Tenía ya 37 años y a estas alturas difícilmente le enviarían a primera línea.
– Espero que tengas razón.
– La tengo. Y vendré a verte antes de Navidad.
Empezaba a gustarle la idea de que ella se quedara en Francia. La situación parecía tan frenética y terrible en Inglaterra. Allí, en cambio, todo estaba muy tranquilo en comparación. Casi daba la impresión de que no sucedía nada, si no fuera porque no se veía a hombres por ninguna parte, o al menos jóvenes, y sólo había niños y mujeres.
Pasaron su última noche en la cama hasta que, finalmente, Sarah se quedó dormida en sus brazos. William tuvo que despertarla cuando el bebé se puso a llorar, reclamándola. Se había quedado dormida profundamente, feliz. Una vez que hubo alimentado al bebé, volvieron a hacer el amor y, ya por la mañana, William tuvo que hacer grandes esfuerzos para levantarse.
– Regresaré pronto, cariño -le prometió al marcharse.
Esta vez, su partida no pareció tan desesperada. Se encontraba bien y a salvo y no daba la impresión de que corriera ningún peligro real.
Fiel a su palabra, volvió a verla un mes más tarde, dos días antes de Navidad. Pasó el día de Navidad tranquilamente, en su compañía, y observó algo que no había visto antes, aunque no acababa de comprender la razón.
– Parece que has aumentado de peso -comentó. Ella no estuvo segura de saber si se trataba de un cumplido o de una queja. Había aumentado de peso alrededor de la cintura y en las caderas, y sus pechos parecían más llenos. Sólo había transcurrido un mes desde el primer permiso de William, pero su cuerpo había cambiado y eso le indujo a preguntar-: ¿No podrías estar embarazada de nuevo?
– No lo sé -contestó, con una expresión vaga. Ella también se había preguntado lo mismo en un par de ocasiones. De vez en cuando sentía ligeras náuseas y sólo deseaba dormir-. Yo diría que no.
– Pues yo creo que sí.
William le sonrió y, de repente, empezó a preocuparse. No le gustaba la idea de marcharse y volverla a dejar sola, sobre todo si estaba embarazada. Aquella misma noche hizo un comentario al respecto y le preguntó si estaría dispuesta a acompañarle a Whitfield.
– Eso es una tontería, William. Ni siquiera sabemos si estoy embarazada.
No quería marcharse de Francia, tanto si estaba embarazada como si no. Quería quedarse allí, en su château, trabajando hasta que estuviera completamente restaurado, y ocupándose de cuidar al niño.
– Pero tú piensas que lo estás, ¿verdad?
– Bueno, creo que podría ser.
– ¡Oh, eres una jovencita perversa!
Pero eso no hizo sino excitarle de nuevo. Después de haber hecho el amor, él le entregó el único regalo de Navidad que había podido traerle, un hermoso brazalete de esmeraldas que había pertenecido a su madre. Estaba hecho de grandes piedras cabochón, rodeadas por diamantes muy antiguos, y había sido encargado muchos años antes en Garrard's por un marajá. No se trataba de algo que ella pudiera ponerse cada día, pero cuando él regresara a casa y ambos pudieran ir otra vez a fiestas sería un ornamento espléndido.
– ¿No te desilusiona que no te haya traído algo más?
Se sentía culpable por no haber conseguido nada más para ella, pero realmente no había podido. Cogió aquella joya de la caja fuerte en Whitfield, con la bendición de su madre, en el último momento.
– Esto es terrible -bromeó Sarah-. En realidad, lo que yo deseaba era un juego de herramientas de fontanería. He estado intentando instalar uno de esos condenados lavabos que empezaron a colocar el verano pasado.
– Te amo -dijo él echándose a reír.
Ella le regaló un hermoso cuadro que habían descubierto oculto en el cobertizo, y un reloj de bolsillo antiguo que a ella le robó el corazón, y que había pertenecido a su padre. Se lo había traído consigo a Europa, como un recuerdo de él, y ahora se lo entregó a William para que lo llevara puesto. A William aquel regalo le gustó mucho.
