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– Sarah. -Corrió hasta la cama, donde ella se esforzaba por respirar, retorciéndose de dolor-. No hay médicos en el hospital. ¿Te sientes lo bastante fuerte como para que te lleve hasta París en el coche?

Pero ella le miró horrorizada ante la simple sugerencia.

– No puedo… No sé qué ha ocurrido… No puedo moverme. Los dolores son terribles, y muy seguidos.

– Vuelvo ahora mismo -dijo él dándole unas palmaditas en el brazo.

Se precipitó escalera abajo, decidido a seguir el consejo de la mujer con la que había hablado por teléfono. Llamó al hotel y preguntó si había allí alguien que pudiera ayudarle en aquella situación, pero le contestó la hija del propietario, que sólo tenía diecisiete años y se mostró muy tímida. Le dijo que todos se habían marchado para ayudar a apagar el incendio. William comprendió al punto que la muchacha no le sería de ninguna utilidad.

– Está bien, si aparece alguien, quienquiera que sea, cualquier mujer que pueda ayudar, envíela al château, por favor. Mi esposa está dando a luz.

Colgó el teléfono y volvió a subir corriendo la escalera para acudir junto a Sarah, que estaba tendida en la cama. La encontró bañada en sudor, jadeando y gimiendo.

– Todo está bien, cariño. Vamos a hacer esto los dos juntos.

Fue a lavarse las manos y regresó con otro montón de toallas, rodeándola con ellas. Le aplicó un paño frío sobre la cabeza y ella quiso decir algo, darle las gracias, pero el dolor era demasiado fuerte como para poder hablar. Sin ningún motivo, William miró el reloj. Era casi la medianoche.

– Bueno, vamos a tener el bebé juntos.

Intentó que su tono de voz sonara alegre, y le sostuvo la mano. Ella se agitó de dolor ante sus propios ojos. William no tenía ni la menor idea de lo que debía hacerse y ella le rogaba que hiciera algo cada vez que sentía los fuertes dolores que parecían desgarrarla por dentro.

– Intenta resistirlo. Intenta pensar en ello como algo necesario para el alumbramiento de nuestro hijo.

– Es tan terrible… William…, William… Haz que se detenga… ¡Haz algo! -gimió.

Pero él permaneció sentado a su lado, impotente, deseando ser útil, aunque sin saber qué hacer. No estaba seguro de que alguien pudiera ayudar en una situación así, a pesar de que ella se sentía abrumada por los terribles dolores. El aborto podía haber sido algo terrible, pero esto era infinitamente peor. Mucho peor que sus más oscuros temores sobre cómo sería el parto.

– ¡Oh, Dios…, William! ¡Oh…! ¡Noto que ya viene!

A él le alivió saber que vendría tan pronto, pues imaginaba que si duraba poco tiempo, ella sobreviviría. Rezó para que todo fuera muy deprisa.

– ¿Puedo mirar? -preguntó, vacilante.

Ella le indicó que sí y apartó aún más las piernas, como si quisiera dejar más espacio para el bebé. Al mirar, William pudo verle la cabeza, pero sólo una punta, cubierta de una pelusilla de color rubio. El espacio que pudo ver debía tener unos cinco centímetros de circunferencia, y le pareció que ya debía de estar a punto de nacer, así que le gritó excitado:

– Puedo verlo, cariño. Está saliendo. Empuja ahora. Adelante…, empuja a nuestro hijo.

Continuó animándola de ese mismo modo, y pudo observar brevemente el resultado de sus esfuerzos. Por un instante, la cabeza pareció adelantarse aún más, para luego retroceder. Era como un baile a cámara lenta y no se produjo ningún cambio durante un largo rato. Luego, la parte de la cabeza que podía ver pareció hacerse un poco más grande. Le apretó las piernas contra el pecho, para que pudiera empujar con más fuerza, pero el bebé no se movió, y Sarah parecía desesperada, sin dejar de gritar a cada dolorosa contracción, recordando lo que le había dicho el médico, que la criatura podía ser demasiado grande para nacer de ese modo.

