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Por contra, al margen de lo que pensaran sus padres, Phillip nunca fue cariñoso con su hermano menor, y cuando Sarah intentó hablar con él al respecto, no le hizo caso, hasta que ella insistió y entonces explotó con ella.

– Mira, no necesito ningún otro bebé en mi vida. Ya tuve uno.

Era como si no pudiera volver a intentarlo, como si no pudiera aceptar el riesgo, la pérdida o el cariño. Había querido a Lizzie, quizás hasta demasiado, y la había perdido. En consecuencia, había decidido que nunca querría a Julian. Era una triste situación para los dos niños.

Poco después de su nacimiento, William y Sarah llevaron a Julian a conocer a su única abuela, en Whitfield, y ahora estaban juntos para pasar las Navidades. La duquesa viuda quedó encantada con el pequeño, asegurando que nunca había visto a un niño más risueño. Parecía irradiar luz y hacía sonreír a todo aquel que lo contemplaba.

Ese año, las fiestas navideñas fueron particularmente agradables en Whitfield, con toda la familia reunida. La madre de William ya tenía 96 años y se hallaba postrada en una silla de ruedas, pero seguía conservando su buen ánimo. Era la mujer más amable y animosa que Sarah hubiera conocido nunca, y seguía estando muy orgullosa de William, que le regaló un hermoso brazalete de diamantes, ante lo que ella murmuró que ya era muy vieja para ponerse algo tan hermoso, aunque evidentemente le agradó tanto que no se lo quitó en todo el tiempo que estuvieron allí. Al marcharse, poco después de Año Nuevo, abrazó con fuerza a William y le dijo lo buen hijo que había sido y que siempre, siempre la había hecho muy feliz.

– ¿Por qué crees que me dijo eso? -preguntó William con lágrimas en los ojos ya en la habitación-. Siempre ha sido tan increíblemente buena conmigo.

Giró la cabeza, incómodo porque Sarah le viera llorar, pero su madre lo había conmovido con su gesto. También había besado las sonrosadas mejillas de Julian, y a Sarah, agradeciéndole todos los regalos que le habían comprado en París. Dos semanas más tarde murió tranquilamente, mientras dormía, y fue a reunirse con su esposo y el Señor, después de una vida de felicidad en Whitfield.

William quedó muy conmocionado por su fallecimiento, pero incluso él tuvo que admitir que su madre había tenido una buena vida, y muy prolongada. Ese mismo año habría cumplido los 97 años y había disfrutado de buena salud durante toda su vida. Mientras todos ellos estaban de pie, en el cementerio de Whitfield, William pensó que había razones para sentirse agradecido. El rey Jorge y la reina Isabel acudieron al funeral, así como los parientes y amigos que sobrevivían, y todos aquellos que la conocieron.

Phillip fue el que notó más su ausencia.

– ¿Quiere decir eso que ya no podré venir más aquí? -preguntó con lágrimas en los ojos.

– No, al menos durante un tiempo -contestó William con tristeza-. Pero esto estará aquí siempre, para ti. Y algún día será tuyo. Intentaremos venir unos días todos los veranos. Pero no podrás venir durante las vacaciones y los fines de semana, como hacías cuando tu abuela estaba con vida. No sería correcto que te quedaras aquí solo, con los criados. Puedes venir si quieres a La Marolle, o a París, o quedarte con alguno de tus primos.

– No deseo hacer nada de eso -le replicó con petulancia-. Quiero quedarme aquí.

Pero William no vio forma de que pudiera ser así. Con el tiempo, iría por su propia cuenta, cuando estudiara en Cambridge. Pero para eso todavía faltaban siete años y, mientras tanto, tendría que contentarse con las visitas ocasionales durante el verano.

Pero, al llegar la primavera, William ya se había dado cuenta de que ni siquiera él mismo podría estar alejado de Whitfield tanto como creía. El no contar con la presencia de ningún miembro de la familia significaba que no había nadie para vigilar las cosas y tomar decisiones inmediatas. Le asombró descubrir las muchas cosas de las que se había ocupado su madre y de pronto resultó muy difícil dirigir la finca sin su presencia.