El duque y la duquesa de Windsor pasaron las Navidades en París, ocupados en asistir a acontecimientos sociales, mientras que los Whitfield trabajaban codo con codo, dedicados a reforzar las vigas del cobertizo y a limpiar los establos.
– Esto es una forma endiablada de pasar las Navidades, querida -dijo William, al ver que ambos estaban cubiertos de polvo y de estiércol, con las herramientas en las manos.
– Lo sé, cariño -asintió ella con una mueca burlona-, pero piensa en lo estupendo que quedará este lugar cuando hayamos terminado.
Había dejado ya de intentar convencerla para que le acompañara a Inglaterra. A Sarah le gustaba tanto este lugar, que se sentía como en su propia casa.
Volvió a marcharse la víspera de Año Nuevo y Sarah pasó ese día a solas, en su cama, sosteniendo a su bebé. Confiaba en que aquél fuera un año mucho mejor y que los hombres pudieran regresar pronto a sus hogares. Le cantó una nana a Phillip mientras lo acunaba.
En enero quedó convencida de que volvía a estar embarazada. Se las arregló para encontrar a un viejo médico en Chambord, quien se lo confirmó. Le dijo que aquellos cuentos de vieja según los cuales una mujer no puede quedar embarazada mientras amamanta eran ciertos a veces, pero no siempre. De todos modos, ella se sintió muy feliz con la noticia. El hermano o hermana de Phillip llegaría en agosto. Emanuelle seguía ayudándola, y también ella se mostró entusiasmada con la noticia. Prometió hacer todo lo que pudiera por ayudar a la duquesa con el nuevo bebé. Pero Sarah también confiaba en que William pudiera estar en casa para entonces. No tenía miedo, sino que se sentía contenta. Le escribió a William, comunicándole la noticia, y él le contestó que se cuidara y diciéndole que regresaría en cuanto pudiera.
Pero en lugar de darle permiso, lo destinaron a Watton, en Norfolk, al Escuadrón 82 del mando de bombarderos, y volvió a escribirle comunicándole que ahora ya no tenía esperanzas de poder volver a Francia por lo menos durante varios meses. Mencionó que deseaba que se trasladara a París en julio y que, en caso de necesidad, podía quedarse a vivir con los Windsor. Pero no quería que tuviera al niño ella sola en el château, sobre todo sí él no podía estar presente, aunque confiaba en poder acudir.
En marzo recibió otra carta de Jane, que había tenido una niña a la que llamaron Helen. Pero Sarah se sentía ahora extrañamente alejada de su familia, como si ya no formaran una parte íntima de su propia vida, como había ocurrido en el pasado. Intentó mantenerse al corriente de las noticias, pero las cartas tardaban mucho en llegar, y muchos de los nombres que se citaban en ellas le resultaban desconocidos. Había llevado una vida completamente apartada de ellos durante el último año y medio, y ahora todos parecían hallarse muy lejos. Se hallaba totalmente inmersa en su propia vida con su hijo, dedicada a restaurar el château y a enterarse de las noticias que se iban produciendo en Europa.
Oía por la radio todos los boletines de noticias que podía, leía el periódico asiduamente, y prestaba atención a los rumores. Pero las noticias nunca eran buenas, o esperanzadoras. En sus cartas, William prometía que trataría de volver pronto. Pero, en la primavera de 1940, Hitler parecía haberse detenido, y William y algunos de sus amigos empezaron a preguntarse si no estaría dispuesto a retroceder. En Estados Unidos denominaron a ese período la «Guerra Falsa», pero para los pueblos de los países ocupados por Hitler se trataba de algo muy real y, desde luego, nada falso.
Los Windsor la invitaron a una cena en París a finales de abril, a la que ella no asistió. No quería dejar a Phillip solo, aunque confiaba en Emanuelle. Además, ya estaba embarazada de cinco meses y no le parecía correcto salir de fiesta sin William. Les envió una amable nota, disculpando su ausencia, y a principios de mayo pilló un fuerte resfriado, por lo que se encontraba en la cama el día 15, cuando los alemanes invadieron Holanda. Emanuelle subió a toda prisa la escalera para comunicárselo. Hitler volvía a atacar y Sarah bajó a la cocina para ver si podía sintonizar alguna emisora y oír las noticias en la radio.