Y cuando ya se encontraban en París desde hacía dos días, William la miró y anunció haber encontrado una solución.
– ¿A qué? -preguntó ella, que se encontraba mirando unos trajes nuevos en Chanel cuando él se lo dijo.
– Al dilema de las joyas. Montaremos nuestra propia joyería y las venderemos.
– ¿Deliras? -replicó ella mirándole fijamente, admirando lo apuesto que era, incluso en la silla de ruedas-. ¿Qué vamos a hacer nosotros con una tienda? El château se encuentra a dos horas de camino de París.
– Le propondremos a Emanuelle que la dirija. Ya no tiene nada que hacer ahora que Phillip se ha ido, y ya se está cansando de ocuparse de la casa.
Últimamente, había comprado sus ropas en Jean Patou y en Madame Gres, y su aspecto era cada vez más elegante.
– ¿Hablas en serio? -No se le había ocurrido pensarlo y no estaba muy segura de que le gustara la idea, aunque, en cierto modo, podía ser divertido, y a los dos les encantaban las joyas. Entonces, empezó a preocuparse-. ¿No crees que a tu madre le parecerá algo vulgar?
– ¿Ser propietarios de una tienda? Es vulgar -asintió William-, pero muy divertido. ¿Por qué no? Y mi madre es muy tolerante. Casi me atrevería a decir que le encantaría.
A pesar de tener más de noventa años, cada vez parecía tener una mentalidad más abierta y ahora estaba encantada de tener a Phillip con ella para pasar las vacaciones y los fines de semana.
– Quién sabe, quizá algún día lleguemos a ser los joyeros de la casa real. Tendremos que venderle algo a la reina para conseguirlo. En tal caso, Wallis se volvería loca y nos pediría un descuento.
Era una verdadera quimera, pero durante el trayecto de regreso al château no hablaron de otra cosa y, después de todo, Sarah tuvo que admitir que la idea le encantaba.
– ¿Cómo la llamaremos? -preguntó muy animada cuando ya habían llegado a casa y se hallaban acostados en la cama.
– Whitfield's, desde luego -contestó él con orgullo-. ¿De qué otro modo podríamos llamarla, querida?
– Lo siento -dijo ella rodando sobre la cama para besarlo-. Debería haberlo pensado.
– Sí, deberías haberlo hecho.
Fue casi como tener un nuevo hijo. Un proyecto nuevo y maravilloso.
Anotaron todas sus ideas, hicieron un inventario de las joyas que poseían, y las hicieron valorar en Van Cleef, donde se quedaron atónitos ante lo que habían ido acumulando. Hablaron con abogados y regresaron a París antes de Navidad para alquilar una tienda pequeña, pero muy señorial, en el Faubourg-Saint Honoré, en la que pusieron a trabajar a los arquitectos y los obreros, y hasta se encargaron de buscarle un apartamento a Emanuelle, que se sentía fuera de sí de tanta excitación.
– ¿Estamos locos de atar? -preguntó Sarah mientras estaban en la cama de la suite del Ritz, la víspera de Año Nuevo.
De vez en cuando, todavía se sentía un tanto preocupada.
– No, querida, no lo estamos. Hemos hecho mucho bien a buen número de personas a las que hemos comprado todas esas joyas, y ahora nos vamos a divertir un poco con todo eso. No hacemos ningún daño a nadie. Y hasta es posible que sea un gran negocio.
En Navidades, cuando volaron a Inglaterra para pasar unos días en Whitfield, se lo explicaron todo a Phillip, y a la madre de William, a quien le pareció una idea excelente, y prometió ser la primera en comprarles una joya, si se lo permitían. Y Phillip anunció que algún día abriría una sucursal en Londres.
– ¿No preferirías dirigir la de París? -le preguntó Sarah sorprendida por su reacción.
Para ser un niño criado en el extranjero y que, de todos modos, sólo era medio inglés, se comportaba de una forma sorprendentemente británica.
