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Bromeó con ella sobre lo mismo durante el camino de regreso al coche. A ella le parecía lo más hermoso que había visto en su vida y aseguró que, si pudiera, lo hubiera comprado en ese mismo instante, afirmación que William estuvo dispuesto a creer.

Poco después encontraron a un viejo campesino al borde de la carretera, y William le preguntó en francés por el destartalado castillo que acababan de ver. El hombre tenía muchas cosas que contarles. Sarah se esforzó por comprender todo lo posible y lo consiguió. Más tarde, William le explicó con detenimiento los detalles que no había captado. El lugar se llamaba Château de la Meuze, y llevaba abandonado unos ochenta años, desde finales de 1850. Antes lo había habitado la misma familia durante más de doscientos años, pero el último propietario había muerto sin descendencia. A continuación, pasó a manos de varias generaciones de primos y parientes lejanos, y el viejo campesino ya no estaba seguro de saber a quién pertenecía. Dijo que cuando él era joven todavía vivía allí gente; se trataba de una anciana que no pudo ocuparse de cuidar el lugar, la comtesse de la Meuze, una prima de los reyes de Francia. Pero la anciana murió cuando él no era más que un niño, y el lugar había permanecido cerrado desde aquel entonces.

– Qué triste. Me pregunto por qué no habrá aparecido nadie dispuesto a arreglarlo.

– Probablemente porque eso costaría mucho dinero. Los franceses han pasado por malos tiempos. Y una vez que se restaura una casa como ésta, tampoco resulta fácil mantenerla -dijo William que sabía muy bien cuánto dinero y atención se necesitaba para mantener Whitfield, y con la certeza de que hacer lo mismo con ese lugar sería mucho más costoso.

– Creo que es una pena.

Sarah se entristecía sólo de pensar en la vieja mansión, en lo que podía haber sido o había sido alguna vez. Le habría encantado arremangarse y ayudar a William a restaurarlo. Volvieron a subir al coche y él se volvió a mirarla con curiosidad.

– ¿Hablas en serio, Sarah? ¿De veras te gusta tanto este lugar? ¿Te gustaría de verdad hacer una cosa así?

– Me encantaría -contestó ella con la mirada encendida.

– Representa mucho trabajo, y las cosas no funcionarán a menos que tú misma te encargues de hacer una buena parte de ello. Tienes que martillear, trabajar y sudar al lado de los hombres que te ayuden a hacerlo. Mira, he visto a Belinda y a George restaurar su castillo y no tienes ni la menor idea del trabajo que les ha costado.

Pero también sabía lo mucho que les gustaba, y el cariño que les había llegado a coger en tan poco tiempo.

– Sí, pero ese castillo es mucho más grande que éste, además de más antiguo -explicó Sarah, deseando tener una varita mágica que le permitiera tomar posesión del Château de la Meuze.

– Esto tampoco sería nada fácil -dijo William con buen sentido-. Hay que restaurarlo absolutamente todo, incluida la casa del guarda, los establos y los cobertizos.

– No me importa -afirmó ella con tenacidad-. Me encantaría hacer algo así…, si tú me ayudaras -añadió mirándole.

– Creía que no volvería a embarcarme en un proyecto como éste. He tardado más de quince años en conseguir que Whitfield estuviera como es debido. Pero no sé, tal y como lo planteas, parece muy sugerente.

Le sonrió, volviendo a sentirse afortunado y feliz, como desde que la había conocido.

– Podría ser algo tan maravilloso…

Los ojos de Sarah volvían a brillar y él sonrió. En manos de ella, se dejaba convencer con facilidad y habría hecho cualquier cosa que ella deseara.

– Pero ¿aquí, en Francia? ¿No te parece que sería mejor en Inglaterra?

Intentó ser amable, pero lo cierto era que Sarah se había enamorado del lugar, aunque no quería presionarle ni mostrarse caprichosa. Quizá fuera algo demasiado caro o, como él decía, llevara mucho trabajo.

