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– Te he amado más que a ninguna otra persona en mi vida -le dijo, temeroso de que la mano del destino no le permitiera volver a verla, y deseando que lo supiera-. Más incluso que a mis propios hijos.

La besó con ternura y ella se abrazó a él por un instante, con intención de decirle todo lo que había sentido por él. Pero ahora ya era tarde, y no podía hacerlo. De todos modos, al mirarle a los ojos, él lo vio todo en su mirada.

– Cuídate -le susurró Sarah-. Te amo.

Luego, se inclinó hacia Phillip, todavía aferrado a la mano de Sarah, deseando decirle algo al niño. Todos ellos habían pasado muchas cosas juntos.

– Adiós, pequeño hombre -dijo Joachim silabeando las palabras-. Cuida mucho de tu madre.

Le besó en la cabeza y luego le pasó la mano por el cabello, alborotándoselo. Phillip se le agarró un momento y luego lo soltó. Después, Joachim se incorporó y se quedó mirando a Sarah durante largo rato. Finalmente, le soltó la mano y subió al coche que ya tenía la capota bajada y, sin sentarse, le saludó con la mano hasta que el vehículo llegó a la verja de entrada. Sarah lo vio por última vez, desapareciendo tras una nube de polvo en la carretera, mientras ella permanecía allí de pie, sollozando.

– ¿Por qué has dejado que se marche? -preguntó Phillip mirándola enojado.

– No podíamos hacer otra cosa, Phillip. -La situación era harto complicada como para explicársela a un niño de su edad-. Es un hombre muy bueno, aunque sea alemán, y ahora tiene que regresar a su casa.

– ¿Le quieres?

Ella vaciló antes de contestar. Pero sólo dudó un momento.

– Sí, le quiero. Ha sido un buen amigo para nosotros, Phillip.

– ¿Lo quieres más que a mi papá?

Esta vez, sin embargo, no vaciló ni un instante.

– Desde luego que no.

– Yo sí.

– No, eso no es cierto -dijo ella con firmeza-. Tú ya no te acuerdas de tu padre, pero es un hombre maravilloso. Y la voz le tembló al pensar en William.

– ¿Está muerto?

– No creo que lo esté -contestó cautelosa, no deseando inducirle a engaño, pero queriendo compartir con él su propia fe en que algún día encontrarían a William-. Si tenemos mucha suerte, algún día regresará a casa, con nosotros.

– ¿Volverá Joachim? -preguntó el niño con tristeza.

– No lo sé -confesó con honestidad mientras volvían a entrar en la casita, cogidos de la mano, en silencio.

16

El 17 de agosto, cuando entraron las tropas estadounidenses, Sarah, Phillip y Emanuelle observaron su llegada. Habían oído rumores de que se aproximaban desde hacía varias semanas, y Sarah sentía verdaderos deseos de verlos. Recorrieron el camino de entrada al château en un convoy de jeeps; se asemejaban a los alemanes cuatro años antes. Era como un caprichoso déjà vu, pero en esta ocasión no les apuntaron con armas, ella comprendió todo lo que decían y todos se pusieron a vitorearla al descubrir que era americana, como ellos. Seguía pensando cada día en Joachim, pero sólo podía suponer que habría llegado a Berlín sano y salvo. Phillip hablaba constantemente de él. Sólo Emanuelle no mencionaba nunca a los alemanes.

El oficial al mando de las tropas era el coronel Foxworth, de Texas, un hombre muy agradable, que pidió mil disculpas por verse obligado a alojar a sus hombres en los establos. Pero los demás plantaron tiendas y utilizaron la casa del guarda que ella había abandonado poco antes, e incluso el hotel local. No la hicieron salir de su casa, a la que se había vuelto a trasladar, con Phillip y Emanuelle.

– Ya estamos acostumbradas a eso -dijo ella con una sonrisa, refiriéndose a los hombres alojados en los establos.

