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– ¿Está enferma Su Gracia? -le preguntó en francés.

Al principio, la muchacha negó con la cabeza, pero luego vaciló y finalmente decidió contárselo. Sabía que, al margen de lo que ella misma pensara de él y los de su clase, aquel hombre le caía bien a Sarah. A ella, en cambio, no le gustaba. Eso era algo que Emanuelle nunca había puesto en duda. Pero existía un extraño respeto mutuo entre ambos.

– Va a tener el niño.

Pero había algo más en sus ojos, una débil expresión de temor que él percibió casi más que vio, algo que le hizo acordarse de lo que Sarah le había dicho sobre su parto anterior.

– ¿Van bien las cosas? -preguntó mirando a la muchacha intensamente a los ojos.

Emanuelle dudó y luego asintió, ante lo que él se mostró aliviado, porque todas sus enfermeras y los dos médicos se habían marchado a París para asistir a una conferencia. Como quiera que en esos momentos no había heridos graves, habían decidido dejar a los ordenanzas a cargo de todo.

– ¿Está segura de que se encuentra bien? -insistió.

– Sí, lo estoy -espetó ella-. Yo también estuve con ella la primera vez.

Le dijo que le presentara a Sarah sus respetos y se marchó, pensando en ella, en el dolor que debía experimentar ahora, en el niño que estaba a punto de llegar, deseando que fuera suyo y no de otro.

Regresó al estudio de William y permaneció allí sentado durante largo rato. Sacó de un cajón la fotografía de ella que había encontrado. Reía de un comentario que había dicho alguien, y estaba junto a William, en Whitfield. Formaban una excelente pareja. Volvió a guardar la foto y se sirvió una copa de coñac. Acababa de bebérsela cuando entró uno de los hombres que estaban de servicio.

– Alguien ha venido a verle, señor.

Eran las once de la noche, y ya se disponía a acostarse, pero salió del despacho y le sorprendió ver a Emanuelle, de pie en el vestíbulo.

– ¿Ocurre algo? -preguntó, preocupado por Sarah.

Emanuelle empezó a agitar las manos y hablar de manera atropellada.

– Las cosas no van bien otra vez. El niño no quiere salir. La otra vez… el señor duque lo hizo todo. Le gritó… y tardó horas… Yo la apretaba, y finalmente él tuvo que tirar del niño.

«¿Por qué no habré dejado de guardia a alguno de los médicos?», se preguntó acusadoramente. Sabía que la vez anterior ella había tenido un parto difícil, y ni siquiera se le ocurrió pensar en ello cuando los médicos se marcharon a París. Agarró la chaqueta y siguió a Emanuelle. Nunca había ayudado a traer un niño al mundo, pero no había absolutamente nadie que pudiera ayudarles. Y sabía que tampoco quedaban médicos en el pueblo. No había ninguno desde hacía meses. No podía enviar a buscar a nadie para que la ayudara.

Al llegar a la casa, con todas las luces encendidas, echó a correr escalera arriba y vio que el pequeño Phillip se hallaba profundamente dormido en su cuna, en la habitación contigua a la de Sarah. Al verla, comprendió en seguida lo que había querido decirle Emanuelle. Se agitaba terriblemente, sumida en un profundo dolor, y la muchacha le dijo que estaba de parto desde aquella mañana. Habían transcurrido dieciséis horas desde que empezó.

– Sarah -dijo con ternura, sentándose junto a ella, en la única silla que había en la habitación-. Soy Joachim. Siento haber venido yo, pero no hay nadie más -se disculpó.

Ella asintió con un gesto, consciente de su presencia, y no pareció importarle. Le dio una mano, le cogió la suya y empezó a gritar cuando sintió de nuevo el dolor, que parecía continuar interminablemente.

– Es terrible… Peor que la última vez… No puedo… William…

– Sí, sí que puedes. Yo estoy aquí para ayudarte. – Su voz sonaba muy serena y Emanuelle salió de la habitación para traer más toallas-. ¿Ha empezado a salir? -preguntó mirándola a los ojos.

– No lo creo… Yo… -Se agarró entonces a sus dos manos-. Oh, Dios… Oh, lo siento… ¡Joachim! ¡No me dejes!

