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Siguió aumentando de peso durante otro mes, y quería acudir al médico para ver qué tenía, pero nunca encontraba el tiempo y, por lo demás, se sentía bien, bastante mejor que dos meses antes. Y entonces, sin esperarlo, una noche que estaba tumbada en la cama al lado de William percibió una sensación extraña, aunque familiar.

– ¿Qué ha sido eso? -le preguntó como si él también la hubiera notado.

– ¿El qué?

– Algo se ha movido.

– He sido yo. -Entonces, se giró hacia ella y le sonrió-. ¿Por qué estás tan nerviosa esta noche? Pensaba que ya nos habíamos ocupado de satisfacer eso esta mañana.

Eso, al menos, no había cambiado, aunque ella sí. Ahora se sentía mejor. Gracias a William, la temporada pasada en Italia había sido increíblemente romántica.

No le dijo nada más, pero lo primero que hizo por la mañana fue acudir al médico en La Marolle. Le describió todos los síntomas y el hecho de estar segura de que cuatro meses antes le había llegado la menopausia, y luego le describió la sensación que tuvo la noche anterior, cuando estaba con William en la cama.

– Sé que parece una locura -explicó Sarah-, pero creo… que estoy embarazada.

Se sentía como uno de esos hombres viejos con las piernas amputadas que todavía creen notar un picor en las rodillas.

– No es imposible. La semana pasada ayudé a traer al mundo a un niño de una mujer de 56 años. Era su decimoctavo hijo -dijo el médico, tratando de animarla.

Sarah gimió ante la perspectiva. Quería mucho a los hijos que había tenido, aunque en algún momento hubiera querido tener más, pero esa época ya había pasado. Tenía ya casi cuarenta y ocho años de edad, y William la necesitaba. Era demasiado vieja para tener otro hijo. Isabelle cumpliría ocho años ese verano y ella era su bebé.

– Madame la duchesse -dijo el médico formalmente, de pie, mirándola después de haberla examinado-. Tengo el placer de informarle que, en efecto, va a tener un hijo. -Por un momento incluso creyó que podrían tratarse de gemelos, pero ahora estaba seguro de que no era así. Sólo era uno, aunque de buen tamaño-. Creo que será quizá para Navidades.

– No lo dirá en serio, ¿verdad? -preguntó, conmocionada por un momento, pálida y mareada.

– Hablo muy en serio, y estoy muy seguro -contestó el médico sonriéndole-. Monsieur le duc se pondrá muy contento, estoy seguro.

Pero ella no estaba tan segura esta vez. Quizá William pensara de otro modo después de haber sufrido el ataque al corazón. Ahora, ni siquiera podía imaginárselo. Ella tendría cuarenta y ocho años cuando naciera el niño, y él sesenta y uno. Qué ridículo. Y, de repente, supo con absoluta certeza que no podía tener este bebé.

Le dio las gracias al médico y regresó al château en el coche, pensando en qué iba a hacer al respecto, y qué le diría a William. La situación la deprimía profundamente, incluso más que el pensar en la llegada de la menopausia. Esto era ridículo. Era un error, a su edad. No podía volverlo a hacer. Y sospechaba que, probablemente, él pensaría lo mismo. Incluso podía no ser normal. Era ya tan vieja, se dijo a sí misma. Por primera vez en su vida, consideró la posibilidad de un aborto.

Se lo dijo a William aquella misma noche, después de la cena. Él escuchó atentamente todas sus objeciones. Le recordó después que sus propios padres habían tenido la misma edad en el momento de nacer él, y que eso no parecía haberles afectado, pero también comprendía lo alterada que estaba Sarah. Sobre todo, estaba asustada. Había tenido cuatro hijos, uno de ellos murió, otro había aparecido como una sorpresa, y ahora esto, tan inesperado, tan tarde y, sin embargo, ante sus ojos, un verdadero don, hasta el punto de que no veía forma de rechazarlo. Pero la escuchó, y aquella noche permaneció a su lado, sosteniéndola entre sus brazos. Le preocupó un poco comprobar cómo se sentía Sarah, pero también se preguntaba si no estaría muy asustada. Había sufrido mucho en los partos anteriores, y quizás ahora fuera incluso peor.

