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– ¡Casi no puedo creérmelo! ¿Y tú?

Parecía nuevamente una jovencita, de tan bien como se lo pasaba, y Emanuelle daba toda la impresión de ser una gran dama, codeándose con la élite, con un aspecto muy hermoso en su vestido negro de Schiaparelli.

– Pues claro que puedo creérmelo. Tienes un gusto exquisito y estas joyas son muy hermosas -dijo él con serenidad, tomando un sorbo de su copa.

– Es todo un éxito, ¿verdad? -preguntó riendo.

– No, querida, tú lo has logrado. Eres lo más querido que hay en mi vida -le susurró.

Los años pasados en el campo de prisioneros le habían enseñado a apreciar más que nunca todo aquello que más quería, su esposa, su hijo y su libertad. Su salud no había vuelto a ser tan fuerte como en otros tiempos, pero Sarah le cuidaba mucho y poco a poco se iba fortaleciendo. A veces, casi parecía tan vitalista como lo había sido en otros tiempos, mientras que en otras ocasiones daba la impresión de estar cansado, y entonces ella sabía que las piernas le hacían daño. Las heridas habían curado finalmente, pero nunca sucedería lo mismo con el daño sufrido en su constitución. Sin embargo, había conservado la vida, se encontraba bien y ambos estaban nuevamente juntos. Ahora, además, tenían este extraordinario negocio que representaba para ella una gran diversión de la que disfrutaba profundamente.

– ¿Te lo puedes creer? -le susurró a Emanuelle pocos minutos más tarde.

La joven se había comportado de una manera muy fría mientras mostraba un caro collar de zafiros a un hombre muy apuesto.

– Creo que aquí nos vamos a divertir mucho -dijo Emanuelle sonriéndole misteriosamente a su patronne.

Sarah comprendió que ella se lo pasaba muy bien y que coqueteaba sutilmente con algunos hombres muy importantes, sin que le diera mucha importancia al hecho de que estuvieran casados.

Al punto de concluir la inauguración, David le compró a Wallis una pequeña y preciosa sortija de diamantes con el leopardo de Cartier grabada en ella, para que combinara con las que ya tenía, lo que constituyó la quinta venta que efectuaban durante la velada. Era ya medianoche cuando todo el mundo se retiró y se aprestaron a cerrar la tienda.

– ¡Oh, querido, ha sido tan fabuloso! -exclamó Sarah dando palmadas de alegría.

William la tomó de la mano y la hizo sentar sobre su regazo, mientras los guardias de seguridad se encargaban de cerrar, y Emanuelle les indicaba a los camareros dónde debían guardar el caviar sobrante. Al día siguiente se lo llevaría a casa y lo compartiría con algunos amigos. Sarah le había dado permiso para hacerlo así, ya que ofrecía una pequeña fiesta en su apartamento de la calle de la Faisanderie para celebrar su nuevo trabajo como directora de Whitfield's. Eso, para ella, quedaba muy lejos de La Marolle, de sus tiempos en la Resistencia, dedicada a acostarse con militares alemanes para obtener información sobre depósitos de municiones que luego eran volados, y de vender huevos, crema y cigarrillos en el mercado negro. Todos ellos habían tenido que recorrer un largo camino, y pasar por una guerra igualmente larga, pero ahora todo había cambiado aquí, en París.

Poco después, William y Sarah regresaron a la suite del Ritz. Habían hablado de la posibilidad de encontrar un pequeño apartamento donde pudieran alojarse cuando vinieran a París. Sólo había dos horas de viaje hasta el château, pero seguía siendo una gran distancia para conducir, y ella no iba a estar constantemente presente en la tienda, como lo estarían Emanuelle y la otra chica que la ayudaba. No obstante, quería buscar nuevas piezas siempre que pudiera, sobre todo ahora que había aumentado el número de personas que acudían a ellos en busca de ayuda. Además, quería diseñar por sí misma algunas joyas. El caso es que iban a París con mayor frecuencia de la que solían. Por el momento, el Ritz era de lo más conveniente y Sarah bostezó mientras caminaba tras la silla de ruedas de William. Pocos minutos más tarde ya se encontraba en la cama, a su lado.

