Al entrar en la habitación, la encontró tumbada en la cama, mirando ensimismada por la ventana. Acercó la silla de ruedas a la cabecera de la cama y le acarició la mejilla. Pero la fiebre había desaparecido, y sólo le quedaba aquella tos, lo que no dejaba de preocuparle.
– Quiero llevarte a París mañana mismo si no has mejorado para entonces -le dijo con serenidad.
Era demasiado importante para él como para arriesgarse a perderla.
– Estoy bien -dijo ella con una extraña mirada en los ojos que a él le hizo sonreír-. Estoy perfectamente bien…, sólo que me siento muy estúpida.
No se lo había imaginado ni ella misma. Había estado tan ocupada durante el último mes, que sólo pudo pensar en las fiestas, en Whitfield's, en las joyas y en nada más. Y ahora…
– ¿Qué significa eso? -preguntó él frunciendo el entrecejo y mirándola atentamente, mientras ella se incorporaba sobre la almohada con una sonrisa beatífica.
Se sentó en la cama y se inclinó hacia él, besándolo tiernamente a pesar del resfriado. Pero nunca le había amado tanto como en este momento, cuando le dijo:
– Estoy embarazada.
Por un instante, el rostro de William no expresó nada. Luego, se la quedó mirando, estupefacto.
– ¿Que estás qué? ¿Ahora?
– Acertaste -dijo ella con una expresión resplandeciente para luego dejarse caer de nuevo sobre las almohadas-. Creo que estoy de dos meses. Estaba tan absorbida por la tienda que me había olvidado por completo de todo lo demás.
– Santo Dios. -Casi pegó un salto en la silla de ruedas y, con una sonrisa de orgullo, le tomó los dedos entre los suyos, se inclinó y los besó-. Eres extraordinaria.
– Esto no lo he hecho yo sola, ¿sabes? Tú también has tenido que ayudar un poco.
– Oh, querida. -Se inclinó más hacia ella, sabiendo muy bien lo mucho que había deseado tener otro bebé, lo mismo que él. Pero ambos habían abandonado la esperanza después de los tres años transcurridos, al ver que no sucedía nada-. Espero que sea una niña – dijo en voz baja.
Sabía que ella también lo deseaba así, no para que ocupara el lugar insustituible de Lizzie, sino para establecer un cierto equilibrio con Phillip. William no había llegado a conocer a su hija, y ahora anhelaba tener una. En el fondo de su corazón, Sarah también confiaba que el nacimiento de una niña contribuyera también a curar las heridas de Phillip. Había amado tanto a Lizzie, y había sido tan diferente, tan arisco y distante desde que la perdieron.
William se incorporó sobre la silla de ruedas y se dejó caer en la cama, junto a Sarah.
– Oh, cariño, si supieras cómo te amo.
– Yo también te amo -le susurró ella, apretada contra él.
Y permanecieron así durante largo rato, pensando en lo felices que eran, y contemplando un futuro lleno de expectativas.
19
– No estoy segura -dijo Sarah ceñuda, al observar las nuevas piezas con Emanuelle. Acababan de entregarlas, procedentes del mismo taller con el que solía trabajar el joyero Chaumet, pero Sarah no estaba segura de que le gustaran-. ¿Qué te parece a ti?
Emanuelle tomó en las manos uno de los pesados brazaletes. Eran de color dorado y rosado y estaban incrustados de diamantes y rubíes.
– Creo que son muy chic, y que están muy bien hechos -concluyó.
En los últimos tiempos, Emanuelle tenía cada vez más estilo, con su cabello pelirrojo recogido en un moño, y un traje negro de Chanel que la hacía parecer muy digna, allí sentada, en el despacho de Sarah.
– También van a ser muy caros -dijo Sarah con pesar.
Le fastidiaba tener que cargar demasiado y, sin embargo, la buena artesanía exigía pagar precios increíbles. Ella seguía negándose a encontrar atajos, a utilizar a malos profesionales o piedras de poca calidad. Su credo era que en Whitfield's sólo pudiera comprarse lo mejor.
