Los felicitó a ambos, declaró que la niña estaba perfectamente, y cortó el cordón que William había atado con un hilo limpio que había encontrado en su despacho. Alabó a ambos por lo bien que lo habían hecho, y ofreció a Sarah llevarla al hospital, aunque admitió que no lo necesitaba.
– Preferiría quedarme en casa -dijo Sarah tranquilamente y William la miró, haciendo ver que aún estaba enfadado.
– Sé que eso es lo que prefieres. La próxima vez te aseguro que te llevo a un hospital de París con dos meses de anticipación.
– ¡La próxima vez! -exclamó irónica ella-. ¡La próxima vez! ¿Bromeas? ¡La próxima vez seré abuela!
Se reía de él, y volvía a ser ella misma. Había sido toda una experiencia y, aunque breve, terriblemente dolorosa, pero en realidad, todo se había desarrollado con suma facilidad.
– No estoy muy seguro de confiar en ti respecto a eso -replicó él y acompañó al médico a la salida. Luego le llevó a Sarah una copa de champaña, y se quedó allí sentado, observando durante largo rato a su esposa y a su hija recién nacida-. Es muy hermosa, ¿verdad?
Las miró intensamente, y se acercó con lentitud.
– Lo es -asintió Sarah, mirándole-. Te amo, William. Gracias por todo…
– No hay de qué.
Se inclinó hacia ella y la besó. A la pequeña la llamaron Isabelle. A la mañana siguiente, Julian anunció que era «su» bebé enteramente suyo, y que todos tendrían que pedirle permiso para sostenerla entre sus brazos. La tuvo todo el tiempo, con la ternura propia de un padre primerizo. Experimentaba todas las emociones que había experimentado Phillip, toda la misma gentileza y amor. Adoraba a su hermana pequeña. Y, a medida que fue creciendo, se estableció entre ambos un lazo que nadie podría romper. Isabelle adoraba a Julian, y él siempre fue un hermano cariñoso y su más feroz protector. Ni siquiera sus padres pudieron interponerse entre ellos y al cabo de muy poco tiempo aprendieron a ni siquiera intentarlo. Isabelle pertenecía a Julian, y viceversa.
21
En el verano de 1962, cuando Phillip se graduó en Cambridge, a nadie de la familia le sorprendió su anuncio de que quería entrar a trabajar en Whitfield's, Londres. Lo único asombroso fue que añadiera que iba a dirigir la tienda.
– No lo creo, cariño -dijo Sarah imperturbable-. Antes tienes que aprender a llevar el negocio.
Durante el transcurso del verano había seguido cursos en economía y gemología, y creía saber todo lo que necesitaba sobre Whitfield's.
– Vas a tener que dejar que Nigel te muestre antes los hilos – añadió William a la voz de su esposa, y Phillip se puso lívido.
– Ya sé más ahora de lo que podrá saber en toda su vida esa vieja fruta seca -les espetó, ante lo que Sarah se enfadó.
– No lo creo, y si no trabajas como subordinado suyo y le tratas con el mayor de los respetos, no te permitiré trabajar en Whitfield's. ¿Está claro? Con esa actitud, Phillip, no tienes nada que hacer en este negocio.
Phillip todavía estaba furioso con ella varios días más tarde pero finalmente consintió en trabajar para Nigel. Al menos durante un tiempo, y luego reconsideraría la situación.
– Eso es ridículo -exclamó Sarah más tarde-. Sólo tiene 22 años, casi 23, de acuerdo, pero ¿cómo se atreve a pensar que sabe más que Nigel? Debería besar el suelo que él pisa.
– Phillip nunca ha besado nada -comentó William ajustándose a la verdad-, excepto si con ello conseguía lo que quería. No ve que Nigel pueda serle de utilidad. Me temo que Nigel lo va a pasar muy mal con Phillip.
Antes de que Phillip empezara a trabajar en la tienda, en julio, advirtieron a Nigel que él tenía el control más completo y que, en caso de no poder manejar a su hijo, tenía su permiso para despedirlo. El hombre se mostró profundamente agradecido por el voto de confianza que le daban.