– ¿De verdad que no quieres a este niño? -le preguntó con tristeza, acostado a su lado, abrazándola como hacía siempre que se disponían a dormir.

Le entristecía que no lo quisiera, pero no deseaba presionarla.

– ¿Tú sí? -replicó con otra pregunta porque en su interior también había una parte que no estaba segura del todo.

– Yo quiero lo que a ti te parezca bien, cariño. Te apoyaré en lo que tú decidas.

El oírle decir eso hizo que las lágrimas acudieran a sus ojos. Era siempre tan bueno con ella… siempre estaba allí cuando lo necesitaba, y eso le hacía amarlo más.

– No sé qué hacer…, ni lo que es correcto. Una parte de mí lo desea, y otra parte no…

– La última vez también te sentiste así -le recordó.

– Sí, pero entonces sólo tenía 40 años, mientras que ahora me siento como si tuviera doscientos. – William se echó a reír ante el comentario, y ella le devolvió la sonrisa entre un velo de lágrimas-. Y todo por tu culpa. Realmente, eres una amenaza para el vecindario – dijo, haciéndole reír-. Es un milagro que te dejen suelto por las calles.

Pero a él le encantaban esa clase de bromas, y ella lo sabía. Al día siguiente dieron un largo paseo por la propiedad y, sin darse cuenta, llegaron junto a la tumba de Lizzie. Se detuvieron, y ella apartó algunas de las hojas caídas. Se arrodilló un momento, para limpiar la tumba y entonces sintió a su marido muy cerca de ella. Levantó la cabeza y vio a William que la miraba con un punto de tristeza.

– Después de eso…, ¿podemos acabar con una vida, Sarah? ¿Tenemos ese derecho?

Fugazmente, volvió a recordar la sensación de tener a Lizzie entre sus brazos, veinte años antes…, la niña que Dios se había llevado y ahora El les daba otra. ¿Tenía ella derecho a rechazar ese regalo? Después de haber estado a punto de perder a William, ¿quién era ella para decidir quién debía vivir o morir? De pronto, con una oleada de emoción, supo lo que quería, se fundió en los brazos de su esposo y empezó a llorar, por Lizzie, por él, por ella misma, por el bebé al que podría haber matado, excepto que en lo más profundo de su ser sabía que no habría podido hacerlo.

– Lo siento…, lo siento mucho, cariño…

– Sshhh, está bien, todo está bien ahora.

Permanecieron allí sentados durante largo rato, hablando de Lizzie, de lo dulce que había sido, de este nuevo niño, de los hijos que habían tenido y la bendición que habían representado para ellos. Luego, regresaron despacio al château, ella a su lado y él en la silla de ruedas. Se sentían desusadamente en paz consigo mismos y llenos de esperanza por el futuro.

– ¿Para cuándo dijiste que sería? -preguntó William, repentinamente orgulloso, muy ufano.

– El médico dijo que para Navidad.

– Bien -dijo con expresión feliz. Y luego, con una mueca burlona añadió-: Apenas si puedo esperar para decírselo a Phillip.

Los dos se echaron a reír y así regresaron al château, riendo, hablando y gastándose bromas, como habían hecho siempre, desde hacía veinticinco años.

22

Esta vez, Sarah estuvo en el château durante la mayor parte de la gestación. Podía llevar el negocio desde donde se encontraba, y no quería ofrecer un espectáculo en Londres o París. Por mucho que William le hablara continuamente de la edad que habían tenido sus padres cuando llegó él, ella era muy consciente de lo que significaba un embarazo a su edad, aunque tuvo que admitir que le producía una sensación muy agradable.