Emanuelle se quedó un poco asombrada cuando Sarah se lo comunicó, en el mes de marzo, y Nigel se sintió desconcertado al enterarse, aunque le expresó amablemente sus felicitaciones. Las dos tiendas funcionaban tan bien que ya no necesitaban de la atención constante de Sarah, quien se pasaba la mayor parte del tiempo en el château donde, como siempre, Phillip se les unió en el verano. Hizo muy pocos comentarios sobre el embarazo de su madre, convencido de que era de mal gusto hasta hablar de ello.
Esta vez Sarah se salió con la suya y persuadió a William para que no la hiciera marcharse de allí. Llegaron a un compromiso y acordaron desplazarse al nuevo hospital de Orléans, que no estaba tan de moda como lo había estado aquella clínica, pero que era muy moderno y William se sintió satisfecho con el médico local.
Se las arreglaron para celebrar el cumpleaños de Sarah y pasárselo bien y esta vez hasta Phillip estuvo contento. Salió para Whitfield por la mañana, para pasar las últimas vacaciones antes de ingresar en Cambridge. La noche antes de su partida, Sarah tuvo molestias y, una vez acostado Julian, miró a William con una expresión extraña.
– No estoy segura de saber lo que pasa, pero me noto algo rara -dijo, pensando que quizá debía advertirle.
– Quizá debiéramos llamar al médico.
– Me sentiría como una boba. Todavía no tengo dolores. Sólo que me siento… -Intentó describírselo mientras él la observaba con evidente nerviosismo-. No sé…, como sí estuviera pesada…, bueno, algo más que pesada, y como si quisiera moverme todo el rato o algo así.
Experimentaba una extraña presión.
– Quizá el niño está empujando o algo. -Éste no era tan grande como habían sido los otros, pero sí lo bastante para hacerla sentirse incómoda durante las últimas semanas, y la criatura no había dejado de moverse-. ¿Por qué no tomas un baño caliente, te echas en la cama y a ver cómo te encuentras después? -Y entonces la miró con firmeza. La conocía demasiado bien y no confiaba del todo en ella-. Pero quiero que me digas lo que está pasando. No quiero que esperes hasta el último minuto y luego no tengamos tiempo de llegar al hospital. ¿Me has oído, Sarah?
– Sí, Su Gracia – contestó burlona.
William le sonrió y ella se marchó a tomar el baño. Una hora más tarde estaba tumbada en la cama, experimentando la misma presión. Para entonces, ya había llegado a la conclusión de que se trataba de una indigestión, y no de los dolores del parto.
– ¿Estás segura? -preguntó él cuando regresó para comprobar cómo se encontraba. Había en su aspecto algo que le ponía nervioso.
– Te lo prometo -dijo ella con una mueca.
– Muy bien. Procura entonces mantener las piernas cruzadas.
Pasó a la otra habitación para echar un vistazo a unos balances de las tiendas, y Emanuelle llamó desde Montecarlo para saber cómo estaba, y charló un rato con ella. Su relación con Jean-Charles de Martin había terminado dos años antes, y ahora había iniciado otra mucho más peligrosa con el ministro de Finanzas.
– Querida, ten cuidado -le advirtió Sarah, ante lo que su vieja amiga se echó a reír.
– ¡Mira quién habla!
Emanuelle se había burlado un poco de ella por el hecho de haber quedado embarazada.
– Muy divertido.
– ¿Cómo te encuentras?
– Estupendamente. Gorda y aburrida, y creo que William se está poniendo un poco nervioso. Pasaré por la tienda en cuanto pueda, una vez hayas vuelto de las vacaciones.
Tal y como hacían todos los años, cerraban durante el mes de agosto, pero volverían a abrir en septiembre.
Charlaron un rato más y cuando colgó Sarah volvió a caminar por la habitación. Parecía tener necesidad de ir continuamente al cuarto de baño.
Pero cada vez que salía volvía a pasear por la habitación. Luego bajó a la cocina y volvió a subir, y todavía estaba caminando cuando William entró en el dormitorio.
– Pero ¿qué estás haciendo, por el amor de Dios?
