– Me encuentro estupendamente, de veras.
Y, en efecto, se sentía sorprendentemente bien. El médico les había dicho que podían hacer el amor «con mesura», sin tratar de superar marcas olímpicas. William, no obstante, tenía mucho miedo de hacerle el amor y producirle algún daño, a ella o al bebé.
– Te prometo que no sucederá nada. Él mismo lo ha dicho.
– ¿Y cómo lo sabe?
– Es médico, ¿no? -preguntó para tranquilizarle.
– Quizá no sea bueno. Quizá debiéramos ver a otro.
– William, era ya el médico de tu madre antes de que nacieras.
– Precisamente por eso. Es demasiado viejo. Iremos a ver a alguien más joven.
Llegó incluso a buscar a un especialista para su esposa y, aunque sólo fuera por no contrariarlo, ella acudió a verlo, aunque le dijo lo mismo que el amable y anciano lord Allthorpe, a quien Sarah prefería. Ya estaba embarazada de dos meses y seguía sin tener el menor problema.
– Lo que quiero saber es cuándo vamos a volver a Francia -dijo después de haber pasado en Londres poco más de un mes, con unas ganas enormes de iniciar los trabajos en su nueva casa.
– ¿Hablas en serio? -inquirió William mirándola horrorizado-, ¿Quieres ir ahora? ¿No prefieres esperar a tener el niño?
– Pues claro que no. ¿Por qué esperar todos estos meses si podemos empezar a trabajar ahora mismo? Por el amor de Dios, cariño, no estoy enferma, sólo embarazada.
– Lo sé. Pero ¿y si sucediera algo?
Estaba nervioso y hubiera deseado que ella no se mostrara tan decidida. Pero hasta el viejo lord Allthorpe estuvo de acuerdo en que no había ninguna razón especial para que se quedara encerrada en casa, siempre y cuando no hiciera esfuerzos excesivos y no se agotara, por lo que el proyecto que pensaban iniciar en Francia no le pareció mal.
– Lo mejor para ella es mantenerse ocupada en algo -les aseguró.
Les sugirió entonces que esperaran hasta el mes de marzo, con lo que para entonces ya se habrían cumplido los tres meses de embarazo. Fue el único compromiso que Sarah se mostró dispuesta a aceptar. Esperaría a marzo para regresar a Francia, pero ni un día más. Se moría de ver iniciados los trabajos en el château.
William intentó retrasar los proyectos que tenía para Whitfield todo lo que pudo, y su madre no dejó de insistirle para que Sarah se lo tomara con calma.
– Mamá, lo intento, pero ella no quiere escucharme -reconoció en un momento de exasperación.
– Es todavía como una niña. No sé da cuenta de que tiene que llevar cuidado con estas cosas. Estoy segura de que no querrá perder a su bebé.
Pero Sarah ya había aprendido esa lección, y de la forma más dura. De hecho, iba con más cuidado del que se imaginaba William, hacía pequeñas siestas, colocaba las piernas en alto y reposaba cada vez que se sentía cansada. No tenía la menor intención de perder a la criatura. Pero tampoco quería permanecer sentada todo el tiempo, ociosa, así que empezó a insistirle a su esposo hasta que pon fin consintió en volver a Francia y ya no pudo contenerla por más tiempo. Para entonces ya estaban a mediados de marzo, y ella amenazaba con partir incluso sin él.
Cruzaron el canal de la Mancha en el yate de lord Mountbatten aprovechando que éste se dirigía a París para ver al duque de Windsor, e invitó a la joven pareja a acompañarle en la travesía. «Dickie», como le llamaban William y sus amigos, era un hombre muy apuesto, y Sarah le divirtió durante toda la travesía, hablándole sin cesar del château y del trabajo que se disponían a hacer en él.
– William, viejo amigo, da la impresión de que ya te has sobrecargado de trabajo.
Pero también le pareció que eso les sentaría bien a los dos. Evidentemente, estaban muy enamorados el uno del otro, y mostraban un gran entusiasmo por su proyecto.
