Al final, fue el propio Joachim quien se encargó de todo. Se llegó al pueblo para conseguir un pequeño ataúd para ella, y los dos juntos, llorando, la depositaron dentro. Sarah le había peinado el cabello, le había puesto su vestido más bonito, y colocó su muñeca favorita a su lado. Era lo más triste que le había sucedido jamás, y casi se sintió morir cuando hicieron descender el ataúd en la fosa. Todo lo que pudo hacer fue cogerse a Joachim y llorar, mientras el pobre Phillip permanecía a su lado, aferrado a la mano de su madre, incapaz de creer lo que había sucedido.
Phillip mostraba un aspecto grave y cuando empezaron a arrojar paletadas de tierra sobre el ataúd, se adelantó para impedirlo. Joachim lo sostuvo con suavidad y el niño, entre gimoteos, se volvió furiosamente hacia su madre.
– ¡Me has mentido! ¡Me has mentido! -gritó, temblando y sollozando-. La has dejado morir…, a mi bebé…, mi bebé.
El niño estaba inconsolable, abrazado a Joachim, sin permitir que Sarah se le acercara. Había querido tanto a Lizzie que ahora no podía soportar haberla perdido.
– Phillip, por favor… -dijo Sarah, apenas capaz de pronunciar las palabras, sujetándolo por los brazos con los que el niño intentaba pegarle.
Lo tomó en brazos y lo llevó suavemente de regreso a la casa. Aquella noche lo acunó durante largo rato, mientras el pequeño sollozaba angustiado por «su bebé».
Fue algo inconcebible para todos ellos. Hacía unas horas estaba allí y ahora se había marchado para siempre. Durante varios días, Sarah se sintió como sumida en un trance, lo mismo que Phillip. Iban de un lado a otro de la casa, esperándola; subían a las habitaciones y creían verla allí, para descubrir que sólo había sido como una broma cruel. Sarah estaba tan ciega de dolor que Joachim ni siquiera se atrevió a contarle lo que estaba ocurriendo, y fue cuatro semanas más tarde, una vez desembarcados los aliados, cuando tuvo que decirle que se marchaban.
– ¿Qué? -Se quedó mirándolo; aún llevaba el mismo vestido negro que se ponía desde hacía semanas. Tenía la sensación de ser muy vieja y el vestido le colgaba como a un espantapájaros -. ¿Qué estás diciendo?
De hecho, parecía no comprender nada.
– Que nos marchamos -contestó él-. Hemos recibido las órdenes hoy. Nos retiramos mañana.
– ¿Tan pronto?
Mostraba un aspecto enfermizo. Era una pérdida más, una pena más.
– Hace cuatro años que estamos aquí -le dijo él sonriendo tristemente-. Es bastante tiempo para tener invitados en casa, ¿no te parece?
Le devolvió la triste sonrisa. Apenas si podía creer que él se marchara.
– ¿Qué significa esto, Joachim?
– Los americanos están en Saint-Lô. No tardarán en llegar aquí y luego seguirán hacia París. Estarás a salvo con ellos. Cuidarán de ti.
Eso, al menos, le tranquilizaba.
– ¿Y tú? -preguntó, frunciendo el ceño, preocupada-. ¿Correrás algún peligro?
– Me envían a Berlín, y luego trasladaremos el hospital a Bonn. Se conoce que a alguien le ha gustado lo que hemos hecho aquí. -Lo que sus superiores no sabían era el poco entusiasmo con que lo había hecho-. Creo que me dejarán allí hasta que todo haya pasado. Sólo Dios sabe cuánto tiempo tardará en suceder eso. Pero volveré en cuanto todo haya terminado.
