llevándose consigo parte del tejado. Podía verse algo de su interior: la cama de sus padres, el piano del vestíbulo. Pero toda la fachada del edificio había sido desgarrada por el implacable muro de agua que la había asaltado, llevándosela consigo.

Las lágrimas acudieron a sus ojos, mezclándose con la lluvia y, al girarse a mirar a su padre, vio que él también lloraba. Amaba este lugar, que había construido años atrás, planificándolo todo cuidadosamente. Su madre había construido la casa cuando ellas todavía eran pequeñas, y juntos habían elegido cada árbol, cada viga y todo lo que había en ella. Y los enormes árboles estaban allí desde hacía cientos de años, mucho antes de que llegaran ellos. Ahora, sin embargo, habían desaparecido para siempre. Todo aquello parecía imposible de creer o de comprender. Ella pasó allí su niñez, había sido su refugio durante todo un año y ahora se encontraba irremisiblemente dañado. Al mirar a su padre comprendió que estaba destrozado.

– Oh, papá… -gimió Sarah apretándose contra él, arrojados intermitentemente el uno contra el otro por la fuerza del viento, como si flotaran sobre el agua.

Se trataba de una visión que desafiaba a la razón. Su padre la apretó contra sí y gritó por encima del rugido del viento para decirle que quería dirigirse hacia la casa del guarda.

– Quiero encontrar a Charles.

Era un hombre amable que la había cuidado como si fuera su propio padre durante el año que pasó recluida allí.

Pero no lo encontraron en la pequeña casa, ni por el prado que la rodeaba, por donde vieron esparcidas sus pertenencias, sus ropas y alimentos, los muebles destrozados y hasta la radio, que encontraron a varios metros de distancia. Edward empezó a preocuparse seriamente por él. Regresaron a la casa principal y entonces Sarah advirtió que la pequeña caseta de baño había desaparecido, así como el embarcadero y los árboles que lo circundaban. Los árboles estaban caídos, desgajados sobre una estrecha franja de arena que aquel mediodía había sido una playa muy ancha de arena blanca. Y entonces, mientras contemplaba angustiada toda aquella destrucción, lo divisó de repente. Sostenía unas cuerdas con las manos, como si hubiera tratado de sujetar alguna cosa, y llevaba puesto su viejo impermeable amarillo. Había quedado aprisionado en el suelo por un árbol que antes había estado sobre el prado delantero de la casa, arrancado de cuajo por el viento, que lo llevó por los aires más de cincuenta metros hasta alcanzarle. La arena tenía que haber amortiguado su caída, pero el árbol era tan grande que debía haberle roto el cuello o la columna al caer sobre él.