– No me gusta tener que hacer esto -admitió ante Sarah una noche, mientras leía página tras página las quejas del administrador de la hacienda-, pero creo que necesito pasar allí más tiempo. ¿Te importaría mucho?

– ¿Y por qué iba a importarme? -replicó ella sonriendo-. Ahora puedo llevarme a Julian a cualquier parte. -Ya tenía ocho meses y seguía siendo muy manejable-. Emanuelle controla perfectamente la tienda. -Había contratado a otras dos jóvenes, por lo que en total eran cuatro y el negocio seguía marchando de maravilla-. No me importaría pasar algún tiempo en Londres.

A ella siempre le había gustado. Y Phillip podría estar con ellos los fines de semana, en Whitfield, algo que sabía le encantaría.

Pasaron allí todo el mes de abril, a excepción de una breve escapada al Cap d'Antibes, durante la Semana Santa. Vieron a los Windsor durante una cena, y Wallis tuvo el detalle de indicar que había comprado algunas piezas muy bonitas en la joyería de Sarah, en París. Daba la sensación de estar muy impresionada por sus joyas, y sobre todo por los nuevos diseños de Sarah. En Londres, mucha gente hablaba de Whitfield's.

– ¿Por qué no abres una tienda aquí? -le preguntó William una noche, cuando salieron de una fiesta donde tres mujeres la habían acosado materialmente a preguntas.

– ¿En Londres? ¿Tan pronto?

Sólo tenían la joyería de París desde hacía dos años y le preocupaba un poco la idea de tener que repartirse tanto; además, no le gustaba verse obligada a pasar mucho tiempo en Londres. Una cosa era estar allí con él, y otra muy distinta tener que cruzar el canal una y otra vez. Además, quería pasar el mayor tiempo posible con su hijo antes de que se hiciera mayor y se alejara de su vida, como Phillip. Había aprendido lo fugaces que pueden ser los momentos en la vida.

– Tendrías que encontrar a alguien muy bueno para dirigirla. En realidad… – William pareció pensativo, como si tratara de recuperar algo desde lo más profundo de su memoria-. Había un hombre maravilloso que trabajaba en Garrard's. Un hombre muy discreto, muy profesional. Todavía es joven, aunque quizás un tanto anticuado, pero eso es lo que gusta a los ingleses, con muy buena educación y fiel a las viejas tradiciones.

– ¿Y por qué crees que estaría dispuesto a dejarlos? Son los joyeros más prestigiosos aquí. Podría asustarse de una nueva aventura como Whitfield's.

– Siempre tuve la impresión de que se sentía un poco subestimado allí, como una especie de hombre olvidado, a pesar de ser bueno. Me pasaré por allí a la semana que viene y veré si puedo entrevistarme con él. Podemos invitarle a almorzar, si te parece.

Sarah le miró, sonriéndole burlonamente, incapaz de creer lo que estaban haciendo.

– Siempre andas tratando de meterme en más problemas, ¿verdad?

Pero lo cierto era que le encantaba. Le gustaba la forma que tenía William de animarla, de ayudarle a hacer las cosas que realmente deseaba hacer. Sabía que, sin él, nunca lo habría hecho.

Fiel a su palabra, William pasó por Garrard's a la tarde siguiente y le compró a Sarah una magnífica sortija de diamantes, muy antigua y bonita. Mientras lo hacía, distinguió a su hombre: Nigel Holbrook. Acordó una cita para almorzar con él al mediodía del martes siguiente, en el Savoy Grill.

En cuanto entraron en el restaurante, Sarah supo exactamente quién era él, a juzgar por la descripción que le había hecho William. Era un hombre alto, delgado y muy pálido, con el pelo rubio grisáceo y un pequeño bigote recortado. Llevaba un traje de rayas con un corte impecable y daba la impresión de ser un banquero o un abogado. Había algo elegante en su figura, distinguido y discreto, y se mostró extremadamente reservado cuando William y Sarah le explicaron lo que se proponían hacer. Dijo que llevaba en Garrard's desde hacía diecisiete años, desde que tenía 22 y que le resultaría difícil pensar en dejarlos, aunque admitía que la perspectiva de una nueva aventura como la que le proponían le atraía bastante.