Le resultaba extraño creer que fuera a marcharse después de cuatro años, y sabía lo mucho que le echaría de menos. Había significado tanto para ella…, pero sabía que no podía prometerle el futuro que él deseaba. En el fondo de su corazón, su vida todavía le pertenecía a William. Quizás ahora incluso más, después de la muerte de Lizzie, que había sido como perder una parte de él. Y ahora más que nunca anhelaba a William. Habían enterrado a la niña en un lugar apartado, cerca del bosque por donde ella siempre había paseado con Joachim, y sabía que nada de lo que pudiera ocurrir en su vida sería tan terrible o doloroso como la pérdida de Lizzie.
– No podré escribirte -le explicó él y ella lo entendió.
– A estas alturas, ya debería estar acostumbrada. Sólo he recibido cinco cartas en los cuatro últimos años. -Una de Jane, dos de William, una del duque de Windsor y otra de la madre de William. Y ninguna de aquellas cartas le había dado buenas noticias-. Estaré atenta a las noticias.
– Me pondré en contacto contigo en cuanto pueda. -Se acercó más a ella y la sostuvo contra sí-. ¡Santo Dios, cómo te voy a echar de menos!
Y, al decirlo, ella también se dio cuenta de lo mucho que le echaría de menos a él, de lo sola que se quedaría y de lo sola que estaba incluso ahora. Le miró con tristeza.
– Yo también te echaré de menos -dijo con sinceridad.
Dejó entonces que la besara, mientras Phillip les miraba con una extraña expresión de cólera en su rostro.
– ¿Me permitirás tomarte una fotografía antes de marcharme? -preguntó.
– ¿Con esta pinta? -gimió ella-. Dios santo, Joachim. Tengo un aspecto penoso.
De todas maneras, se iba a llevar consigo la que había guardado durante tanto tiempo en el cajón del despacho, en la que estaba con su esposo en Whitfield, cuando todos ellos eran despreocupados y jóvenes y la vida todavía no les había cobrado su precio. Sarah, por aquel entonces, todavía no había cumplido los veintiocho años, pero parecía tener más.
Joachim le entregó una pequeña foto suya, y se pasaron toda esa noche hablando. A él le habría gustado pasarla en la cama, en su compañía, pero nunca se lo pidió y sabía que tampoco debía hacerlo. Ella pertenecía a esa rara clase de mujeres que conserva su integridad; era un ser humano de un mérito extraordinario, y una gran dama.
Al día siguiente, ella y Phillip se quedaron de pie ante la puerta, viéndoles partir. Phillip se cogió a él como a una tabla de salvación, pero Joachim le explicó que tenía que marcharse y dejarlos. Sarah se preguntó si el niño sentiría su ida como la pérdida de otro vínculo con Lizzie. Fue una situación difícil, dolorosa y confusa para todos. Sólo Emanuelle estaba contenta al saber que se marchaban. Los soldados partieron primero, con los camiones apenas cargados con los pocos suministros médicos que les quedaban; los medicamentos que no habían sido suficientes para salvar a Lizzie. A continuación lo hicieron las ambulancias con los pacientes más graves.
Antes de marcharse, Joachim visitó la tumba de la pequeña, acompañado por Sarah. Se arrodilló un momento ante ella y dejó un pequeño ramillete de flores amarillas. Los dos lloraron, y él abrazó a Sarah por última vez, lejos de sus hombres que, de todos modos, lo sabían. Estaban enterados de lo mucho que la amaba, pero también sabían, como suele suceder entre los soldados que conviven juntos, que nunca había ocurrido nada entre ellos. Y también la respetaban a ella por eso. Para ellos, Sarah era la personificación de la esperanza, el amor y la decencia. Siempre había sido amable y solícita, sin que importara lo que pudiera pensar de su guerra o de qué lado luchaban. Y, en el fondo de sus corazones, confiaban en que sus propias esposas hubieran sabido comportarse como ella. La mayoría de los hombres que habían llegado a conocerla hubieran dado sus vidas por protegerla, como habría hecho Joachim.
Permaneció de pie, contemplándola, mientras su coche aguardaba y el conductor dirigía discretamente la mirada hacia otra parte. Joachim atrajo a Sarah hacia él.