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El día siguiente amaneció claro y soleado. Al atardecer, bajo una preciosa puesta de sol sobre Long Island, la banda de música empezó a tocar y los Thompson se dispusieron a saludar a los invitados. Sarah se había puesto un espléndido vestido blanco que realzaba su figura; parecía una joven diosa. Llevaba el pelo sujeto en un elegante moño, y se movía con tanta gracia mientras saludaba a los invitados y a sus padres que todo el mundo coincidía en comentar lo mucho que había madurado en un sólo año y lo hermosa que estaba, más incluso que el día de su boda. Contrastaba en gran manera con la evidente obesidad de su hermana, que ofrecía una conmovedora imagen maternal, enfundada en un vestido de seda color turquesa que cubría toda su voluminosidad, pero carecer de figura no era una cosa que a Jane le preocupara demasiado.

– Mi madre me ha preguntado si quería ponerme el entoldado, pero este color me gusta más -bromeó con un viejo amigo.

Al pasar junto a ella, Sarah esbozó una sonrisa. Estaba tan guapa y parecía tan feliz… Hacía tiempo que no la veía así. Pero Jane sospechaba que algo no iba bien.

– Qué delgada te has quedado Sarah.

– Estuve…, estuve algo enferma a principios de año.

Desde el aborto había perdido más peso incluso y, aunque nunca quiso admitirlo, se sentía culpable y terriblemente afligida por la pérdida de su hijo.

– Qué, ¿todavía no buscáis el bebé? -le preguntaban una y otra vez-. ¡A ver si os espabiláis!

Se limitaba a sonreír. Al cabo de una hora, se dio cuenta de pronto de que aún no había visto a Freddie. La última vez que lo había visto rondaba por la barra del bar junto con sus amigos; desde entonces, le había perdido la pista, dedicándose a saludar a los invitados, en compañía de su padre. Al preguntarle al mayordomo, éste le contestó que el señor Van Deering se había marchado en coche con algunos amigos, en dirección a Southampton.

– Seguramente habrán ido a comprar algo, señorita Sarah -añadió en tono amable.

– Gracias, Charles.

Estaba de mayordomo en la casa desde hacía años, e incluso pasaba allí los inviernos, cuando todos volvían a la ciudad. Le conocía desde que era una niña, y le tenía un cariño muy especial.

A Sarah comenzó a inquietarle lo que Freddie pudiera estar haciendo. Sin duda, él y sus amigos habrían ido a parar a algún bar de Hampton Bays para tomarse rápidamente unas cuantas copas bien cargadas antes de volver a la fiesta. Lo que en rigor le preocupaba era el estado en que podrían regresar, o que alguien notara su ausencia.

– ¿Dónde está ese apuesto marido tuyo? -le preguntó una antigua amiga de su madre.

Ella le contestó que bajaría en un minuto, que había ido un momento a traerle un chal para ponérselo por encima. La amiga consideró muy cortés el detalle.

– ¿Ocurre algo? -inquirió su hermana con cautela.

La había estado observando durante la última media hora y la conocía demasiado bien como para dejarse convencer por su sonrisa.

– No. ¿Por qué?

– Parece como si te hubieran metido una serpiente en el bolso. -La comparación hizo que a Sarah se le escapara la risa. Por un instante le hizo volver a su infancia, y casi se olvidó de que su hermana estaba embarazada. Dentro de apenas dos meses le resultaría muy difícil soportar el ver a su hermana con el bebé, sabiendo que el suyo se había marchado para siempre, y que tal vez nunca tendría hijos. Ella y Freddie no habían hecho el amor desde el accidente-. A ver, ¿dónde está la serpiente? -preguntó Jane.

– Pues, se me ha escapado.

Las dos hermanas rieron al unísono por primera vez en mucho tiempo.

– No me refería a eso…, pero hay que reconocer que ha sido muy oportuno. Dime, ¿con quién se ha ido?

