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– Parece que las cosas se ponen serias, ¿verdad? -preguntó Sarah una noche.

Acababan de instalarse en su dormitorio del château y, a pesar de que todavía faltaban por terminar los pequeños detalles, ella creía no haber visto nunca nada tan hermoso, que era precisamente la misma sensación que experimentaba William cuando miraba a su esposa.

– La situación no es buena. Probablemente, tendré que regresar a Inglaterra en cualquier momento para ver qué piensan en el 10 de Downing Street. -No le había comentado nada hasta entonces para no preocuparla-. Quizá sería mejor que regresáramos durante unos pocos días, una vez que haya nacido el bebé.

De todos modos, querían presentárselo a su madre, de modo que Sarah no se opuso a la idea.

– Resulta difícil creer que vayamos a entrar en guerra. Me refiero a Inglaterra -añadió puesto que cada vez se sentía más como una inglesa, a pesar de haber conservado su ciudadanía estadounidense cuando se casó con William, y él no vio ninguna razón en particular para que no lo hiciera.

Lo único que deseaba Sarah era que el mundo se tranquilizara el tiempo suficiente como para permitirle dar a luz. No quería tener que preocuparse por una guerra, cuando lo que deseaba era construir un hogar tranquilo para su hijo.

– Si ocurre algo no te marcharás, ¿verdad, William? -preguntó de improviso, presa del pánico, repasando mentalmente todas las posibilidades.

– No me marcharé antes de que nazca el niño. Eso sí puedo prometértelo.

– ¿Y después? -preguntó abriendo mucho los ojos, aterrorizada ante la idea.

– Sólo si estalla una guerra. Pero deja de preocuparte por eso ahora. No es bueno para ti en estos momentos. No me voy a ir a ninguna parte, excepto para acompañarte al hospital, así que no pienses más tonterías.

Aquella noche, mientras permanecían acostados en su nueva alcoba, tuvo unos ligeros dolores, pero ya habían desaparecido por la mañana y se sintió mejor. En efecto, era una tontería preocuparse ahora por la guerra, y a la mañana siguiente, al levantarse, se dijo a sí misma que sólo era que estaba nerviosa por la proximidad del parto.

Pero el primero de septiembre, cuando trabajaba en el suelo de una de las pequeñas habitaciones situadas encima de la suya, que algún día serían para los niños, oyó que alguien gritaba algo ininteligible abajo. Acto seguido oyó a alguien correr escaleras abajo y, por un momento, pensó que quizás uno de los obreros se habría herido, así que bajó a la cocina, dispuesta a ayudar en lo que pudiera. Pero allí los encontró a todos reunidos, escuchando la radio.

Alemania acababa de atacar a Polonia, por tierra y por aire. William estaba allí de pie, oyendo las noticias, acompañado por los obreros. A continuación, todos se pusieron a discutir sobre si Francia debía o no socorrer a Polonia. Unos pocos pensaron que debía hacerlo, pero a la mayoría no les importaba. Cada cual tenía sus propios problemas en casa, sus familias y sus preocupaciones, pero unos pocos estaban convencidos de que había que detener a Hitler antes de que fuera demasiado tarde. Sarah se quedó allí de pie, llena de terror, mirando fijamente a William y a los demás.

– ¿Qué significa esto? -preguntó.

– Nada bueno -le contestó su esposo con sinceridad-. Tendremos que esperar y ver qué ocurre.

Acababan de terminar el tejado de la casa. Las ventanas ya estaban hechas, bien cerradas, así como los suelos, y se habían instalado los cuartos de baño. Faltaba todavía abordar los detalles. No obstante, la parte principal del trabajo ya se había hecho, y su hogar estaba ahora completo, a salvo de los elementos y del mundo, justo a tiempo para que ella diera a luz. El mundo, sin embargo, había dejado de ser un lugar seguro, y no había ninguna forma de cambiar eso.

– Quiero que olvides ahora mismo todo lo que sucede a nuestro alrededor -le urgió él.

