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Desde aquella noche, Sarah vio a Joachim casi a diario, sin proponérselo. Él conocía ahora cuándo solía ella salir a pasear, y siempre aparecía entonces, aparentemente por casualidad. A cada día que pasaba caminaban un poco más despacio. A veces, llegaban hasta el río y otras hasta la granja. Poco a poco, empezaba a conocerla. También intentaba conocer al pequeño Phillip, que, sin embargo, se mostraba reticente y tímido, como lo habían sido sus propios hijos a esa edad. Pero Joachim era increíblemente cariñoso con él, ante el descontento de Emanuelle, que no aprobaba nada o nadie que fuera alemán.

Pero Sarah sabía que era un hombre decente. Ella tenía más experiencia del mundo que Emanuelle, a pesar de que tampoco le gustaran los alemanes. No obstante, había veces en que él la hacía reír y otras en que se mostraba serena, y el comandante sabía entonces que estaba pensando en su esposo.

Imaginaba los momentos difíciles por los que ella estaba pasando. Llegó el día de su cumpleaños, y no recibió noticias de William o de sus padres. Se hallaba separada y aislada de todos aquellos a los que amaba, de sus padres, su hermana, su esposo. Lo único que le quedaba ahora era su hijo, y el bebé que estaba a punto de nacer y que le había dejado William.

Pero, ese mismo día, Joachim le trajo un libro que había significado mucho para él cuando estuvo en Oxford y que era uno de los pocos objetos personales que había traído consigo.

Era un gastado ejemplar de poemas de Rupert Brooke, que a ella le encantó. Pese a esto, no fue un cumpleaños feliz para ella. Pensaba ominosamente en las noticias que se recibían de la guerra, y le angustiaban los bombardeos sobre Gran Bretaña. Los ataques sobre Londres se había iniciado el 15 de agosto, y le desgarraba el corazón pensar en las personas que conocía y que debían estar allí, sus amigos, los parientes de William, los niños…, Joachim ya le había advertido que pasaría, pero no lo esperaba tan pronto, ni comprendió plenamente lo destructivo que sería. Londres estaba siendo devastada.

– Ya te lo dije -le comentó Joachim-. Aquí estás más segura. Sobre todo ahora, Sarah.

Su voz era afable y la ayudó cortésmente a superar un pequeño obstáculo en el camino. Al cabo de un rato se sentaron sobre unas piedras. Él sabía que era mucho mejor no hablar de la guerra, sino de otras cosas que no alteraran el estado de ánimo de Sarah.

Le habló de sus viajes de niño por Suiza, y de las travesuras de su hermano cuando ambos eran pequeños. Se quedó impresionado desde el principio al ver lo mucho que su hermano se parecía a su hijo. Phillip ya caminaba, con sus rizos dorados y sus ojos azules, y cuando Joachim estaba con su madre o Emanuelle, el niño lo miraba con desconfianza.

– ¿Por qué no has vuelto a casarte? -le preguntó Sarah una tarde, mientras permanecían sentados, descansando.

La criatura estaba ya tan abajo que ella casi no podía moverse, pero le gustaba pasear con él y no quería dejarlo ahora. Era un alivio hablar con él y, sin darse cuenta siquiera, había empezado a contar con su presencia.

– Nunca volví a enamorarme -contestó con sinceridad, sonriéndole, y hubiera querido añadir: «Hasta ahora». Pero no lo dijo-. Quizá sea terrible, pero lo cierto es que ni siquiera estoy seguro de que me enamorara de la que fue mi esposa. Éramos jóvenes y nos conocíamos desde niños. Creo que eso era lo que… se esperaba de nosotros -explicó.

Sarah sonrió. Se sentía tan a gusto con él que no le pareció necesario seguir manteniendo secretos.

– Yo tampoco amé a mi primer marido -admitió.

Él se volvió a mirarla, sorprendido. Siempre había en ella cosas que le extrañaban, como lo fuerte que era, lo respetuosa y fiel que se mostraba con su esposo.

– ¿Estuviste casada antes? -preguntó realmente asombrado.

