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Ambos se sintieron contentos con la caritativa obra que acababan de hacer. Y antes de que terminara la semana, tuvieron oportunidad de hacer otra.

Sarah ayudaba a Emanuelle a lavar los platos después de la cena, y William se encontraba en su estudio, que a Sarah todavía le hacía pensar vagamente en Joachim, cuando, de pronto, apareció una mujer ante la puerta de la cocina. Era joven y parecía incluso más asustada que la señora Wertheim. Llevaba el pelo corto, pero no tanto como cuando se lo raparon al cero, inmediatamente después de la ocupación. Sarah creyó haberla visto en compañía de uno de los oficiales alemanes que habían vivido en el château, a las órdenes de Joachim. Era una mujer hermosa y antes de la guerra había trabajado como modelo para Jean Patou, en París.

Emanuelle casi rezongó al verla, pero ella misma le había dicho que viniera. Esta vez, sin embargo, se prometió a sí misma pedir una comisión más elevada. Casi no había recibido nada de la señora Wertheim, aunque la mujer había insistido en darle algo.

La joven miró nerviosa a Emanuelle, y luego a Sarah. Después, la escena pareció repetirse.

– ¿Puedo hablar con Su Gracia?

Tenía un brazalete de diamantes para vender. Era de Boucheron y muy bonito. Según le dijo a Sarah, se trataba de un regalo. Pero el alemán que se lo había dado, también le había regalado otras muchas cosas. La había dejado con un niño.

– Siempre está enfermo, y no puedo comprarle comida, ni medicamentos. Temo que pueda haber contraído la tuberculosis.

Aquellas palabras conmovieron profundamente a Sarah, que pensó en seguida en Lizzie. Miró a Emanuelle, como preguntándole si era cierto lo que decía, y ésta asintió con un gesto.

– Sí, tiene un bastardo alemán…, de dos años de edad, y siempre está enfermo.

– ¿Me promete que le comprará comida y medicamentos y ropas calientes si le damos algún dinero? -preguntó Sarah con expresión dura.

La joven juró que así lo haría. Luego, Sarah fue a ver a William, que acudió a la cocina para ver a la joven y el brazalete. Quedó impresionado con ambos y tras hablar con ella durante un rato, decidió que no mentía. No quería comprar joyas que podrían haber sido robadas, pero en este caso no parecía tratarse de nada de eso.

Le compraron el brazalete por un precio que les pareció justo, puede que el mismo que había pagado el alemán, y ella se marchó dándoles las gracias. Luego, Sarah miró a Emanuelle y se echó a reír, sentándose en la cocina.

– ¿Qué estamos haciendo exactamente?

– Quizá yo consiga hacerme rica y usted obtendrá un montón de joyas bonitas – contestó con una amplia sonrisa.

Sarah no pudo evitar sonreír ante aquellas palabras. Aquello era casi una locura, pero divertido y conmovedor al mismo tiempo. Al día siguiente compraron un extraordinario collar de perlas de una mujer de Chambord, para que pudiera reconstruir su casa. Las perlas eran fabulosas y William insistió en que se las pusiera.

A finales del verano, Sarah ya tenía diez brazaletes de esmeraldas, tres collares a juego, otros cuatro de rubíes, una cascada de hermosos zafiros y varios anillos de diamantes, además de una soberbia diadema de turquesas. Todas esas joyas procedían de gente que había perdido sus fortunas, sus casas o los hijos, y necesitaban el dinero para encontrar a sus parientes desaparecidos, reconstruir sus vidas o simplemente para comer. Se trataba de una filantropía que podrían haber descrito a sus amigos sin sentirse estúpidos por ello y que, sin embargo, ayudaba a las personas a las que compraban las joyas, al mismo tiempo que Emanuelle, en efecto, se enriquecía con las comisiones. La joven empezaba a ir muy bien vestida, iba a la ciudad para arreglarse el cabello y compraba sus ropas en París, que era algo más de lo que había hecho la propia Sarah desde que terminara la guerra. En comparación con ella, Sarah empezaba a parecer poco elegante.