– No quiero volver a vivir nunca en Francia -anunció el muchacho-, excepto para pasar las vacaciones. Quiero vivir en Whitfield.
– Vaya, vaya -exclamó William, más divertido que preocupado-. Me alegro de que haya alguien que piense así.
Ya ni siquiera podía imaginarse la idea de vivir allí. Al igual que le había sucedido a su primo, el duque de Windsor, se sentía mucho más feliz en Francia, lo mismo que Sarah.
– Tendréis que contarme todo lo que pasa en la inauguración – dijo la duquesa viuda antes de su partida, y obtuvo la promesa de que así lo harían-. ¿Para cuándo es?
– Para el mes de junio -contestó Sarah muy animada, mirando a William con excitación.
Era, en efecto, como tener un nuevo niño, y como eso no había ocurrido, Sarah se entregó al nuevo proyecto con toda su energía durante los seis meses siguientes, y la noche antes de la inauguración todo parecía deslumbrante.
18
La inauguración de la tienda constituyó un éxito enorme. El interior fue exquisitamente decorado en un terciopelo gris pálido por Elsie de Wolfe, la estadounidense que se había instalado a vivir en París. Daba la impresión de ser el interior de un joyero, y todas las sillas eran de estilo Luis XVI. William había traído desde Whitfield unos pocos y pequeños cuadros de Degas y algún dibujo de Renoir. Había también un precioso Mary Cassatt que a Sarah le entusiasmaba, pero cuando alguien se sentaba allí no eran precisamente las obras de arte lo que más miraba. Las joyas expuestas a la venta eran absolutamente maravillosas. Habían descartado algunas de las alhajas menos notables, pero ellos mismos se hallaban sorprendidos por la calidad de la mayoría de ellas. Cada pieza tenía sus propios méritos; fabulosos collares de diamantes, enormes perlas, estilizados pendientes de diamantes y hasta un collar de rubíes que había pertenecido a la zarina. Las grandes marcas de la joyería eran claramente visibles en todo aquello que vendían, incluyendo la de Van Cleef en la diadema de turquesas. Disponían de piezas procedentes de Boucheron, Mauboussin, Chaumet, Van Cleef, Cartier y Tiffany, en Nueva York, Fabergé y Asprey. Su inventario era en verdad deslumbrante, como lo fue la acogida que les dispensaron los parisienses. Se había publicado un discreto reportaje de prensa para anunciar que la duquesa de Whitfield inauguraba una joyería llamada Whitfield's en el Faubourg-St. Honoré donde se ofrecían joyas de ensueño para mujeres distinguidas.
La duquesa de Windsor acudió a la inauguración, así como la mayoría de sus amigas, y, de repente, le tout Paris apareció allí, lo más destacado de la ciudad, e incluso unas pocas amistades que habían acudido desde Londres, llenas de curiosidad.
Vendieron cuatro piezas sólo en la noche en que ofrecieron la fiesta de inauguración, un encantador brazalete de perlas y diamantes procedente de Fabergé, con pequeñas aves esmaltadas en azul, y un collar de perlas que era una de las primeras joyas que les había traído Emanuelle. También vendieron el conjunto de esmeraldas de la señora Wertheim, que alcanzó un precio bastante elevado, así como la sortija de rubí cabochon hecha por Van Cleef para un marajá.
Sarah lo contemplaba todo deslumbrada, incapaz de creer lo que estaba sucediendo, mientras que William parecía sentirse muy satisfecho y orgulloso de ella, y muy divertido con lo que estaban haciendo. Habían comprado todas aquellas piezas con la mejor de las intenciones, y con la esperanza de ayudar a sus antiguos propietarios. Y ahora, de repente, todo ello se había transformado en el más extraordinario de los negocios.
– Has hecho un trabajo maravilloso, amor mío -la alabó cálidamente, mientras los camareros servían más champaña.
Habían traído cajas enteras de Cristal para la inauguración y gran cantidad de tarrinas de caviar.