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– Tengo algo más para ti -confesó.

No estaba muy seguro de saber si a ella le gustaría o no. Era la mayor locura que había cometido, el momento más alocado de su vida y, sin embargo, tenía la sensación de que a ella le encantaría. Y, en efecto, le agradó de tal manera que William dio por bien empleados todos los problemas que había tenido que superar para conseguirlo. Sacó un paquete de un cajón, envuelto en papel dorado y atado con una cinta del mismo color.

– ¿Qué es? -preguntó ella mirándole con la curiosidad de una niña, mientras él se sentaba a su lado.

– Ábrelo.

Así lo hizo, lenta, cuidadosamente, creyendo que quizá contenía otra joya. El paquete era lo bastante pequeño como para dar esa impresión. Pero al quitar el papel encontró una caja, dentro de la cual había una diminuta casita de madera hecha con cerillas. Sin saber de qué se trataba, le miró con expresión interrogante.

– ¿Qué es, cariño?

– Levanta el tejado -insistió él, expectante y burlón.

Lo levantó y dentro de la casita encontró una diminuta tira de papel, en la que sólo decía: «Château de la Meuze. Feliz Navidad, 1938. De William, con todo mi amor».

Sarah volvió a mirarle, atónita. Leyó de nuevo las palabras y entonces, de pronto, comprendió lo que él había hecho. Lanzó un grito de sorpresa, incapaz de creer que su esposo hubiera hecho algo tan maravillosamente insensato. Ella nunca había deseado tanto una cosa.

– ¿Lo has comprado? -preguntó, resplandeciente, rodeándole el cuello con los brazos, y luego se dejó caer desnuda sobre su regazo, llena de excitación-. ¿Lo has hecho? -insistió.

– Es tuyo. No sé si es un disparate o si hemos hecho algo brillante. Si no lo quieres, siempre podemos vender el terreno, o dejar que se pudra y olvidarnos de él.

Ella estaba tan excitada que casi parecía fuera de sí, y a él le emocionaba que se sintiera tan contenta con su regalo.

No le había costado gran cosa, a excepción de los muchos problemas que había encontrado para cerrar el trato. En cuanto al dinero en verdad la cantidad que había pagado resultó ser ridícula. Le había costado mucho más restaurar su pabellón de caza en Inglaterra que comprar el Château de la Meuze, con todos sus tierras, terrenos y edificios.

Lo que fue bastante más complicado de lo que imaginó en un principio resultó ser encontrar a los herederos, pues había cuatro, dos de ellos vivían en Francia, otro en Nueva York y el último en alguna parte de Inglaterra. Pero sus abogados le habían ayudado a solucionarlo todo. Y el padre de Sarah se encargó de ponerse en contacto a través del banco con la heredera de Nueva York. Todos ellos eran primos lejanos de la condesa que había muerto ochenta años antes, tal y como les había dicho el campesino. En realidad, las personas a las que había comprado el château se hallaban alejadas de ella desde hacía varias generaciones, pero nadie había sabido hasta entonces qué hacer con aquella mansión, o cómo dividirla, de modo que terminaron abandonándola a su destino, hasta que Sarah la descubrió y se enamoró de ella.

Entonces, ella miró preocupada a William.

– ¿Te ha costado una fortuna?

Se habría sentido muy culpable en tal caso, aun cuando en el fondo de su corazón pensara que habría valido la pena. Pero la verdad era que la había comprado por poco dinero. De hecho, los cuatro herederos se sintieron muy aliviados al librarse de ella, y ninguno de ellos se había mostrado particularmente ávido.

– La fortuna tendremos que gastarla cuando empecemos la restauración.

– Te prometo que yo misma haré todo el trabajo…, ¡todo! ¿Cuándo podemos regresar y empezar?

Saltaba alegremente sobre su regazo, como una niña, y él gemía de angustia y placer.