– Es muy incómodo tener que permanecer tumbada, y me siento inquieta.
Para entonces ya sentía un agudo dolor en la espalda y casi como si arrastrara el vientre por el suelo. Volvió a entrar en el cuarto de baño y sin previo aviso, al regresar al dormitorio, notó un fortísimo dolor que pareció atravesarla, un dolor que se iniciaba en la espalda, que la obligó a doblarse sobre sí misma. Y de pronto lo único que deseó hacer fue quedarse donde estaba y empujar hacia fuera el bebé. El dolor no cejó ni un momento, y seguía presionándola, desde la espalda hasta el vientre y más abajo. Apenas si podía sostenerse en pie cuando se sentó, y William se aproximó en seguida al ver la expresión de su rostro. La montó sobre la silla de ruedas y la llevó a la cama atemorizado.
– ¡Sarah, me vas a hacer lo mismo otra vez! ¿Qué ha ocurrido?
– No lo sé -contestó sin casi poder hablar-. Creía que era… una indigestión, pero ahora está empujando tan fuerte… Es…, oh, Dios, William. ¡Estoy de parto!
– ¡No, esta vez no!
Se negó categóricamente a permitir que volviera a suceder. La dejó un instante en la alcoba, y se dirigió al teléfono para llamar al hospital y pedirles que enviaran una ambulancia. Ella tenía esta vez 40 años, y no 23, y no estaba dispuesto de nuevo a arriesgarse con otro bebé de cinco kilos. Pero ella le llamaba a gritos cuando colgó; en el hospital le aseguraron que llegarían en seguida. Estaban a veinte minutos de distancia y el médico ya se encontraba en camino.
En cuanto llegó a su lado, ella se agarró a su camisa y aferró su mano. No gritaba, pero parecía sentir una angustia terrible, y estaba sorprendida y asustada.
– Sé que está naciendo…, William…, ¡lo noto! -le gritaba. Estaba sucediendo todo con tanta rapidez, y tan de improviso… -. Ya puedo sentir su cabeza… ¡Está saliendo… ahora! -gritó ella.
Permaneció allí tumbada, gritando y empujando alternativamente, y William le levantó con rapidez el camisón y vio la cabeza del bebé, que justo apuntaba en ese momento, tal y como la había visto la vez anterior. Sólo que entonces tardó horas en salir, después de muchos dolores y esfuerzos, mientras que en esta ocasión nada parecía capaz de detenerla.
– ¡William! ¡William! ¡No…, no puedo hacerlo! ¡Haz que se pare!
Pero nada podía detener a este bebé. La cabeza se abría paso implacablemente, surgiendo de su madre, y un momento más tarde apareció un pequeño rostro que le miraba con unos ojos muy brillantes, y una boca rosada y perfecta que lloraba, y los dos lo vieron. Instantáneamente, William se inclinó para ayudarla. Intentó que Sarah se relajara y, un instante después, que volviera a empujar y de repente quedaron libres los hombros, y los brazos y, a continuación, a toda velocidad, el resto del cuerpo. Era una hermosa niña, que parecía absolutamente furiosa con los dos, mientras Sarah permanecía echada en la cama, con una expresión incrédula. Los dos quedaron asombrados por la fuerza del parto. Había sido tan violento y tan rápido. Apenas un momento antes había estado hablando con Emanuelle por teléfono y luego, de repente, ya estaba dando a luz. Y todo el alumbramiento había durado menos de diez minutos.
– Recuérdame que no vuelva a confiar en ti -le dijo William con un hilo de voz, luego la besó.
Esperó a que llegara el médico para cortar el cordón, y las envolvió a ambas en sábanas y toallas limpias. La recién nacida ya se había aplacado un tanto, al mamar del pecho de su madre y no sin dirigirle alguna que otra mirada ocasional de enojo por haber sido expulsada tan bruscamente de su cómodo y agradable alojamiento.
Los dos estaban sonrientes cuando llegó el médico, unos veinte minutos más tarde. Se disculpó profusamente, explicando que había acudido todo lo rápido que había podido. Al fin y al cabo, se trataba del cuarto hijo de Sarah y no había forma de saber que esta vez todo sería así de precipitado.