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– Mi pobre amor -exclamó de pronto William, como si le hubiera leído el pensamiento-. Te alejo de todas esas personas a las que tanto quieres. Pero yo también te quiero, te lo prometo. Y también te prometo que haré siempre todo lo posible por hacerte feliz, estemos donde estemos.

La atrajo hacia él y Sarah se sintió segura a su lado y le dijo al oído:

– Yo también lo haré así.

Recorrieron el resto del trayecto hasta el hotel el uno muy cerca del otro, sintiéndose cansados y en paz consigo mismos. Había sido un día maravilloso, pero también agotador.

Al llegar al Waldorf Astoria, en Park Avenue, el director del hotel ya les esperaba. Se inclinó ante ellos y les expresó su devoción incondicional. A Sarah le divirtió la situación. Le parecía tan ridícula. Cuando llegaron a la enorme suite que les habían reservado en la torre, aún seguía riéndose y su ánimo se había reavivado.

– No te da vergüenza -la reprendió William, aunque no lo dijo en serio-. Se supone que debes aceptar esa clase de cosas muy en serio. Pobre hombre, habría sido capaz de besarte los pies sí tú se lo hubieras permitido. Y hasta deberías habérselo permitido -bromeó William.

Estaba acostumbrado a esa clase de situaciones, aunque sabía que ella no.

– Se portó de un modo tan tonto. No pude evitar echarme a reír.

– Pues será mejor que te acostumbres, cariño. Esto no es más que el principio, y será así durante mucho tiempo, e incluso me temo que más del que quisiéramos.

Era el principio de muchas cosas y William había pensado en todo para iniciar su nueva vida de una manera feliz y agradable. Aquella misma mañana les habían traído el equipaje, y el camisón de encaje blanco de Sarah, así como su batín, que se hallaban perfectamente extendidos sobre la cama, junto con las zapatillas de encaje blanco. Él había pedido champaña, que ya les habían servido en la habitación. Poco después de su llegada, mientras todavía estaban conversando sobre la boda y tomando una copa de champaña en el salón de la suite, llegaron dos camareros para traerles la cena. William había pedido caviar y salmón ahumado, unos huevos revueltos por si ella se había sentido demasiado nerviosa como para comer algo antes, como así era, aunque no había querido admitir que tenía mucho apetito. También había un pequeño pastel de bodas, incluyendo las figuras de mazapán del novio y la novia, como cortesía de la dirección del hotel y del cocinero jefe.

– ¡Realmente, piensas en todo! -exclamó ella, dando palmadas con las manos, como si fuera una niña alta y grácil, mirando el pastel y el caviar.

Los camareros desaparecieron en seguida. William se le acercó y la besó.

– Pensé que podrías tener apetito.

– Me conoces muy bien.

Se echó a reír y se dedicó a comer caviar, a lo que William se sumó. A medianoche todavía estaban charlando, a pesar de que para entonces ya habían terminado de cenar. De pronto, parecía haber una fuente infinita de intereses comunes, de temas fascinantes sobre los que hablar, y esta noche más que ninguna. Pero él pensaba en otras cosas y finalmente bostezó y se desperezó, tratando de hacerle comprender la indirecta con discreción.

– ¿Te aburro? -preguntó ella, repentinamente preocupada, ante lo que él se echó a reír.

En cierto modo, Sarah seguía siendo todavía muy joven, y eso le encantaba.

– No, cariño, pero este viejo está cansado hasta los huesos. ¿No podríamos continuar mañana esta conversación tan estimulante?

Habían hablado de literatura rusa, relacionándola con la música rusa, un tema que no parecía nada urgente de discutir precisamente en su noche de bodas.

– Lo siento.

Ella también estaba cansada, pero era tan feliz de estar a solas con él que no le habría importado quedarse despierta toda la noche, hablando. Y, en efecto, era muy joven. A sus 22 años había algunas cosas en las que apenas si era una niña.

