– Me siento gorda -admitió con una ligera sonrisa-. Enorme. -Y entonces se volvió a mirarlo con curiosidad, percatándose de que no sabía nada sobre él-. ¿Tiene usted hijos?
Hizo un gesto afirmativo, y se sentó sobre una piedra grande, cerca de ella. Antes de hablar, removió el agua fría con una mano.
– Dos hijos, Hans y Andi…, Andreas -contestó con expresión entristecida.
– ¿Qué edades tienen?
– Siete y doce años. Viven con su madre. Estamos divorciados.
– Lo siento -dijo de veras.
Los niños eran algo aparte de la guerra. Fuera cual fuese su nacionalidad, nadie podía odiarlos.
– El divorcio es algo terrible -añadió él.
– Lo sé -asintió Sarah.
– ¿Lo sabe? -preguntó levantando una ceja, y deseó preguntarle cómo podía saberlo, pero no se atrevió. Era evidente que ella no podía saberlo. Parecía muy feliz con su esposo-. Apenas si he visto a mis hijos desde que ella se marchó. Volvió a casarse, y entonces estalló la guerra. En el mejor de los casos, todo es muy difícil.
– Volverá a verlos cuando termine la guerra.
Él asintió, preguntándose cuándo sería eso, cuándo les permitiría el Führer regresar a sus casas, y si su ex esposa le permitiría ver a sus hijos, o si le diría que ya había transcurrido mucho tiempo y que no deseaban verle. Empleó muchas triquiñuelas con él, y todavía se sentía dolido y enojado por ello.
– ¿Y su bebé? -preguntó para cambiar de tema-. Dijo que lo tendría en agosto. Debe de faltar muy poco. -Se preguntó lo extraño que le parecería a todo el mundo si le permitía tenerlo allí, en el château, con la ayuda de sus médicos, y si eso no levantaría murmuraciones. Quizá fuera más fácil enviar a uno de los médicos a su casa-. ¿Le resultó fácil con su primer hijo?
Le parecía muy extraño hablar de ese tema con él y, sin embargo, allí estaban, en medio del bosque, a solas, como apresador y prisionera. ¿Le importaba lo que pudiera decirle? ¿Quién se enteraría si se lo dijera? De hecho, ¿quién se enteraría si se convertían en amigos, siempre y cuando no hicieran daño a nadie y nada saliera perjudicado?
– No, no fue nada fácil -admitió-. Phillip pesó cinco kilos al nacer. Fue bastante duro. Mi esposo nos salvó a los dos.
– ¿No había ningún médico? -preguntó sorprendido.
Estaba convencido de que la duquesa habría tenido a su hijo en alguna clínica privada de París, pero su respuesta le sorprendió aún más.
– Quería tenerlo aquí. Nació el mismo día que se declaró la guerra. El médico de la localidad se había marchado a Varsovia, y no había nadie más. Sólo William…, mi marido. Creo que él se asustó más que yo. A partir de un cierto momento, ya no supe lo que ocurría. Pareció tardar mucho tiempo y… -Le ahorró los detalles y le sonrió tímidamente-. Pero no importa, es un niño encantador.
Se sintió conmovido por sus palabras, por la inocencia y la franqueza y también por su belleza.
– ¿No tiene miedo esta vez?
Sarah dudó antes de contestar. Por algún motivo, no quería mentirle, aunque sin saber por qué. Pero sabía que le agradaba, a pesar de quién era, de dónde se había instalado y de cómo se habían conocido. Sólo había sido amable y decente con ella, y había intervenido en dos ocasiones para protegerla.
– Un poco -admitió-, pero no mucho.
Confiaba en que esta vez todo fuera más rápido, y el bebé más pequeño.
– Las mujeres me han parecido siempre tan valientes. Mi esposa tuvo a nuestros dos hijos en casa. Fue algo hermoso, aunque, en su caso, le resultó relativamente fácil.
– Fue afortunada -dijo Sarah sonriendo.