– No creo que eso le importe a nadie -dijo Emanuelle sonriéndole a Sarah, mientras cruzaba la estancia para probarse uno de los brazaletes ante el espejo-. A la gente le encanta pagar por lo que vendemos. Le gusta la calidad, el diseño y las piezas antiguas, pero sobre todo le encanta usted, madame.
Seguía llamándola así, incluso después de todo aquel tiempo. Se conocían ya desde hacía once años, desde la primera vez que Emanuelle acudió al château pata ayudarla a dar a luz a Phillip.
– Quizá tengas razón -decidió Sarah finalmente-. Son piezas hermosas. Les diré que las aceptamos.
– Bien -dijo Emanuelle complacida.
Se habían pasado la mañana revisando las cosas. Era el viaje final de Sarah a París, para tener el niño. Era a finales de junio, y lo esperaba para dentro de dos semanas. Pero, en esta ocasión, William no quería correr ningún riesgo. Meses atrás ya le había dicho a su esposa que hacía años había realizado su última intervención como comadrona y que no estaba dispuesto a permitir que ella le obligara a repetirlo, sobre todo después de saber lo difícil que había sido también su segundo parto, cuando él se hallaba ausente.
– Pero yo quiero que el niño nazca aquí -volvió a objetar ella antes de abandonar el château.
William, sin embargo, no quiso ni oír hablar de eso.
Llegaron a París y se alojaron en el apartamento que habían comprado finalmente, esa misma primavera. Tenía tres bonitos dormitorios, dos habitaciones para el servicio, un elegante salón, un estudio encantador, un boudoir en la alcoba y un comedor y cocina muy bonitos. Sarah se las había arreglado para encontrar el tiempo necesario para decorarlo, y desde el apartamento se contemplaba una hermosa vista de los jardines de las Tullerías, con el Sena al fondo.
También se hallaba cerca de Whitfield's, y de algunas de sus tiendas favoritas, lo que agradaba mucho a Sarah. En esta ocasión, habían llevado a Phillip con ellos. El niño estaba furioso por no haber podido quedarse en el château, en alguna otra parte o incluso en Whitfield, y decía que París era muy aburrido. Sarah había contratado a un profesor para él, un hombre joven que lo acompañaba al Louvre, a la torre Eiffel o al zoológico cuando ella no podía. Y tenía que admitir que durante las dos últimas semanas, desde que estaban en el apartamento, apenas si podía moverse. El embarazo parecía haber ocupado toda su existencia.
Y eso también molestaba a Phillip. Durante las vacaciones de primavera le habían comunicado que iba a tener un hermanito, y él les había mirado con expresión consternada y casi de horror. Más tarde, le oyó decirle a Emanuelle que le parecía algo nauseabundo.
El niño y Emanuelle se habían hecho muy buenos amigos, y lo único que le gustaba a Phillip era ir a la tienda para visitarla y contemplar las joyas, como hizo aquella tarde, cuando Sarah lo dejó con Emanuelle para poder hacer algunos recados. Admitía que algunas de las alhajas eran muy hermosas, y la joven trataba de convencerlo de que el pequeño también sería muy agradable, pero el niño le contestó que, en su opinión, los bebés eran estúpidos. Elizabeth no lo había sido, añadió con tristeza, pero eso era distinto.
– Tú tampoco fuiste un estúpido -replicó Emanuelle con afecto, mientras comían unas magdalenas y tomaban una taza de chocolate caliente en el despacho, una vez que Sarah se hubo marchado a hacer unos recados, antes de ingresar en la clínica-. Fuiste un crío maravilloso -añadió, deseando tranquilizar al niño, que se había acostumbrado a mostrarse muy duro y brusco-. Y tu hermana también lo era. -Al oírla, algo cruzó por el rostro del niño y Emanuelle decidió cambiar de tema-. Quizá sea también una niña pequeña.