Sus relaciones con Phillip fueron ciertamente superficiales durante el año siguiente, y hubo momentos en que le habría gustado desembarazarse de él. Pero tenía que admitir que el instinto del joven para los negocios era excelente, algunas de sus ideas buenas, y a pesar de no tenerlo en una muy alta consideración como ser humano, empezó a convencerse de que, a la larga, sería muy bueno para el negocio. Le faltaba la imaginación y el sentido del diseño que poseía su madre, pero poseía todo el impulso empresarial de su padre, que ya había demostrado al ayudarle a dirigir Whitfield.
Durante los seis o siete últimos años William no había estado muy bien de salud. Había desarrollado una artritis reumatoide en todas sus antiguas heridas, y Sarah lo llevó a todos los especialistas que pudo. Pero poca cosa pudieron hacer por él. Había sufrido demasiado y lo habían torturado durante tanto tiempo, que ahora apenas si podían hacer nada. William se lo tomó con valentía. Pero en 1963, al cumplir los 60 años, parecía diez años más viejo, y Sarah estaba muy preocupada. Isabelle ya tenía siete años y era como una pequeña bola de fuego. Tenía el cabello oscuro, como Sarah y sus mismos ojos verdes, pero con una mente propia y un carácter que no soportaba que le llevaran la contraria. Lo que Isabelle quería era ser abogado y nadie iba a convencerla de que hiciera otra cosa. La única persona capaz de hacerle cambiar de idea sobre cualquier cosa era su hermano Julian, que la adoraba, y ella le amaba con la misma pasión incondicional, a pesar de que siempre hacía lo que se le antojaba.
Julian tenía trece años y seguía mostrando el mismo carácter bonachón que había tenido desde que nació. Siempre le divertía lo que hacía Isabelle, tanto a él como a cualquier otra persona, fuera lo que fuese. Cuando le tiraba del pelo, le gritaba o le cogía y le rompía las cosas que más quería en una rabieta, la besaba, la calmaba, le decía lo mucho que la quería y por último ella volvía a calmarse. Sarah siempre se maravillaba al observar la paciencia del muchacho. Había momentos en que la propia Sarah hubiera querido estrangular a su hija. A veces, sin embargo, la niña era hermosa y encantadora. Pero, desde luego, no era una persona fácil de tratar.
– ¿Qué he hecho para merecerme esto? -le preguntó a William en más de una ocasión-. ¿En qué me equivoqué para tener unos hijos tan difíciles?
Phillip había sido como una espina clavada en su costado durante años, e Isabelle la ponía furiosa a veces. Pero Julian lograba que las cosas fueran más fáciles para todos, diseminaba el bálsamo que suavizaba cualquier disgusto, amaba y besaba a los demás, se preocupaba por ellos y hacía todo lo que era correcto. Era clavado a William.
Sus negocios seguían prosperando. Sarah se mantenía muy ocupada con ellos y, también se las arreglaba para estar con sus hijos, al mismo tiempo que seguía diseñando joyas y peinando el mercado en busca de piedras preciosas, comprando ocasionalmente alguna que otra pieza antigua, rara y de gran valor. Para entonces ya se habían convertido en los joyeros favoritos de la reina y de otras muchas personas ilustres en ambas ciudades. Y le agradaba ver cómo Julian estudiaba ahora sus dibujos, e introducía pequeños cambios aquí y allá, o hacía sugerencias muy oportunas. De vez en cuando, él mismo diseñaba alguna pieza original, completamente diferente al estilo de su madre y, sin embargo, realmente encantadora. Recientemente, Sarah había ordenado montar uno de sus diseños y se lo había puesto, ante lo que Julian quedó totalmente emocionado. Del mismo modo que Phillip no mostraba el menor interés por el diseño y se concentraba en la parte empresarial de lo que hacía, Julian demostraba una verdadera pasión por las joyas. William solía decir que quizás algún día ambos formaran una combinación muy interesante, si es que no se mataban el uno al otro antes, añadía Sarah. No tenía ni la menor idea de qué lugar podría ocupar Isabelle en ese plan, excepto que encontrara un esposo muy rico y tolerante, que le permitiera pasarse el día entregada a sus caprichos. Sarah siempre intentaba mostrarse firme con ella, y trataba de explicarle por qué no podía hacer siempre lo que quería, pero era Julian el que finalmente le hacía recuperar el buen sentido, el que la calmaba y la escuchaba.