– Antes tenemos que regresar a Inglaterra. Tengo un par de asuntos que solucionar allí. No sé…, quizá podamos venir en febrero… ¿Qué te parece en marzo?

– ¿No podríamos venir antes? -preguntó como una niña pequeña y feliz en la mañana de Navidad, ante lo que él sonrió.

– Lo intentaremos. -Se sentía inmensamente complacido al ver lo mucho que le había gustado a ella. Ahora, él también estaba excitado y pensó que incluso resultaría divertido ayudarla en la restauración, si es que eso no los mataba a los dos-. Me alegro mucho que te haya gustado. En una o dos ocasiones dudé, creyendo que ya lo habías olvidado y que en realidad no lo querías. Y te aseguro que tu padre está convencido de que me he vuelto loco. En otra ocasión te mostraré algunos de los cables que me ha enviado. Ha llegado a decir que esta idea parece tan equivocada como la granja que tenías la intención de comprar en Long Island, y que ahora ya tiene claro que los dos no estamos en nuestros cabales y que, por lo tanto, nos complementamos a la perfección.

Ella se echó a reír al pensar de nuevo en la mansión y luego observó a William con una mirada maliciosa cuyo significado él no tardó en comprender.

– Yo también tengo algo para ti… No quería decirte nada hasta que regresáramos a Inglaterra y estuviera totalmente segura, pero ahora creo que es posible que…, que vayamos a tener un hijo.

Le miró tímidamente, aunque complacida al mismo tiempo y él se quedó mirándola durante un rato, mudo de asombro.

– ¿Tan pronto? ¿Lo dices en serio, Sarah? -preguntó al fin, incrédulo.

– Creo que estoy embarazada. Tuvo que haber sucedido en nuestra noche de bodas. Estaré segura del todo dentro de unas pocas semanas.

Pero, en rigor, ya había reconocido las primeras señales. Esta vez se había dado cuenta por sí sola.

– Sarah, cariño, ¡eres realmente extraordinaria!

Y así, en una sola noche, acababan de adquirir un château en Francia y de formar una familia, aunque el niño apenas había sido concebido y el château estuviera medio en ruinas desde hacía casi un siglo, a pesar de lo cual ambos se sintieron tremendamente orgullosos.

Se quedaron en París, y esos días pasearon al borde del Sena, hicieron el amor y cenaron tranquilamente en pequeños bistros hasta poco después del Año Nuevo. Luego, regresaron a Londres para ser el duque y la duquesa de Whitfield.

11

Nada más llegar a Londres, William insistió en que Sarah acudiera a ver de inmediato a su médico en la calle Harley, quien no tardó en confirmar lo que ella había supuesto. Para entonces ya estaba embarazada de cinco semanas y el médico le dijo que el niño nacería a finales de agosto o primeros de septiembre. Le advirtió que tuviera cuidado los primeros meses, debido al aborto que había tenido previamente. Pero la encontró en excelente estado de salud y felicitó a William por su heredero cuando éste pasó a buscarla. William estaba orgulloso de sí mismo y muy contento de ella. Aquel fin de semana, cuando fueron a Whitfield, se lo comunicaron a su madre.

– Mis queridos hijos, ¡es un milagro! -exclamó la anciana, dichosa, actuando como si ellos hubieran conseguido algo que nadie hubiera hecho desde María y Jesús-. Debo recordaros que a vuestro padre y a mí nos costó treinta años conseguirlo. Debo felicitaros por vuestra prontitud y buena fortuna. ¡Sois unos jóvenes muy listos! -exclamó burlona, y todos se echaron a reír.

La anciana se sentía enormemente complacida, y volvió a decirle a Sarah que haber tenido a William constituyó para ella el momento más feliz de toda su vida y que así fue durante todos los años transcurridos desde entonces. No obstante, tal y como había hecho el médico, le aconsejó que no hiciera tonterías ni se cansara en exceso, y mucho menos que ocasionara daños a la criatura o a sí misma.