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– Te he echado tanto de menos… -dijo Sarah con palabras amortiguadas por su pecho, mientras él la apretaba de tal manera que casi le hacía daño.

– Dios mío, yo también te he echado mucho de menos. -La apartó entonces, para mirarla-. Vuelves a estar maravillosa. -Algo más delgada, pero fuerte y muy saludable-. Qué hermosa eres -dijo, mirándola como si quisiera devorarla, ante lo que ella se echó a reír y le besó.

Emanuelle les había oído hablar. Había visto al duque en cuanto llegó y ahora acudió para hacerse cargo del bebé. El pequeño no tardaría en pedir su alimento, pero al menos podía liberar a sus padres del pequeño durante un rato, para que Sarah pudiera pasar un tiempo con su esposo. Subieron a la habitación cogidos de la mano, hablando y riendo, mientras ella le hacía mil y una preguntas sobre lo que hacía, dónde había estado, a dónde le enviarían después del entrenamiento por el que había pasado. Ya había volado antes en la RAF y necesitó poco tiempo para familiarizarse con el nuevo equipo. Evitó decirle a su esposa lo que sabía: que lo destinaban al mando de bombarderos, para pilotar bombarderos Blenheim. No quería preocuparla y se lo ocultó. Pero sí le contó lo seriamente que la gente se tomaba la guerra en Inglaterra.

– Aquí también se lo toman muy en serio -explicó ella-. No ha quedado nadie, excepto Henri, sus amigos y un puñado de viejos, demasiado débiles para trabajar. Yo misma me he encargado de hacerlo todo, con la ayuda de Henri y de Emanuelle. Ya casi hemos conseguido terminar los establos. ¡Espera a verlos!

Él había querido destinar una parte a los caballos que pensaban comprar y a algunos que traería de Inglaterra, para así acondicionar el resto como pequeñas habitaciones para el servicio, y los obreros que pudieran contratar temporalmente. Era un sistema excelente y, de la forma como lo habían hecho, disponían de espacio para cuarenta o cincuenta hombres, y por lo menos otros tantos caballos.

– Da la impresión de que ya no me necesitas aquí para nada – dijo él fingiendo sentirse molesto-. Quizá debiera quedarme en Inglaterra.

– ¡Ni te atrevas! -exclamó ella, levantándose sobre las puntas de los pies y besándole de nuevo.

Al entrar en el dormitorio, él la hizo girar y la besó con tanta pasión que ella se dio cuenta en seguida de lo mucho que la había echado de menos.

Cerró la puerta con llave y la miró con expresión de adoración, al tiempo que Sarah empezaba a desabrocharle los botones del uniforme y él le quitaba el grueso suéter que llevaba puesto. Era uno de los que le había hecho, y lo arrojó al otro lado de la habitación, y contempló admirado sus pechos pletóricos, y la cintura, que volvía a ser esbelta. Resultaba difícil creer que había tenido un hijo.

– Sarah…, eres tan hermosa.

Se había quedado sin habla, perdida casi por completo su capacidad de control. Nunca la había deseado de aquella manera, ni siquiera la primera noche que estuvieron juntos. Estuvieron a punto de no llegar a la cama, pero al tumbarse sobre ella se encontraron el uno al otro con rapidez, y sus anhelos mutuos explotaron instantáneamente. Y su apetito quedó satisfecho.

– Te he echado tanto de menos… -confesó ella de nuevo.

Se había sentido tan sola sin él.

– No tanto como yo a ti -le confió él.

– ¿Cuánto tiempo puedes quedarte?

Vaciló antes de contestar. Ahora le parecía tan poco, a pesar de que al principio había tenido la impresión de que el permiso concedido era un verdadero regalo.

– Tres días. No es mucho, pero tendrá que bastarnos. Confío en poder regresar por Navidades.

Para eso sólo faltaba un mes y al menos la dejaría con algo que esperar cuando se marchara. Pero en estos momentos no podía soportar la idea de que volviera a partir.

Permanecieron juntos en la cama durante largo rato y luego oyeron a Emanuelle y al niño al otro lado de la puerta. Sarah se puso un batín y salió a recogerlo.

Entró en la alcoba con Phillip en sus brazos. El pequeño exigía su cena con fuertes lloros y William observó con una sonrisa cómo se alimentaba ávidamente, chupando la leche con ansia, y produciendo toda clase de pequeños y graciosos sonidos.

– Su forma de comportarse en la mesa es espantosa, ¿verdad? -comentó William con una sonrisa burlona.

– Tendremos que educarle -dijo Sarah, cambiándoselo al otro pecho-. Es un cerdito goloso. Quiere estar comiendo todo el día.

– Pues me da la impresión de que lo hace. Casi ha triplicado su tamaño desde que nació y en aquel entonces ya me pareció grande.

– A mí también -dijo ella tristemente.

William pensó entonces en algo que no se le había ocurrido antes, y miró a su esposa con ternura.

– ¿Quieres que lleve cuidado a partir de ahora?

Ella negó con un gesto de la cabeza. Quería tener muchos más hijos con él.

– Pues claro que no, aunque tampoco creo que tengamos necesidad de preocuparnos por eso ahora. No creo que pueda quedar embarazada mientras le amamanto.

– Entonces, tanto más divertido será -bromeó él.

Pasaron los tres días siguientes como en su luna de miel, permaneciendo en la cama la mayor parte del tiempo. Entre las veces que no hacían el amor, ella le llevó por la propiedad, mostrándole todo lo que había hecho en su ausencia. Había trabajado aquí y allá y William quedó muy impresionado al ver los establos.

– ¡Eres realmente genial! -alabó-. Ni yo mismo podría haber hecho todo esto, y mucho menos sin la ayuda de nadie. No sé cómo te las has arreglado para hacerlo.

Ella se había pasado muchas noches martilleando, serrando y clavando clavos hasta pasada la medianoche, con el pequeño Phillip acostado en la cuna, cerca de ella, envuelto en mantas.

– No tenía otra cosa que hacer -dijo ella sonriendo-. Estando tú fuera, no hay gran cosa que hacer aquí.

William observó a su hijo con una sonrisa de satisfacción.

– Espera a que empiece a coger cosas. Tengo la impresión de que te mantendrá muy ocupada.

– ¿Y qué me dices de ti? -le preguntó con tristeza mientras caminaban de regreso al château. Ya casi habían transcurrido los tres días y él se marchaba a la mañana siguiente-. ¿Cuándo volverás a casa? ¿Cómo van las cosas por el mundo exterior?

– Bastante mal.

Le contó lo que sabía, o una parte de lo ocurrido en Varsovia. El gueto, los pogromos, las montañas de cadáveres, entre las que incluso se contaban los de aquellos niños que habían luchado y perdido. Sarah se puso a llorar. Desde Alemania también llegaban malas noticias. Existía el temor de que Hitler pudiera avanzar hacia los Países Bajos, aunque por el momento no lo había hecho. Lo estaban conteniendo lo mejor que podían, pero no era nada fácil.

– Me gustaría creer que todo esto acabará pronto, pero no lo sé. Quizá si lográramos asustar lo suficiente a ese pequeño bastardo, retrocedería. Pero parece tener mucho aguante.

– No quiero que te pase nada -dijo ella, mirándole angustiada.

– Cariño, no me pasará nada. Todos se sentirían en una situación muy embarazosa si me ocurriera algo. Créeme, el Departamento de Guerra me mantendrá envuelto en algodones. Lo que sucede es que los hombres se animan un poco al ver a alguien como yo con uniforme y participando en el mismo juego que ellos.