Pero al año siguiente, hasta las más férreas esperanzas de Sarah empezaron a apagarse, a pesar de que no quiso admitirlo ante nadie, ni siquiera ante Joachim. Para entonces, había transcurrido ya mucho tiempo desde la desaparición de William, más de un año, y ninguno de los servicios de inteligencia había logrado saber nada de él. Incluso Joachim había intentado averiguar algo discretamente, procurando que eso no les causara ningún problema. La opinión generalizada a ambos lados del canal parecía ser la de que William había muerto en marzo de 1942, cuando fue lanzado en paracaídas sobre Renania. Ella seguía sin creerlo pero ahora, cuando pensaba en él, a veces parecían desvanecerse hasta sus más preciados recuerdos, y eso la asustaba. No le había visto desde hacía cuatro años. Era demasiado tiempo, incluso para un amor tan grande como el que ellos habían compartido, y resultaba difícil conservar la fe ante tan poca esperanza y tanta angustia.
Ese año pasó las Navidades tranquilamente, en compañía de Joachim, que se mostraba increíblemente dulce y cariñoso con todos ellos. Se portaba con una amabilidad particular con Phillip, que estaba creciendo sin un padre, y que no guardaba ningún recuerdo de William porque en aquel entonces no tenía edad suficiente para recordarlo. En la mente del niño, Joachim era un amigo especial, y le gustaba de una forma pura y sencilla, lo mismo que a Sarah, que seguía odiando todo lo que los alemanes representaban, a pesar de lo cual no podía odiarle a él. Era un hombre demasiado íntegro, que trabajaba duro con los heridos que llegaban al château para recuperarse. Algunos de ellos no tenían esperanza alguna, sin piernas, sin futuro, sin hogar al que regresar. De algún modo, él se las arreglaba para pasar un rato con cada uno de ellos, hablándoles durante horas, dándoles esperanzas, insuflando en ellos el deseo de seguir adelante, del mismo modo que hacía a veces con Sarah.
– Eres un hombre extraño -le dijo ella un día, sentados en la cocina.
Emanuelle estaba con su familia y Henri se hallaba ausente desde hacía dos semanas, en algún rincón de las Árdenas, según le había dicho Emanuelle. Y Sarah había aprendido a no hacer más preguntas. Ahora Emanuelle ya tenía 21 años y llevaba una vida llena de pasión y de peligro. Su vida se había complicado mucho. El hijo del alcalde empezó a sospechar de ella, y finalmente hubo una gran pelea cuando Emanuelle decidió abandonarle. Ahora se veía con uno de los oficiales alemanes. Sarah no dijo nada pero sospechaba que se dedicaba a sacarle información que luego pasaba a la resistencia. Pero Sarah se mantenía al margen de todo eso. Seguía haciendo todo lo posible por restaurar el château poco a poco, ayudaba a los médicos en las urgencias, cuando se lo pedían o sabía que la necesitaban desesperadamente. El resto del tiempo se lo pasaba cuidando de sus hijos. Phillip ya tenía cuatro años y medio y Elizabeth un año menos. Eran unos niños encantadores. Phillip estaba empezando a ser tan alto como apuntaba desde su nacimiento, y Elizabeth la sorprendió con su delicadeza y su constitución, más pequeña que la de su madre. En cierto sentido, era una niña frágil, como ella misma al nacer, y sin embargo estaba llena de vida y hacía muchas travesuras. Todo aquel que veía a Joachim con ellos se daba cuenta de que los adoraba. Les había traído juguetes de Alemania la noche antes de la víspera de Navidad, y les ayudó a decorar el árbol, arreglándoselas para encontrar una muñeca para Lizzie, que se apoderó inmediatamente de ella, la apretó entre sus brazos y la acunó como su «bebé».
Pero fue Phillip quien saltó sobre las piernas de Joachim, le pasó los brazos alrededor del cuello y se apretó contra él, mientras Sarah fingía no verlo.
– No nos dejarás como ha hecho mi papá, ¿verdad? -preguntó el niño con expresión preocupada.
Sarah sintió que las lágrimas le escocían en los ojos al oírle hacer aquella pregunta, pero Joachim se apresuró a responder.
– Tu papá no quiso marcharse, ¿sabes? De haber podido, estoy seguro de que se encontraría ahora mismo aquí, con vosotros.
– Entonces, ¿por qué se marchó?
– Tuvo que hacerlo. Es un soldado.
– Pero tú también lo eres y no te has marchado, -replicó el niño con la mayor lógica, sin darse cuenta de que Joachim había tenido que dejar a sus propios hijos y hogar para venir aquí.
El pequeño volvió a rodearle el cuello con los brazos y se quedó allí hasta que Joachim lo acostó en la cama y Sarah llevó a la pequeña. Phillip seguía mostrando una gran pasión por su hermana, algo que siempre gustó a Sarah.
– ¿Crees que todo habrá terminado este año? -preguntó Sarah con tristeza mientras tomaban una copa de coñac, una vez acostados los niños.
Él había traído una botella de Courvoisier, y era fuerte, pero agradable.
– Espero que sí. -Parecía como si la guerra no fuera a acabar nunca-. A veces parece interminable. Cuando veo a esos muchachos que nos envían, día tras día, semana tras semana, año tras año, me pregunto si habrá alguien que vea la insensatez de todo esto, y que no vale la pena.
– Creo que ésa es la razón por la que estás aquí, y no en el frente -dijo Sarah sonriéndole.
Joachim odiaba la guerra casi tanto como ella.
– Me alegro de haber estado aquí -dijo él con suavidad. Confiaba en haberle hecho la vida más fácil, y así había sido, en muchos aspectos. Entonces, se llegó a la mesa y le acarició la mano, cautelosamente. La conocía desde hacía tres años y medio, un tiempo que, por así decirlo, parecía toda una vida-. Eres muy importante para mí -le dijo con expresión serena, y entonces, dejándose llevar por el efecto del coñac y las emociones del día, ya no pudo ocultar sus emociones por más tiempo-. Sarah -dijo con voz apagada y a un tiempo amable-. Quiero que sepas lo mucho que te amo.
Ella apartó la mirada, tratando de ocultar sus propios sentimientos, ante él y ante sí misma. Sabía que no podía…, al margen de lo que sintiera por este hombre, por respeto a William.
– Joachim, no… por favor -le imploró y el tomó la mano entre las suyas y la sostuvo.
– Dime que no me amas, que nunca podrás amarme, y jamás volveré a pronunciar esas palabras… Pero lo cierto es que te amo, Sarah, y creo que tú también me amas. ¿Qué estamos haciendo? ¿Por qué nos ocultamos? ¿Por qué nos limitamos a ser amigos cuando podríamos ser mucho más?
Ahora, quería más de ella. Había esperado durante años y la deseaba intensamente.
– Te amo -susurró ella desde el otro lado de la mesa, aterrorizada por lo que acababa de decir, casi tanto como por lo que sentía. Pero lo sabía desde hacía tiempo, y había tratado de resistirse, por William-. Sin embargo, no podemos hacer esto.
– ¿Por qué no? Somos adultos. El mundo parece acercarse a su fin. ¿Es que no se nos va a permitir un poco de felicidad? ¿De alegría? ¿Algo de sol…, antes de que todo haya terminado?
Habían visto tanta muerte, tanto dolor a su alrededor, y se sentían tan cansados.
Ella sonrió al oír sus palabras. También le amaba. Amaba al hombre que era, lo que hacía por sus hijos y por ella.
– Tenemos nuestra amistad…, y nuestro amor. Pero no el derecho a tener más mientras William esté con vida.