– Quizá debiéramos quedarnos en el barco -sugirió Sarah tumbada en la cama, la última noche, que pasaron dormitando esporádicamente después de haber cenado en compañía del capitán-. No estoy segura de querer ir a París.
William había reservado un apartamento en el Ritz, donde pensaban quedarse durante un mes, dedicados a visitar los alrededores de París, aunque también querían ir al Loira, Tours Burdeos y visitar el Faubourg-Saint Honoré, a lo que ella añadió, con una mueca burlona, Chanel, Dior, Mainbocher y Balenciaga.
– Eres una mujer malvada -acusó William volviendo a meterse en la cama, a su lado.
De súbito se preguntó si después de tantas veces como habían hecho el amor durante la travesía no habría quedado encinta. Quería preguntárselo, pero aún se sentía un tanto incómodo ante el tema y por fin, a últimas horas de esa noche, reunió el valor necesario para hacerlo.
– Tú…, nunca has estado embarazada, ¿verdad? Quiero decir cuando estuviste casada antes.
Sólo sentía curiosidad y era algo que nunca le había preguntado. Pero la respuesta de ella le sorprendió.
– Sí, me quedé embarazada -le contestó Sarah con suavidad, sin mirarle.
– ¿Y qué ocurrió?
Era evidente que no había tenido el hijo, por lo que no pudo dejar de preguntarse por qué. Confiaba en que no hubiese abortado, ya que eso podría haber sido traumático y dejarla incapacitada para tener más hijos. Antes de casarse, no se había atrevido a preguntárselo.
– Lo perdí -confesó ella, sintiendo todavía el dolor de aquella pérdida, aunque ahora estuviera convencida de que eso había sido lo mejor.
– ¿Y sabes por qué? ¿Ocurrió algo? -Se percató entonces de que aquélla era una pregunta estúpida. Con un matrimonio como el de ella, podría haber sucedido cualquier cosa-. No importa -añadió-. No volverá a suceder.
La besó tiernamente y algo más tarde ella se quedó durmiendo, y soñó con bebés y con William.
A la mañana siguiente, desembarcaron en Le Havre y tomaron el tren directo a París, sin dejar de reír y hablar durante todo el rato. En cuanto llegaron, se dirigieron directamente al hotel y luego volvieron a salir para ir de compras.
– ¡Ajá! Acabo de descubrir algo de lo que disfrutas tanto como haciendo el amor. Me siento desilusionado.
Pero se lo pasaron muy bien visitando casas de modas como Hermès, Chanel, Boucheron y algunas joyerías, en las que él le compró un bonito brazalete de zafiros, con un cierre de diamantes, y un deslumbrante collar de rubíes, a juego con unos pendientes. Finalmente, en Van Cleef compró un enorme broche de rubí, en forma de rosa.
– Dios mío, William…, me siento tan culpable.
Sabía que él se había gastado una verdadera fortuna, pero no parecía importarle lo más mínimo. Y las joyas que le había comprado eran fabulosas y a ella le encantaban.
– ¡No seas tonta! -exclamó sin darle importancia-. Sólo tienes que prometerme que no abandonaremos la habitación durante dos días. Ése será el impuesto que te exija cada vez que vayamos de compras.
– ¿No te gusta ir de compras? -preguntó ella con expresión desilusionada.
El verano anterior había tenido la impresión de que le gustaba.
– Me encanta, pero preferiría hacer el amor con mi mujer.
– Ah, es eso… -exclamó riendo.
Y se ocupó de satisfacer sus deseos en cuanto entraron en su habitación del Ritz.
Después de eso, salieron de compras repetidas veces. Le compró hermosas ropas en Jean Patou, y un fabuloso abrigo de piel de leopardo en Dior, así como un enorme collar de perlas en Mouboussin, que ella empezó a ponerse a diario. Incluso se las arreglaron para visitar el Louvre, y durante su segunda semana de estancia en París acudieron a tomar el té con el duque y la duquesa de Windsor. Sarah se vio obligada a admitir que William tenía razón. Aunque estaba predispuesta a que ella no le gustara, la duquesa le pareció realmente encantadora. En cuanto a él, era un hombre muy cariñoso, tímido, prudente, reservado pero extremadamente amable cuando se le llegaba a conocer. Y muy ingenioso cuando se sentía relajado, en compañía de personas a las que conocía bien. Al principio, la entrevista con ellos fue un tanto incómoda y, ante la desazón de Sarah, Wallis intentó establecer una desafortunada comparación entre ellas dos. Pero William se apresuró a desalentar la sugerencia de tal comparación, y Sarah se sintió en una situación un tanto embarazosa al ver con qué frialdad William se comportaba con la duquesa. No cabía la menor duda acerca de lo que pensaba de ella, a pesar de lo cual profesaba el mayor de los afectos y respeto por su primo.