William había pedido al conserje del Ritz que les alquilara un coche, y consiguieron encontrar un pequeño hotel a dos horas y media de París, no lejos de su destartalado château. Alquilaron las habitaciones del piso superior del pequeño hotel, y decidieron quedarse a vivir allí hasta que fuera habitable el viejo castillo, algo que ambos sabían tardaría bastante tiempo en suceder.
– Puede que sean años, ¿sabes? -gruñó William cuando acudieron a verlo de nuevo.
Se pasó las dos semanas siguientes contratando obreros. Finalmente, pudo contar con un equipo considerable, y empezaron por quitar las tablas y maderas para ver qué había dentro de la casa. A medida que trabajaban se encontraron con sorpresas por todas partes, algunas de ellas afortunadas y otras no tanto. El salón principal formaba una estancia en verdad espléndida, aunque había otros tres salones, con hermosas boiseries, con desvaídos dorados en algunas de las molduras, además de chimeneas de mármol y suelos muy hermosos. Pero la madera estaba estropeada en algunos sitios por el moho, los muchos años de humedad y los animales que habían entrado por entre las tablas, y se habían dedicado a arañar las molduras aquí y allá.
La casa disponía de un comedor enorme y elegante, y una serie de pequeños salones, todo ello en la planta baja, así como una biblioteca impresionante, revestida con paneles de madera, y un vestíbulo muy aristocrático propio de cualquier castillo inglés; la cocina era tan anticuada que a Sarah le recordó algunos de los museos que había visitado el año anterior en compañía de sus padres. Encontraron herramientas y cacharros que, a todas luces, nadie había utilizado desde hacía unos doscientos años. Los fueron reuniendo cuidadosamente, con la intención de salvar todos los que pudieran. También guardaron y protegieron los dos carruajes que habían encontrado en el cobertizo.
Después de sus investigaciones iniciales, William se aventuró a subir la escalera hacia el primer piso del château. Pero se negó en redondo a permitir que Sarah le acompañara, por temor a que pudiera hundirse el piso, aunque, tras descubrir que se mantenía sorprendentemente sólido, dejó que Sarah subiera para ver lo que había descubierto. Había por lo menos una docena de habitaciones soleadas y grandes, también con encantadoras boiseries y ventanas hermosamente configuradas, así como un salón elegante con una chimenea de mármol, que daba a la fachada principal y a lo que en otros tiempos habían sido los jardines y el parque del château. De repente, mientras iba de una habitación a otra, Sarah se dio cuenta de que no había cuartos de baño. Naturalmente, se echó a reír al pensar que no podía haberlos. En aquellos tiempos se bañaban en bañeras instaladas en los vestidores, y disponían de retretes.
Había mucho trabajo que hacer, pero cada vez estaba más claro que valdría la pena hacerlo. Incluso William parecía entusiasmado. Hizo unos planos, organizó programas de trabajo y se pasaba todo el día dando instrucciones, desde el amanecer hasta el anochecer, mientras Sarah trabajaba a su lado, lijando la madera antigua, puliendo los suelos, limpiando las boiseries, reparando las molduras doradas, sacando brillo al bronce y el latón hasta que refulgían y cuando no, se pasaba la mayor parte del día pintando. A la vez que trabajaban en la casa principal, William asignó a un grupo de hombres para que se ocuparan de arreglar la casa del guarda, con objeto de abandonar el hotel e instalarse en ella, para estar así más cerca del lugar donde desarrollaban su enorme proyecto de restauración.
La casa del guarda era pequeña. Disponía de un pequeño saloncito, un dormitorio de las mismas proporciones y una gran cocina muy acogedora. En el piso superior había dos habitaciones algo más grandes. Pero, desde luego, era adecuado para ellos dos y posiblemente incluso para una sirvienta, que podía instalarse en la habitación de abajo, si es que Sarah sentía la necesidad de disponer de una. Tendrían así una habitación para ellos y hasta otra para su bebé cuando llegara.