Era la primera vez que lo llamaba por su nombre, aunque él había pronunciado con frecuencia el suyo. Hubiera querido tomarla entonces entre sus brazos, decirle lo mucho que la amaba.

– Sarah, por favor… Tienes que ayudarme, todo va a salir bien.

Le dijo a Emanuelle cómo tenía que sujetarle las piernas y los

hombros cuando llegaran los dolores, para que ella pudiera empujar a la criatura con mayor facilidad. Sarah se debatió presa de dolor al principio, pero la voz de él sonó serena y fuerte, y daba la impresión de saber lo que estaba haciendo. Al cabo de una hora empezó a verse la cabeza del bebé, y ella no sangraba tanto como la primera vez. Evidentemente, se trataba de otro niño muy grande y era obvio que tardaría en nacer, pero Joachim había decidido quedarse allí y ayudarla durante todo el tiempo que hiciera falta. Era ya casi por la mañana cuando por fin terminó de salir la cabeza, con el rostro arrugado, pero, a diferencia de Phillip, el niño no lloraba y en la habitación sólo reinaba un silencio ominoso. Emanuelle le miró, preocupada, sin saber qué podía significar aquello, mientras él observaba al bebé con atención. Entonces, se volvió rápidamente hacia Sarah.

– Sarah, tienes que empujar con fuerza para que salga -le dijo con tono de urgencia, mirando una y otra vez la cara azulada del bebé-. Vamos, ahora… ¡Empuja, Sarah, ahora! -le ordenó como si fuera más un soldado que un médico, o un esposo.

Le ordenaba que lo hiciera y esta vez fue él quien hizo lo que había hecho Emanuelle la vez anterior, presionó con fuerza sobre su estómago para ayudarla. Entonces, poco a poco, el bebé fue saliendo, hasta que quedó inmóvil entre las piernas de ella, sobre la cama. Sarah lo miró y lanzó un grito de pena.

– ¡Está muerto! ¡Dios mío, está muerto! -gritó, mientras él lo cogía entre las manos, todavía sujeto a la madre.

Era una niña, pero no parecía haber vida en ella. La sostuvo en alto, dándole masajes en la espalda y ligeros golpecitos. Le dio unas palmadas en las plantas de los pies y luego la sacudió, sosteniéndola boca abajo. Y, de repente, al hacerlo, una gran masa de moco le cayó de la boca, el bebé abrió la boca y lanzó un berrido y se puso a llorar con más fuerza que cualquier otro recién nacido que hubiera oído. Joachim estaba cubierto de sangre, y lloraba casi tanto como Sarah y Emanuelle, alborozado ante la belleza de la vida. Cortó entonces el cordón umbilical y le entregó la niña a Sarah, con una tierna sonrisa. No podría haberla amado más de haber sido él mismo el padre de la niña.

– Tu hija -le dijo, depositándola con cuidado junto a Sarah, envuelta en una sábana limpia.

Luego fue a lavarse las manos, haciendo todo lo posible por limpiarse la camisa, y un momento más tarde regresó junto a Sarah, que le tendió una mano. Aún lloraba cuando le tomó la mano, se la acercó a los labios y la besó.

– Joachim, la has salvado.

Las miradas de ambos se encontraron, sosteniéndose durante largo rato, y él experimentó el poder de haber compartido el don de la vida con ella durante estas últimas horas.

– No, no he sido yo -dijo, negando lo que había hecho-. Me he limitado a hacer lo que he podido. Pero Dios ha tomado la decisión por nosotros. Siempre lo hace así. -Contempló a la tranquila niña, tan rosada, redonda y bonita. Era una pequeña hermosa y, a excepción de la pelusilla rubia de la cabeza, era igual que Sarah-. Es muy hermosa.

– ¿Verdad que sí?

– ¿Cómo la vas a llamar?

– Elizabeth Annabelle Whitfield.

Ella y William ya lo habían decidido mucho antes, y ahora le pareció que era un nombre muy apropiado para aquella hermosa criatura que dormía pacíficamente.

Después, la dejó y regresó de nuevo al acabar la tarde para ver cómo les iba. Phillip contemplaba a la niña, fascinado, pero acurrucándose junto a su madre.