Al deslizarse entre las sábanas, él se volvió hacia el otro lado y sacó un estuche del cajón de la mesita de noche.

– Qué tonto he sido -dijo en un tono vago, aunque ella sabía muy bien que estaba a punto de cometer alguna travesura-. Se me había olvidado esto… -Y le entregó una gran caja cuadrada y plana-. Sólo es una pequeña chuchería para celebrar la inauguración de Whitfield's -le dijo con una sonrisa maliciosa.

Y ella también le sonrió, preguntándose qué habría dentro.

– ¡Oh, William, eres tan travieso…! -Siempre se sentía como una niña con él. La mimaba demasiado y siempre tenía esos detalles señalados-. ¿Qué es?

Sacudió ligeramente la caja una vez que le hubo quitado el papel de regalo en el que venía envuelta. Se dio cuenta entonces de que se trataba de un estuche que llevaba un nombre italiano: Buccellati.

La abrió cuidadosamente, con un brillo de excitación en los ojos, y entonces se quedó con la boca abierta ante lo que vio. Era un collar de diamantes portentoso, delicadamente confeccionado y con aspecto de ser una pieza única.

– ¡Oh, Dios mío!

Cerró los ojos y la caja al mismo tiempo. William ya le hacía unos regalos preciosos, pero esto era increíble y nunca había visto nada igual. Parecía como un cuello de encaje, primorosamente engarzado en platino, con hermosas gotas de diamantes que parecían acariciarle la piel como si fueran de rocío.

– ¡Oh, William! -exclamó volviendo a abrir los ojos y echándole los brazos al cuello-. ¡No me merezco tanto!

– Pues claro que sí -se burló él-, no digas esas cosas. Además, como propietaria de Whitfield's, a partir de ahora la gente va a estar pendiente de ti para ver qué joyas te pones. Tendremos que comprarte más joyas fabulosas, joyas que sean espectaculares -dijo con una mueca burlona, divertido ante la perspectiva.

Le encantaba mimarla y siempre le había gustado comprar joyas, como había hecho su padre antes que él. Le puso el collar y ella se quedó tumbada en la cama, mientras él lo admiraba. Ambos se echaron a reír. Había sido una noche perfecta.

– Cariño, siempre deberías ponerte diamantes para acostarte -le dijo besándola en los labios, y su boca descendió sobre el collar y más abajo.

– ¿Crees que será un gran éxito? -murmuró ella con suavidad, rodeándolo con sus brazos.

– Ya lo es -contestó él con voz ronca.

Y luego, ambos se olvidaron de la tienda.

Al día siguiente, los periódicos se hicieron eco de la inauguración, contando historias sobre los invitados, sobre las joyas, sobre lo hermosas que eran y la elegancia de Sarah y William. También se mencionó la presencia del duque y la duquesa de Windsor. Fue perfecto.

– ¡Lo hemos conseguido! -exclamó ella con una sonrisa de satisfacción, durante el desayuno, sin llevar puesta otra cosa que el collar de diamantes.

Ya tenía casi treinta y tres años de edad, pero su figura estaba mejor que nunca, allí sentada en el sillón, con las piernas cruzadas y el cabello levantado en un moño sobre la cabeza, con los diamantes refulgiendo a la luz del sol de la mañana. William sonrió satisfecho, observándola.

– ¿Sabes, querida? Eres mucho más hermosa que eso tan reluciente que llevas alrededor del cuello.

– Gracias, mi amor.

Se inclinó hacia él y se besaron. Poco después, terminaron de desayunar.

Esa tarde pasaron por la joyería, y las cosas parecían ir muy bien. Emanuelle les dijo que habían vendido otras seis piezas, algunas de las cuales eran bastante caras. También habían aparecido algunos curiosos para ver a las personas que iban, para observar las joyas y por la reputación. Acudieron dos hombres importantes para comprar algo, uno para su querida y el otro para su esposa. Y Emanuelle había quedado para cenar con el último. Se trataba de un alto funcionario del Gobierno, bien conocido por sus asuntos amorosos, increíblemente apuesto, y a Emanuelle le pareció que sería divertido salir con él, aunque sólo fuera por una vez. No haría daño a nadie. El era un hombre maduro y ella, desde luego, tampoco era una virgen.