– Durante un año. Con alguien a quien conocía de toda la vida, como te pasó a ti con tu esposa. Fue terrible. Jamás deberíamos habernos casado. Cuando nos divorciamos me sentí tan avergonzada que permanecí oculta un año. Mis padres me trajeron entonces a Europa y así fue como conocí a William. -Todo parecía tan sencillo de explicar ahora, pensó. Pero no lo había sido entonces. Las situaciones por las que tuvo que pasar le resultaron muy dolorosas-. Lo pasé bastante mal durante un tiempo, pero con William… -y sus ojos se iluminaron al pronunciar el nombre-, con William todo fue muy diferente.

– Tiene que ser todo un hombre – dijo Joachim con tristeza.

– Lo es. Soy una mujer afortunada.

– Y él un hombre con mucha suerte.

La ayudó a incorporarse, continuaron caminando hasta la granja y luego regresaron. Pero al día siguiente ella ya no pudo hacerlo, y él permaneció tranquilamente sentado a su lado, en el parque. Sarah parecía más serena de lo habitual, más nostálgica y pensativa. Al otro día, sin embargo, dio la impresión de haberse recuperado, de volver a ser ella misma, e insistió en ir a pasear hasta el río.

– ¿Sabes? A veces me preocupas -dijo él mientras recorrían la orilla.

Ella se movía hoy con mayor vivacidad, y parecía haber recuperado su sentido del humor.

– ¿Por qué? -preguntó, intrigada.

Le resultaba extraño imaginar que el jefe de las fuerzas alemanas de ocupación en la zona estuviera preocupado por ella y, sin embargo, veía que se habían hecho amigos. Era un hombre serio, fuerte y, desde luego, muy amable y decente. Y a ella le gustaba.

– Haces demasiadas cosas. Soportas demasiado sobre tus hombros.

Ya se había enterado de lo mucho que había trabajado para restaurar ella misma el château, algo que seguía admirándole. Un día la acompañó por algunas de las habitaciones y quedó impresionado por la precisión y profesionalidad de algunos de los trabajos de reparación que había hecho. Después, le mostró todo lo que había hecho en los establos.

– No creo que hubiera permitido que lo hicieras de haber sido mi esposa -comentó con firmeza, ante lo que ella se echó a reír.

– En tal caso, supongo que hice bien en casarme con William.

Él le sonrió, nuevamente envidioso de William, pero contento de haberla conocido. Aquel día se demoraron más de lo habitual ante la puerta. Era como si esta tarde ella no deseara verle partir y por primera vez, antes de marcharse, ella extendió una mano, tocándole la suya y dándole las gracias.

Ese gesto le dejó asombrado y le llegó hasta el fondo del alma, aunque fingió no darse cuenta.

– ¿Por qué?

– Por dedicar tiempo a pasear conmigo…, y por hablarme.

Contar con él para charlar había terminado por significar mucho para ella.

– Espero con impaciencia el verte…, quizá más de lo que te puedas imaginar -dijo él con voz casi inaudible. Ella apartó la mirada, sin saber qué decir-. Quizá cada uno de nosotros sea afortunado por el hecho de que el otro esté aquí, como una especie de destino más elevado. Esta guerra habría sido mucho peor si tú no hubieras estado aquí, Sarah. -En realidad, no se sentía tan feliz desde hacía años, y lo único que le asustaba era saber que la amaba, que algún día tendría que irse y que ella regresaría junto a William, sin saber lo que había sentido por ella, ni todo lo que había significado para él-. Gracias a ti -añadió deseando acariciarle el rostro, el cabello, los brazos, pero sin ser tan valiente o estúpido como habían sido sus soldados.

– Te veré mañana entonces -dijo ella con suavidad.

Pero a la tarde siguiente vigiló la puerta de la casita y se preocupo al ver que no aparecía. Se preguntó si se encontraría mal, y esperó hasta el anochecer antes de dirigirse a verla. Las luces estaban encendidas y vio a Emanuelle a través de las ventanas de la cocina. Golpeó en una de ellas y la muchacha acudió a abrirle, con el ceño fruncido, y sosteniendo a Phillip en los brazos, que parecía inquieto.