El coronel le aseguró que causarían las menores molestias posible. Ejercía un férreo control sobre sus hombres, que se mostraron amistosos, a la vez que sabían mantener las distancias. Tontearon un poco con Emanuelle, que no demostró el menor interés por ellos, y siempre traían caramelos para Phillip.

Todos oyeron el tañido de las campanas cuando los aliados entraron en París. Era el 25 de agosto y Francia era libre por fin. Los alemanes habían sido expulsados de Francia, y sus días de oprobio habían concluido.

– ¿Ya ha terminado todo? -le preguntó Sarah al coronel Foxworth, con incredulidad.

– Casi. Habrá terminado en cuanto lleguemos a Berlín. Pero aquí, al menos, sí ha terminado. Ahora puede usted regresar a Inglaterra si quiere.

No sabía qué hacer, pero pensó que debía ir al menos a Whitfield para ver a la madre de William. Sarah no había salido de Francia desde que se declaró la guerra, cinco años atrás. Resultaba extraño.

Sarah y Phillip marcharon para Inglaterra el día antes del cumpleaños del pequeño, dejando a Emanuelle a cargo del château. Era una muchacha responsable y ella también había pagado su precio en la guerra. Su hermano Henri murió en las Árdenas, durante el invierno anterior. Pero había sido un héroe de la Resistencia.

El coronel Foxworth y los generales de París habían arreglado las cosas para que Sarah y Phillip partieran en un vuelo militar con destino a Londres, y se había armado bastante revuelo al comunicar a la fuerza aérea que esperaran a la duquesa de Whitfield y su hijo, lord Phillip.

Los estadounidenses pusieron a su disposición un jeep para trasladarlos a París, y tuvieron que rodear la ciudad para dirigirse al aeropuerto, al que llegaron con muy poca antelación. Tomó a Phillip en un brazo y echó a correr hacia el avión, llevando en la otra mano una pequeña maleta con sus cosas. Cuando estaba a punto de llegar, un soldado se adelantó y la detuvo.

– Lo siento, señora, pero no puede subir a este avión. Es un vuelo militar…, militaire -repitió en francés, pensando sin duda que ella no le entendía-. Non…, non -insistía moviendo un dedo ante ella.

– ¡Me están esperando! -gritó ella por encima del rugido de los motores-. ¡Nos esperan!

– Este vuelo está reservado para personal militar -le gritó el soldado-. Y alguna vieja… -Y entonces, al darse cuenta de quién era, enrojeció hasta las raíces del cabello y tendió las manos para hacerse cargo de Phillip -. Pensé… Lo siento mucho, señora… Su… Majestad…

Se le había ocurrido pensar, demasiado tarde, que ella era la duquesa a la que esperaban.

– No importa -le sonrió subiendo al avión tras él.

Por lo visto, el soldado esperaba a alguien de más edad, y jamás se le había ocurrido pensar que la duquesa de Whitfield pudiera ser una mujer joven, acompañada de un niño pequeño. Todavía se disculpaba después de acomodarlos en el avión.

El vuelo hasta Londres fue breve. Tardaron menos de una hora en cruzar el canal. Durante el vuelo, algunos oficiales hablaron con ella, admirados de que hubiera podido resistir durante toda la ocupación. Sarah no lo entendía y entonces recordó lo relativamente plácida que había sido su vida durante los cuatro años pasados en la casa del guarda, protegida por Joachim. Al llegar a Londres, un enorme Rolls Royce los esperaba. La iban a llevar directamente al Ministerio del Aire para tener una entrevista con sir Arthur Harris, el comandante en jefe del mando de bombarderos, y con el secretario privado del rey, sir Alan Lascelles, que estaban allí por orden de Su Majestad, y también como representantes del servicio de inteligencia. Le regalaron banderas y una pequeña insignia a Phillip, y todos los secretarios le llamaban milord. Aquello representaba mucho más ceremonial y consideración del que el niño estaba acostumbrado a recibir, pero Sarah observó con una sonrisa que a Phillip parecía gustarle.

– ¿Por qué la gente de casa no me llama así? -le susurró a su madre.