En los dos últimos días había observado que ella dormía mal, y sospechaba que se acercaba el día. Cuando llegara el momento quería que ella estuviera completamente libre de toda clase de temores y preocupaciones. La posibilidad de que Hitler no se detuviera en Polonia era algo muy real. Tarde o temprano, Gran Bretaña tendría que dar un paso adelante y detenerle. William lo sabía, pero no se lo dijo a Sarah.

Aquella noche, cenaron tranquilamente en la cocina. La mente de Sarah se centró en cosas serias, como siempre, pero William intentó distraerla. No le permitió hablar de las noticias, y sólo quería que pensara en algo agradable. Le habló de la casa, tratando de mantener su mente alejada de los acontecimientos que se producían en el mundo, pero no resultó fácil.

– Dime qué quieres hacer con el comedor. ¿Deseas restaurar los paneles de madera originales, o utilizar algunas de las boiseries que encontramos en los establos?

– No lo sé -contestó con expresión indiferente, haciendo un esfuerzo por centrar su atención en su pregunta-. ¿Qué te parece a ti?

– Yo creo que la boiserie se conserva muy bien. Con los paneles de la biblioteca ya es más que suficiente.

– Sí, yo también lo creo.

Jugueteaba con la comida que tenía en el plato, con aire ausente. William se dio cuenta de que no tenía apetito. Se preguntó si no estaría enferma, pero no quería presionarla. Esta noche parecía cansada, y preocupada. Todos lo estaban.

– ¿Y qué me dices de la cocina? -Habían dejado al descubierto los ladrillos originales, que databan de casi cuatrocientos años antes, algo que a William le encantaba-. A mí me gusta tal como está, pero quizá tú quieras algo más pulido.

– En realidad, no me importa -contestó mirándole con una repentina expresión desolada-. Me pongo enferma cada vez que pienso en esa pobre gente de Polonia.

– No puedes estar pensando en eso ahora, Sarah -le dijo él con suavidad.

– ¿Por qué no?

– Porque no es bueno ni para ti ni para el niño -contestó él con voz firme.

Pero ella empezó a llorar. Se levantó de la mesa y empezó a caminar por la cocina. Cualquier cosa parecía alterarla ahora que estaba tan cerca de dar a luz.

– ¿Y qué sucede con las mujeres polacas que están embarazadas como yo? Ellas no pueden cambiar de tema.

– Es un pensamiento horrible -admitió él-, pero en estos momentos, precisamente ahora, no podemos hacer nada para evitarlo.

– ¿Por qué no, maldita sea? ¿Por qué se mete con ellas ese maníaco? -vociferó.

Volvió a sentarse, respirando entrecortadamente, con un dolor evidente.

– Sarah, ya basta. No te alteres. -La hizo subir a su alcoba e insistió en que se tumbara en la cama, pero ella seguía llorando cuando lo hizo-. No puedes soportar el peso del mundo entero sobre tus hombros.

– No son mis hombros, ni es el mundo, sino sólo tu hijo.

Le sonrió a través de las lágrimas, pensando de nuevo en lo mucho que amaba a William. Era tan infinitamente bueno con ella, tan incansable, había trabajado tanto en la restauración del château…, y todo ello sólo porque la amaba, aunque ahora ya había aprendido a querer este lugar, algo que la conmovía.

– ¿Crees que este pequeño monstruo se decidirá a salir alguna vez de donde está? -preguntó con acento cansado, mientras él le frotaba la espalda.

Aún tenía que bajar a la cocina para retirar los platos, pero no quería dejarla sola hasta que se hubiera relajado, y era obvio que todavía no lo estaba y puede que no lo estuviese durante un rato.

– Creo que terminará por hacerlo en cualquier momento. Por ahora, está dentro del horario previsto. ¿Qué nos dijo lord Allthorpe? ¿El primero de septiembre? Eso es precisamente hoy, así que sólo se retrasaría si no ha nacido mañana.