– Quizá podamos ayudarla esta vez con algo de nuestra experiencia alemana -dijo riendo, mientras ella se ponía seria.
– La última vez quisieron hacerme una cesárea, pero yo no quise.
– ¿Por qué no?
– Porque quería tener más hijos.
– Algo admirable por su parte. Y valeroso. Como acabo de decirle, las mujeres son muy valientes. Si los hombres tuviéramos que tener los hijos, creo que no habría niños.
Ella se echó a reír ante el comentario. Luego hablaron de Inglaterra, y él preguntó por Whitfield. Sarah se mostró intencionadamente ambigua. No quería comunicarle ningún secreto, pero lo que a él le interesaba era el espíritu, las historias, la tradición. Realmente, parecía gustarle mucho todo lo relacionado con Inglaterra.
– Tendría que haber vuelto -dijo ella con tristeza-. William me lo pidió, pero a mí me pareció que estaría más segura aquí. Jamás se me ocurrió pensar que Francia pudiera rendirse a los alemanes.
– Nadie se lo imaginó. Creo que incluso a nosotros nos sorprendió la rapidez con que se produjo -confesó, y entonces añadió algo que sabía no debía decir. Pero confió en ella y, además, no había forma de que pudiera traicionarle-. Creo que hizo lo correcto al quedarse aquí. Usted y sus hijos estarán más seguros.
– ¿Más que en Whitfield? -preguntó ella sorprendida, mirándole con una expresión de extrañeza, preguntándose qué habría querido decir.
– No necesariamente más que en Whitfield, pero sí en Inglaterra. Tarde o temprano la Luftwaffe dirigirá toda su fuerza sobre Gran Bretaña. Cuando eso suceda, será mejor que usted esté aquí.
Sarah se preguntó si no tendría razón. Más tarde, mientras caminaban de regreso hacia la casita, se le ocurrió pensar que quizás él le había dicho algo que no debía. Supuso que los británicos estarían enterados de los planes de la Luftwaffe y que quizá tenía razón: allí estaría más segura. Pero, en cualquier caso, lo cierto era que ahora ya no tenía otra opción. Era su prisionera.
No volvió a verle durante varios días, hasta que, a finales de julio, volvió a encontrárselo en el bosque. Parecía inquieto y cansado, pero la saludó alegremente cuando ella le agradeció los alimentos que habían empezado a aparecer delante de su puerta. Al principio, fueron bayas para el niño; luego, una cesta de frutas, y finalmente hogazas de pan de las que preparaban sus panaderos en el château, y cuidadosamente envuelto en papel de periódico, bien oculto a las miradas indiscretas, un kilo de café.
– Muchas gracias -le dijo con cautela-. No tiene por qué hacerlo.
Él no les debía nada. Simplemente, pertenecía a las fuerzas de ocupación.
– No quiero comer mientras ustedes pasan hambre. -Su cocinero había preparado una maravillosa tarta Sacher la noche anterior, y tenía la intención de enviarle lo que quedaba de ella, pero no se lo dijo mientras caminaban sin prisa hacia la casa del guarda. Ella parecía caminar más despacio, y observó que había engordado mucho durante la última semana-. ¿Necesita alguna cosa, Su Gracia?
Se volvió hacia él, sonriente. Siempre se dirigía a ella llamándola por su título.
– ¿Sabe? Creo que podría llamarme Sarah.
Él ya conocía su nombre. Lo había visto al requisar su pasaporte. Y también sabía que estaba a punto de cumplir los veinticuatro años dentro de pocas semanas. Conocía los nombres de sus padres, y sus direcciones en Nueva York, así como lo que ella sentía respecto de algunas cosas, pero, en realidad, no la conocía como persona. Su curiosidad por ella no tenía límites. Pensaba en ella mucho más de lo que hubiera estado dispuesto a admitir. Pero Sarah no imaginaba nada de esto mientras caminaba a su lado. Sólo veía que era un hombre atento, dispuesto a ayudarla en todo lo que pudiera y le permitiera el cargo que desempeñaba allí.