– A mí me encantaría vivir aquí. Pero quizá podamos encontrar algo parecido en Inglaterra.

Eso, sin embargo, no parecía tener mucho sentido. Él ya poseía Whitfield que, gracias a sus esfuerzos, se encontraba en un excelente estado de conservación. Aquí, en cambio, todo era diferente. Podían convertirlo en un nido para los dos, que habrían restaurado con sus propias manos; algo que habrían creado y reconstruido ellos, el uno junto al otro. Sarah nunca se había sentido tan ilusionada en toda su vida, y sabía que era realmente una locura. Lo último que necesitaban era un destartalado castillo en Francia.

Mientras se alejaban en el coche, hizo esfuerzos por olvidarse de la idea, pero durante el resto del viaje no pudo dejar de pensar en el solitario château del que ya se había enamorado. Casi parecía tener alma propia, como un niño abandonado, o como un anciano muy triste. Pero sabía que, fuera lo que fuese, no estaba destinado a ser suyo, y no volvió a mencionarlo hasta que regresaron a París. No quería que William tuviera la impresión de que le presionaba, y ella sabía que era un sueño imposible.

Para entonces ya era Navidad y París tenía un aspecto hermoso. Acudieron una noche a cenar con los Windsor, en la casa que éstos tenían en el Boulevard Suchet, que había sido decorada por Boudin. En cuanto al resto del tiempo, lo pasaron a solas, disfrutando de sus primeras Navidades juntos. William llamó a su madre en varias ocasiones para asegurarse de que no se sentía sola, pero la anciana salía constantemente para visitar propiedades vecinas, cenar con parientes, y el día de Nochebuena estuvo en Sandringham, con la familia real, para su tradicional cena de Navidad. Bertie le había enviado un coche, con dos lacayos y una dama de compañía especialmente puestos a su disposición.

Sarah llamó a sus padres en Nueva York, sabiendo que Peter y Jane estarían en casa para Nochebuena y, por un momento, sintió nostalgia del hogar, pero William se comportaba tan bien con ella que su felicidad era completa. El día de Navidad le regaló un extraordinario anillo de zafiro comprado en Van Cleef, engarzado con diamantes, esmeraldas cabochon, zafiros y rubíes, todo ello en motivos florales. Ella había visto uno igual en la mano de la duquesa de Windsor y lo había admirado. Se trataba de una pieza poco corriente, y ella se quedó anonadada cuando William se la entregó.

– Cariño, me estás malcriando -le dijo.

Contempló con asombro todo lo que él le regaló; bolsos y pañuelos de seda, libros que sabía le gustarían, y que había obtenido en los puestos de librerías de lance situados a lo largo de la orilla del Sena, y pequeñas chucherías que le hicieron reír, como una muñeca idéntica a una que le había comentado que tuvo de pequeña. William la conocía muy bien y se mostraba increíblemente generoso y condescendiente.

Ella le regaló una magnífica pitillera de oro y esmalte azul de Cari Fabergé, que contenía una inscripción de la zarina Alejandra al zar, en 1916, y algunos objetos de equitación comprados en Hermès por los que él había mostrado interés, así como un nuevo reloj de Cartier, de mucho estilo, en cuya parte posterior había hecho grabar: «Primeras Navidades. Primer amor, con todo mi corazón, Sarah». William se sintió tan conmovido al leerlo que unas lágrimas aparecieron en sus ojos y luego la llevó a la cama e hicieron el amor de nuevo. Se pasaron la mayor parte del día de Navidad en la cama, contentos de no haber regresado a Londres para participar en toda la pompa, las ceremonias y las interminables tradiciones.

Al despertar, cuando ya acababa la tarde, él le sonrió al tiempo que ella entreabría lentamente los ojos. La besó en el cuello y le dijo una vez más lo mucho que la quería.