– William, ¿qué vamos a hacer con todas estas joyas? -le preguntó un día en que rompió el equilibrio de media docena de cajas de Van Cleef y Cartier que guardaba en el armario, y que le cayeron sobre la cabeza, ante lo que su esposo se echó a reír.

– No tengo ni la menor idea. Quizá debiéramos organizar una subasta.

– Hablo en serio.

– ¿Por qué no abrimos una tienda? -le preguntó William de buen humor.

Pero la idea le pareció absurda a Sarah. Al cabo de un año, sin embargo, el inventario del que disponían parecía ser superior al de Garrard's.

– Quizá debiéramos venderlas -sugirió Sarah esta vez.

Ahora, sin embargo, William ya no estaba tan seguro. Estaba enfrascado con la idea de plantar viñedos en las tierras del château, y no disponía de tiempo para preocuparse por las joyas, que de todos modos seguían comprando. Ahora ya eran conocidos por su generosidad y amabilidad. En el otoño de 1947 William y Sarah decidieron ir a París para estar a solas, dejando a Phillip con Emanuelle durante unos días. Ya hacía año y medio que habían regresado desde Inglaterra, y no habían salido del château desde entonces por hallarse demasiado ocupados.

París estaba mucho más hermosa de lo que Sarah había esperado encontrarla. Se alojaron en el Ritz y se pasaron casi tanto tiempo en la cama como durante su luna de miel. Pero también encontraron tiempo suficiente para ir de compras, y fueron a cenar con los Windsor, en el Boulevard Sachet, en otra casa igualmente encantadora decorada por Boudin. Sarah se puso un vestido negro muy elegante que acababa de comprar en Dior, un espectacular collar de perlas y un fabuloso brazalete de diamantes que le habían comprado meses atrás a una mujer que lo había perdido todo a manos de los alemanes.

Durante la cena, todo el mundo quiso saber dónde había conseguido el brazalete. Pero Wallis también se fijó en las perlas y le dijo amablemente a Sarah que jamás había visto un collar como aquél. También se mostró intrigada por el brazalete y al preguntar de dónde procedía los Whitfield se limitaron a decir: «Cartier», sin dar mayores explicaciones. En comparación, hasta las joyas de Wallis palidecían.

Y ante su propia sorpresa, durante la mayor parte de su estancia en París Sarah se sintió fascinada por las joyas. Tenían joyas magníficas, pero también ellos las poseían en el château. En realidad, incluso tenían más que en algunos establecimientos, y algunas de sus piezas eran mejores.

– Creo que deberíamos hacer algo con todo eso -comentó ella de un modo vago mientras regresaban a casa en el Bentley especialmente construido para él después de que salieran de Inglaterra.

Pero transcurrieron otros seis meses antes de que se les ocurriera. Ella estaba muy ocupada con Phillip, y deseaba disfrutar de su compañía antes de que el pequeño se marchara para Eton al año siguiente. En realidad, hubiera querido que se quedara en Francia pero, a pesar de haber nacido allí y de haber pasado toda su vida en el château, el niño sentía una verdadera pasión por todo lo inglés y tenía grandes deseos de ir a estudiar a Eton.

William se hallaba demasiado ocupado con su vino y sus viñedos como para pensar demasiado en las joyas. Fue en el verano de 1948 cuando Sarah insistió en que hicieran algo con la gran cantidad de joyas que habían ido acumulando, y que incluso ya no eran una buena inversión. Todas quedaban allí guardadas, excepto las pocas que ella misma utilizaba.

– Cuando se marche Phillip, iremos a París y las venderemos todas. Te lo prometo -le dijo William con actitud distraída.

– Se pensarán que hemos robado un banco en Montecarlo.

– Algo así parece, ¿no crees? -replicó él burlonamente.

Pero en el otoño, cuando fueron a París, comprobaron que eran demasiadas para llevarlas todas consigo. Escogieron unas pocas, pero dejaron el resto en el château. Sarah empezaba a sentirse aburrida y un poco solitaria, una vez que Phillip se marchó.