Había momentos en que le preocupaba que su hijo prefiriera al oficial alemán antes que a su propio padre. Eso significaba un duro golpe para él, aunque, naturalmente, lo entendía. Ahora, cuando Sarah lo miró, comprendió por qué le hacía aquellas preguntas. Se volvió para poder mirar a William, sentado en la silla de ruedas.
– Sólo fuimos amigos, William. Nada más que eso. Él vivió aquí durante mucho tiempo, y nos ocurrieron muchas cosas… Elizabeth nació en esa época. -Decidió ser honrada con él. Tenía que serlo, porque siempre se habían comportado así-. El me ayudó en el parto. De hecho, salvó la vida a la niña, ya que habría muerto de no haber estado él allí. -Pero, de todas formas, la pequeña había muerto, así que quizás eso no importara tanto-. Sobrevivimos aquí durante cuatro años, pasando por todo eso. Resulta difícil ignorarlo. Pero si me preguntas lo que creo me estás preguntando, debo decirte que no, jamás ocurrió nada.
Entonces, él la asombró con sus siguientes palabras, y un pequeño estremecimiento le recorrió todo su cuerpo.
– Phillip dice que lo besaste cuando se marchó.
No era correcto que el niño le hubiera dicho eso a su padre, o al menos de ese modo, pero posiblemente no comprendía lo que había hecho, o quizá sí. A veces, no estaba muy segura de comprender al niño. Se había mostrado tan arisco con ella desde la muerte de Lizzie…, desde que se marchó Joachim y regresó William. Ahora, la evitaba todo lo que podía. Aún tenía muchas cosas que asimilar y comprender. A todos les sucedía lo mismo.
– Tiene razón, lo hice -respondió Sarah con serenidad. No tenía nada que ocultarle a William y quería que lo supiera-. Se hizo amigo mío. Joachim odiaba lo que estaba haciendo Hitler casi tanto como nosotros. Y contribuyó mucho a garantizar nuestra seguridad. Cuando se marchó, sabía que no volvería a verle. No sé si logró sobrevivir o si murió, pero le deseo lo mejor. Le di un beso de despedida, pero no te traicioné.
Al decirlo, unas lágrimas le cayeron por sus mejillas. Y sus palabras eran ciertas: le había sido fiel, y Phillip había cometido un grave error al provocar los celos en su padre. Desde aquel preciso instante supo que el niño se sentía enojado con ella por haber besado a Joachim, y por haberle dejado marchar. En realidad, estaba enfadado por muchas cosas, pero jamás había esperado que hiciera nada al respecto. Ahora, le alegraba haber podido hablar sinceramente con William. No le había engañado. Eso era lo único por lo que había valido la pena pasar todas aquellas noches en soledad.
– Siento haberlo preguntado -dijo él, con expresión culpable.
Ella se arrodilló ante su esposo y le tomó el rostro entre las manos.
– No, no lo sientas. No hay nada que no puedas preguntarme. Te amo, William. Siempre te he amado. Jamás renuncié a ti. Nunca. Jamás dejé de amarte. Y siempre estuve convencida de que regresarías algún día.
Era verdad, y él pudo verlo reflejado en sus ojos, eso y lo mucho que le amaba.
Suspiró, aliviado por lo que ella le había dicho, y la creyó. Se había sentido aterrorizado cuando Phillip se lo contó. Pero también sabía que Phillip, a su modo, trataba de castigarlo por haberlos abandonado.
– Nunca creí que pudiera volver. Me decía una y otra vez que lo conseguiría, aunque sólo fuera para sobrevivir otra hora más, otra noche, otro día…, pero en el fondo no estaba convencido. Hubo muchos que no lo consiguieron. -Había visto morir a tantos hombres, torturados hasta la muerte por los alemanes -. Son una nación de monstruos -añadió mientras regresaban a la casa.
Y ella no se atrevió a decirle que Joachim era diferente. Tal y como él mismo había dicho una vez, la guerra era un asunto muy feo. Pero ahora, gracias a Dios, ya había terminado.
Llevaban apenas tres semanas instalados en el château cuando un día Emanuelle y Sarah se encontraban en la cocina haciendo pan. Hablaron sobre muchas cosas y fue entonces cuando Emanuelle empezó a hacer preguntas.