La suite contaba con dos cuartos de baño y un momento más tarde él desapareció en uno de ellos. Sarah se metió en el otro, canturreando algo para sí misma, después de haber cogido el camisón de encaje, las zapatillas y su pequeño bolso de maquillaje. Parecieron transcurrir horas antes de que volviera a salir y él la esperó, tras haber apagado las luces discretamente, envuelto ya entre las sábanas. No obstante, a la débil luz que procedía del cuarto de baño observó lo hermosa que estaba con aquel camisón de encaje.

Ella avanzó de puntillas hacia la cama, indecisa, con su larga cabellera morena cayéndole sobre los hombros, e incluso a aquella corta distancia él pudo oler la magia del perfume que se había puesto, Chanel número 5, como siempre, que le hacía pensar en ella cada vez que lo olía. Permaneció quieto por un momento, observándola a la débil luz del cuarto de baño. Ella se quedó quieta, como un joven duendecillo, dubitativa, hasta que finalmente se acercó con lentitud hacia él.

– William -le susurró con una voz casi inaudible-. ¿Duermes…?

Entonces William la miró ávidamente, y ella no pudo evitar el echarse a reír. Había esperado este momento durante cinco largos meses y ella estaba convencida de que se había quedado dormido en su noche de bodas, antes de que se acostara a su lado. Le encantaba esa inocencia que demostraba a veces, y su absurdo sentido del humor. Era una mujer maravillosa, pero esta noche la amaba todavía más.

– No, no duermo, cariño -le susurró en la oscuridad con una sonrisa.

Estaba de todo menos dormido cuando alargó la mano hacia ella y la atrajo hacia sí. Se sentó en la cama, junto a él, un poco temerosa ahora que ya no había ninguna barrera entre ellos dos. William se dio cuenta en seguida de lo que le sucedía, y se mostró infinitamente paciente y dulce con ella, mientras la besaba. Quería que le deseara tanto como él la deseaba ahora. Quería que todo se desarrollara con facilidad, que fuera perfecto y placentero. Pero sólo necesitó un instante para encender su llama, y cuando sus manos empezaron a deslizarse por lugares donde nunca habían estado con anterioridad, se despertó en ella una pasión que no había experimentado nunca. Lo que conocía del amor era muy limitado, breve y casi totalmente desprovisto de ternura o sentimiento. Pero William era un hombre muy diferente a cualquier otro que ella hubiera conocido y, desde luego, le separaba toda una vida de Freddie van Deering.

William anhelaba poseerla, mientras le acariciaba los senos con delicadeza. Luego bajó las manos por las esbeltas caderas, buscando el lugar donde se unían las piernas. Sus dedos actuaron con suavidad y habilidad, oyó un gemido cuando finalmente le quitó el camisón por encima de la cabeza, y lo tiró al suelo. Se deslizó sobre su cuerpo y la penetró controlando sus movimientos todo lo que pudo. Pero no tuvo que contenerse por mucho más tiempo. Le sorprendió y le agradó descubrir que era una compañera tan ávida y enérgica como él. Y tratando de satisfacer el deseo que ambos habían sentido durante tanto tiempo, hicieron el amor hasta el amanecer, hasta que ambos cayeron entrelazados el uno en el otro, saciados en lo más profundo del alma y totalmente exhaustos.

– Dios mío, si hubiera tenido la más ligera idea de que iba a ser así, te habría arrojado al suelo y atacado directamente aquella primera tarde en que nos conocimos en la mansión de George y Belinda -dijo Sarah medio dormida.

Se sentía feliz, sabiendo que había satisfecho los deseos de su esposo, y que él había conocido cosas que jamás había soñado.

– No sabía que pudiera ser así -repitió con suavidad.

– Yo tampoco -dijo él, girándose para mirarla. Ahora que ya la había poseído, todavía le parecía más hermosa-. Eres toda una mujer.