– No lo sé. Pero Charles me ha dicho que se fueron a la ciudad hace media hora.

– ¿Y eso por qué?

Jane la miró con preocupación. Cuántos quebraderos de cabeza le debía dar su marido, más de los que podían imaginar, si no era capaz de guardar las formas ni una sola tarde en casa de sus suegros.

– Habrán tenido algún contratiempo. Con la bebida, seguro. Necesitan cantidades ingentes. De todas maneras, aguantará bien…, hasta más tarde.

– A mamá le hará mucha gracia cuando lo sepa.

Jane sonrió mientras permanecían juntas observando a la multitud. Parecía que la gente se lo estaba pasando bien, aunque obviamente no era ése el caso de Sarah.

– Pues papá lo va a encontrar aún más gracioso. -Ambas rieron de nuevo, y Sarah, tras un hondo suspiro, miró a su hermana-. Siento haberme portado así contigo durante estos últimos meses. Es sólo que…, no sé…, es muy duro para mí pensar que vas a tener otro niño…

Se le escaparon unos gimoteos, sin dejar de mirarla, y su hermana le tendió el brazo para consolarla.

– Ya lo sé. Y no has conseguido otra cosa que preocuparme todavía más. Cómo me gustaría poder hacer algo para que fueras feliz.

– Estoy bien.

– Te está creciendo la nariz, Pinocho.

– Oh, cállate.

Sarah sonrió de nuevo, y juntas volvieron a perderse entre los invitados. A la hora de la cena, que se celebraba en el jardín, Freddie todavía no había regresado. Al sentarse a la mesa en los lugares asignados y ver que el asiento de honor de Freddie, a la derecha de su suegra, estaba vacío, los invitados notaron en seguida su ausencia y la de sus amigos. Pero antes de que nadie pudiera hacer comentario alguno, o que la señora Thompson tuviera ocasión de preguntar a Sarah adónde había ido su yerno, se oyó un estruendo de bocinas. Eran Freddie y cuatro de sus amigos, que cruzaban el césped de modo temerario con su lujoso automóvil, entre gritos y carcajadas. Se detuvieron justo al lado de las mesas, ante la mirada estupefacta de todos, y se apearon del descapotable. Traían consigo a tres chicas de la ciudad, una de las cuales se mostraba especialmente cariñosa con Freddie. Al acercarse, los comensales pudieron apreciar que no se trataba exactamente de unas amigas, sino de mujeres que vendían su compañía.

Los cinco jóvenes estaban sumidos en un lamentable estado de embriaguez, y era evidente que aquella acrobática maniobra les pareció la más divertida de cuantas habían realizado. No era el caso de las chicas, que contemplaron un tanto acobardadas a toda aquella gente engalanada y a todas luces perpleja que les rodeaba. La que iba con Freddie se apresuró a convencerle de que las llevaran de vuelta a la ciudad, pero ya era demasiado tarde. A todo esto un grupo de camareros trataba de llevarse el coche de allí, y Charles, el mayordomo, intentaba hacer desaparecer a las chicas. Freddie y sus amigos deambularon sin rumbo, tropezando con todo, intentando sortear sin éxito a los invitados, y provocando todo tipo de situaciones embarazosas. Freddie era el peor de todos. No quería permitir que se llevaran a la chica que le acompañaba. Sarah, aturdida, se levantó de la mesa y fijó la mirada en él, recordando con lágrimas en los ojos el día de su boda, hacía tan sólo un año. ¡Cuántas esperanzas albergó entonces en un matrimonio que se habría de convertir en una pesadilla! Aquella desconocida no era más que el símbolo de todos los horrores vividos durante el año anterior. De pronto, mientras lo seguía observando angustiada y silenciosa, tuvo la sensación de que todo era irreal, como si se tratara de una horrible película. Lo peor de todo era que a ella le había tocado interpretar uno de los papeles.