– Debe de estar muy contenta de tener a monsieur le duc otra vez en casa -empezó a decir, lo que era bastante evidente para todo aquel que les viera.
Sarah no se había sentido tan feliz desde hacía muchos años y ahora, lentamente, hacía nuevos descubrimientos sobre su vida sexual. Algunas de las alteraciones resultaron desafortunadas, pero muy pocas cosas parecían haber cambiado, ante la satisfacción de William, ahora que tenía la oportunidad de intentarlo.
– Es maravilloso -dijo Sarah sonriendo con una expresión de felicidad, amasando el pan bajo la mirada de Emanuelle.
– ¿Ha traído mucho dinero de Inglaterra?
Le pareció una pregunta extraña y Sarah levantó la cabeza para mirarla, sorprendida.
– No, desde luego que no. ¿Por qué debía hacerlo?
– Sólo me lo preguntaba.
Emanuelle pareció sentirse en una situación embarazosa, aunque no demasiado. Por lo visto, algo le rondaba por la cabeza, pero Sarah fue incapaz de imaginar de qué se trataba. Nunca le había hecho una pregunta como aquélla.
– ¿Por qué has tenido que preguntar una cosa así?
Sabía que, durante la guerra, la joven tuvo que ver con la Resistencia, a través de su hermano, y más tarde con el mercado negro, pero ahora no tenía ni la menor idea de en qué andaba metida.
– Hay personas que… a veces…, andan necesitadas de dinero. Me preguntaba si usted y monsieur le duc estarían dispuestos a…
– ¿Quieres decir darles dinero? ¿Así de fácil?
Sarah estaba un tanto desconcertada, y Emanuelle parecía muy pensativa.
– Quizá no. ¿Y si esas personas tuvieran algo que vender?
– ¿Quieres decir algo así como comida? -Sarah no acababa de comprender lo que la joven pretendía dar a entender. Terminó de preparar el pan y se lavó las manos, observándola con una mirada prolongada y dura, preguntándose una vez más en qué andaría metida. Nunca había sospechado de ella hasta entonces, pero ahora recelaba, y no le gustaba esa sensación-. ¿Te refieres a alimentos o aperos para la granja, Emanuelle?
Ella negó con la cabeza y bajó el tono de voz al contestar.
– No…, quiero decir cosas como joyas… Hay personas… dans les alentours, por los alrededores, que necesitan dinero para reconstruir sus hogares, sus vidas. Han ocultado cosas durante la guerra, a veces oro, plata o joyas, y ahora necesitan venderlas.
Emanuelle había reflexionado durante algún tiempo acerca de cómo podía ganar dinero ahora que había terminado la guerra. No quería pasarse toda la vida limpiando para los demás, ni siquiera para ellos, aunque les quería mucho. Y se le había ocurrido esa idea. Conocía a varias personas ansiosas por vender algunos objetos de valor, como joyas o plata, pitilleras Fabergé y otras pertenencias que habían ocultado. En concreto conocía a una mujer en Chambord, propietaria de un magnífico collar de perlas que necesitaba vender desesperadamente por cualquier cantidad que se le ofreciera. Los alemanes habían destruido su casa y necesitaba el dinero para reconstruirla.
Se trataba de una especie de permuta. Emanuelle conocía a personas que poseían objetos hermosos y que se encontraban muy necesitadas, y los Whitfield tenían dinero para ayudarlas. Había querido comentarlo desde hacía días, pero no estaba segura de cómo abordar la cuestión. Sin embargo, cada vez acudían a ella más personas, conocedoras de la estrecha relación que mantenía con los duques, rogándole que les ayudara. La mujer de las perlas, por ejemplo, había acudido a verla en dos ocasiones, lo mismo que otras muchas personas.
También había judíos que salían de sus escondites. Y mujeres que habían aceptado regalos caros de los nazis y que ahora temían conservarlos. Se pasaban joyas de unas manos a otras a cambio de vidas o de información para la Resistencia. Y Emanuelle quería ayudar a esas personas a venderlas. Ella también obtendría una ganancia, aunque relativamente pequeña. No quería aprovecharse de ellas, sino que sólo deseaba ayudarlas y obtener un pequeño beneficio. Pero Sarah seguía mirándola ahora, perpleja.