¿Que si podía? ¿Le preguntaban eso después de no haber sabido nada de él durante más de tres años? ¿Estaban bromeando?
– Iré. ¿Pueden facilitarme un medio de transporte? Acudiré en seguida.
– No creo que podamos facilitárselo hasta mañana -dijo la voz con amabilidad-. Las cosas están un poco caóticas por todas partes, con la terrible situación en Berlín, los italianos y todo lo demás.
Toda Europa se hallaba inmersa en el caos, pero ella habría estado dispuesta a cruzar el canal a nado de haber sido necesario.
El Departamento de Guerra volvió a contactar con las fuerzas estadounidenses en Francia y, en esta ocasión, un jeep del cuartel general de las fuerzas aliadas en París fue al château para recoger a Sarah y a Phillip, que esperaban impacientes. Todavía no le había dicho a su hijo por qué razón iban a Londres; no quería desilusionarlo si resultaba que William no era el hombre que habían encontrado, pero al niño le encantaba la perspectiva de visitar de nuevo a su abuela y ver su pony. Sarah decidió que lo enviaría directamente a Whitfield, para que se quedara con su abuela, y el Departamento de Guerra puso a su disposición un vehículo y un conductor para llevarla al hospital donde se alojaban los prisioneros de guerra repatriados desde Alemania. Le habían dicho que aquellos cuatro hombres se encontraban desesperadamente enfermos y alguno de ellos gravemente herido, aunque no le habían comunicado de qué forma, o qué le sucedía a William. A ella no le importaba siempre y cuando él estuviera vivo y pudiera salvarse. Y si estaba con vida, se prometió a sí misma que haría cualquier cosa por salvarle.
El vuelo hasta el aeropuerto de Londres transcurrió sin ningún problema, y el coche que llevaría a Phillip hasta Whitfield ya estaba esperando cuando llegaron. Los soldados saludaron marcialmente a Phillip, con todos los honores militares y al niño le encantó. Luego, acompañaron a Sarah al hospital Real de Chelsea, para ver a los repatriados la noche anterior. Rezaba para que uno de ellos fuera William.
Sólo había entre ellos un hombre que presentaba una remota posibilidad de que fuera él. Tenía aproximadamente la misma altura que William, pero le dijeron que sólo pesaba unos sesenta kilos, tenía el cabello blanco y parecía bastante más viejo que el duque de Whitfield. Sarah no dijo nada mientras se lo explicaban, camino del hospital, y guardó un silencio temeroso mientras la llevaban al primer piso, cruzaban por salas llenas de soldados críticamente enfermos y médicos y enfermeras muy ocupados. Con lo que acababa de suceder en Alemania, tenían mucho que hacer. Estaban trayendo a los hombres por vía aérea con toda la rapidez que podían, y se había pedido ayuda a todos los médicos de Inglaterra.
Habían colocado al hombre que creían era William en una habitación para él solo. Y un ordenanza permanecía de continuo en la habitación para vigilar su respiración. Lo habían entubado por la nariz, conectándolo a un respirador, y sobre él se veían varias máquinas e ingenios mecánicos, incluyendo una tienda de oxígeno, que medio lo ocultaba.
El ordenanza apartó un poco la parte lateral de la tienda para que pudiera verlo e identificarlo, mientras los hombres del Departamento de Guerra se mantenían a una discreta distancia. El hospital todavía esperaba las radiografías dentales del mando de bombarderos para poder establecer una identificación segura. Pero Sarah no las necesitó. Apenas si era reconocible de tan delgado como estaba, y parecía su propio padre, pero al acercarse a la cama, ella alargó una mano y le tocó en la mejilla. Había regresado hasta ella de entre los muertos, y ahora no hizo el menor movimiento, pero en la mente de Sarah no quedó la menor duda. Era William. Se volvió y miró a los presentes y la expresión de su rostro fue suficiente para hacerles comprender, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
– Gracias a Dios… -susurró sir Alan, expresando los propios sentimientos de Sarah.
Ella permaneció como anclada donde estaba, incapaz de apartar la mirada de él, acariciándole el rostro y las manos, llevándose sus dedos a los labios para besarlos. Unas manos que tenían un color ceroso, como su rostro. Comprendió que se encontraba entre la vida y la muerte, pero sabía que en el hospital harían todo lo humanamente posible por salvarlo. El ordenanza volvió a cerrar la tienda de oxígeno y un momento más tarde entraron dos médicos y tres enfermeras que se pusieron a trabajar de inmediato, pidiéndole que abandonara la habitación. Así lo hizo ella, tras dirigirle una última mirada. Era un milagro. Ella había perdido a Lizzie…, pero ahora habían encontrado a William. Quizá Dios no fuera tan cruel como había temido durante un tiempo. Antes de que se marcharan, les pidió a los representantes del Departamento de Guerra si podían arreglar las cosas para que ella llamara a la madre de William, en Whitfield. Lo organizaron en seguida, desde el despacho del director del hospital y la duquesa viuda emitió un suspiro de alivio desde el otro lado del teléfono y luego se puso a llorar, como la propia Sarah.
– Gracias a Dios…, el pobre muchacho, ¿cómo está?
– Me temo que no muy bien. Pero pronto se repondrá.
Esperaba no haber dicho ninguna mentira, porque eso era lo que ella misma deseaba creer. Pero él no había sobrevivido a todo por lo que pasó para morir ahora. Ella, simplemente, no se lo permitiría.
Los representantes del Departamento de Guerra se marcharon y el director del hospital se dispuso a hablar con ella sobre el estado en que se encontraba William. No desperdició tiempo ni palabras, y habló sin ambages, con una expresión seria en el rostro.
– No sabemos si su esposo vivirá. Tiene gangrena en las dos piernas, grandes heridas internas, y ha estado enfermo durante mucho tiempo. Posiblemente años. Ha sufrido fracturas múltiples en ambas piernas que no llegaron a curar nunca, y es posible que no podamos salvarle la vida. Debe usted saberlo.
Ella lo sabía, pero también se negaba a aceptarlo. Ahora que había regresado se negaba rotundamente a perderlo.
– Tienen ustedes que salvarle las piernas. No ha llegado hasta aquí para que ustedes se las amputen.
– De todos modos, podemos hacer muy poco o nada. Y sea cual fuere el resultado, sus piernas quedarán inútiles, los músculos y los nervios se hallan demasiado dañados. Tendrá que vivir en una silla de ruedas.
– Muy bien, pero que él conserve las piernas en esa silla de ruedas.
– Su Gracia, no estoy seguro de que haya comprendido… Se trata de un equilibrio muy delicado… La gangrena…
Ella le interrumpió, asegurándole que lo comprendía a la perfección, pero le rogó que, de todas maneras, tratara de salvarle las piernas a William, y como parecía tan desesperada, el director le prometió que harían todo lo posible, aunque advirtiéndole que debía ser realista.
En las dos semanas siguientes, a William se le practicaron cuatro operaciones a las que a duras penas pudo sobrevivir. No obstante, lo consiguió, aunque todavía no había recuperado el conocimiento desde que lo trasladaron a Londres. Las dos primeras operaciones se hicieron en sus piernas, la tercera en la espina dorsal, y la última para restañar heridas internas que a la larga habrían podido acabar con su vida. Ninguno de los especialistas que lo atendió lograba comprender cómo había podido conseguirlo. Se encontraba muy debilitado por la infección y la enfermedad, extremadamente malnutrido, con huesos rotos que nunca habían curado, y mostraba señales evidentes de haber sido torturado. Había sufrido de todo y logrado sobrevivir… apenas.