– Es una pena que se hayan casado -comentó de vuelta al hotel-. Es increíble pensar que, de no haber sido por ella, David podría seguir siendo el rey de Inglaterra.
– Tengo la impresión de que él nunca estuvo interesado en ello, aunque podría estar equivocada.
– No, no lo estás. Ese puesto no le sentaba nada bien. Pero, en cualquier caso, ése era su deber. Debo decir, sin embargo, que Bertie lo está haciendo fenomenalmente bien. Es un deportista muy bueno, y odia a esa mujer.
– No obstante, comprendo por qué la gente se siente tan atraída por ella. Tiene una forma muy curiosa de manejar a los demás del modo más sutil.
– Creo que es una gran intrigante. ¿Has visto las joyas que él le ha regalado? Ese brazalete de diamantes y zafiros debe de haberle costado una fortuna. Van Cleef se lo hizo expresamente para ella cuando se casaron.
Y durante la visita ella hizo un despliegue de joyas, en forma de collar, pendientes, broches y dos anillos.
– Me ha gustado más el brazalete que llevaba en la otra mano -dijo Sarah en voz baja-. La cadena de diamantes con las pequeñas cruces.
Le parecía mucho más discreto, y William tomó nota mental para regalarle algo similar algún día. Wallis también les había enseñado un hermoso brazalete de Cartier que acababa de recibir, todo hecho a base de flores y hojas de zafiros, rubíes y esmeraldas. Algo a lo que ella denominó «ensalada de frutas».
– En cualquier caso, hemos cumplido con nuestro deber, querida. Habría sido una descortesía por nuestra parte no haber ido a visitarlos. Ahora ya puedo decirle a mamá que lo hemos hecho. A ella siempre le ha gustado mucho David, y cuando él decidió renunciar al trono, creí que a mi madre le iba a dar algo.
– Y, sin embargo, aseguró que no le importaba cuando tú hiciste lo mismo -observó Sarah con tristeza, sintiéndose todavía culpable por lo que eso le había costado a él.
Sabía que se trataba de algo que le preocuparía durante toda su vida, a pesar de que no parecía molestar para nada a William.
– No es lo mismo -matizó William-. Él ya había sido coronado, querida. Yo, en cambio, jamás lo habría alcanzado. Mamá abriga fuertes sentimientos con respecto a estas cosas, pero tampoco es una persona ridícula. No esperaba que yo me convirtiera en rey.
– Supongo que no.
Bajaron del coche unas pocas manzanas antes de llegar al hotel y continuaron su camino a pie, hablando de nuevo sobre el duque y la duquesa de Windsor. Les habían invitado a volver otra vez, pero William les explicó que precisamente a la mañana siguiente se disponían a iniciar su viaje en coche.
Ya habían planeado visitar el Loira, y él quería pasar a ver Chartres, puesto que nunca había estado allí.
A la mañana siguiente se sentían muy animados al partir en el pequeño Renault que habían alquilado y que él mismo conducía. Se llevaron un almuerzo ya preparado por si acaso no encontraban un restaurante que les gustara en el camino, y a una hora de distancia de París todo les pareció maravillosamente rural, salpicado de verde aquí y allá. Había caballos, vacas y granjas, y al cabo de otra hora de marcha un rebaño de ovejas se les cruzó en el camino, y una cabra se detuvo a mirarles mientras almorzaban en un campo, junto a la carretera. Habían traído consigo mantas y abrigos, pero en realidad no hacía frío y el tiempo era sorprendentemente soleado. Temieron que lloviese pero el tiempo estaba siendo perfecto, al menos por el momento.