– Sarah, ¿no puedes empujar más fuerte? -le instó.

El niño parecía haber quedado atascado. Y ya llevaban varias horas intentándolo. Eran las cuatro de la madrugada, y ella llevaba haciendo esfuerzos desde la medianoche. Casi no había momentos de respiro entre las contracciones, y sólo disponía de unos pocos segundos para recuperar la respiración y volver a empujar. William observó que Sarah empezaba a sentir pánico, a perder el control de la situación. La sujetó de nuevo por las piernas y le habló con firmeza.

– ¡Empuja! ¡Empuja ahora! ¡Ahora…, vamos! Eso es…, ¡más fuerte! ¡Sarah! ¡Empuja más fuerte!

Le estaba gritando, y lo lamentaba mucho, pero no tenía más remedio. El bebé no había salido todavía lo suficiente como para que él pudiera maniobrar para sacarlo. Al gritarle, observó que la cabeza parecía salir un poco más. Lo estaban consiguiendo poco a poco, pero ya eran más de las seis y el sol empezaba a salir, y ellos todavía estaban allí, sin conseguir nada.

Ella siguió empujando, y a las ocho de la mañana empezó a perder mucha sangre. Estaba mortalmente pálida, y el niño no parecía haberse movido desde hacía horas. Entonces, oyó que alguien hacía ruido en la planta baja y gritó para llamar a quienquiera que pudiera oírle. Sarah apenas si era consciente de lo que ocurría, y sus esfuerzos eran ahora mucho más débiles. Prácticamente, no podía seguir. William oyó unos pasos que subían con rapidez la escalera. Un momento después vio a Emanuelle, la joven del hotel, con los ojos muy abiertos, y llevando un vestido azul y un delantal.

– He venido a ver si podía ayudar a madame la duchesse con el bebé.

Pero William abrigaba la trágica sospecha de que su esposa se moría, y de que no habría ningún bebé. Tenía una fuerte hemorragia, aunque no incontrolable. Pero la criatura no se movía y ella ya no tenía fuerzas para seguir empujando cuando aparecían las contracciones. Permanecía allí echada, profiriendo gritos y gemidos, y si no hacían algo pronto, él los iba a perder a los dos. Para entonces, ella ya llevaba nueve horas de parto y no había conseguido nada.

– Ven en seguida y ayúdame -le dijo con tono urgente a la muchacha, que se adelantó hacia la cama sin vacilar-. ¿Has ayudado alguna vez a traer un niño al mundo? -le preguntó sin apartar la mirada de Sarah, cuyo rostro tenía ahora un color grisáceo, con los labios ligeramente azulados. Hacía rodar los ojos en las órbitas y él seguía hablándole-. ¡Sarah! ¡Escúchame! Tienes que empujar. Tienes que hacerlo. Todo lo fuerte que puedas. Escúchame, Sarah. ¡Empuja! ¡Ahora! -Durante todo aquel tiempo había aprendido a anticiparse a las contracciones al mantener una mano sobre el estómago de Sarah. Se volvió hacia la muchacha del hotel-. ¿Sabes lo que hay que hacer?

– No -contestó ella ingenuamente-. Sólo lo he visto hacer a los animales -dijo con un fuerte acento francés, a pesar de que hablaba bien el inglés-. Creo que ahora debemos ayudarla a empujar o…, o…

No quería decirle que su esposa podía morir, pero eso ya lo sabía él.

– Lo sé. Quiero que empujes todo lo que puedas, que empujes al bebé hacia mí. Cuando yo te lo diga.

Trató de adelantarse a la siguiente contracción, pero ya se estaba produciendo. Le hizo una señal a la muchacha y empezó a gritarle a Sarah para que empujara con fuerza. En esta ocasión, el bebé se movió más de lo que se había movido desde hacía horas. Emanuelle lo empujaba todo lo que podía, con el temor de que pudiera matar a la duquesa, pero sabiendo que no tenía otra alternativa. Siguió empujando una y otra vez, intentando hacer salir al bebé, sacarlo a la vida, antes de que se perdieran tanto él como la madre.