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William, por su parte, parecía decaer día tras día, y el día de Año Nuevo estaba demasiado débil para celebrar el primer cumpleaños de Xavier. Le habían preparado un pequeño pastel y Sarah le cantó el «cumpleaños feliz» durante el almuerzo, antes de subir a la alcoba para quedarse con William.

Se había pasado durmiendo la mayor parte de los últimos cinco días, pero ahora abrió los ojos al oírla entrar en el dormitorio, a pesar de que ella intentó no hacer el menor ruido. Le gustaba saber que estaba en alguna parte, cerca de él. Sarah pensó en llevarlo al hospital, pero el médico ya le había dicho que eso no serviría de nada, que allí no podían hacer nada por él. El cuerpo tan maltratado veinticinco años antes se estaba desmoronando finalmente, con sus órganos quebrados más allá de toda posible cura, operados únicamente para que pudieran resistir algún tiempo más, un tiempo que ahora se acercaba a su fin. Sarah no podía soportar ese pensamiento. Sabía lo fuerte que era el ánimo de su esposo y que acabaría por recuperarse.

La noche del cumpleaños de Xavier estaba tranquilamente junto a William, en la cama, sosteniéndolo en sus brazos, y se dio cuenta de que se abrazaba a ella, casi como un niño, tal y como había hecho Lizzie, y entonces lo supo. Lo sostuvo contra sí y lo cubrió con mantas, tratando de transmitirle todo el amor y la fortaleza que pudiera. Poco antes del amanecer levantó la mirada hacia ella, la besó dulcemente en los labios y suspiró. Ella le besó dulcemente en el rostro en el instante en que daba su último suspiro y dejó de existir serenamente, en brazos de la esposa que tanto le había amado.

Se quedó sentada en la cama, sosteniéndolo durante largo rato, con lágrimas rodándole por las mejillas. No quería dejarlo marchar, vivir sin él. Deseó marcharse con él, y entonces oyó el llanto de Xavier en la distancia y supo que no podía hacer eso. Fue casi como si el bebé hubiera sabido que su padre acababa de morir. Y la pérdida terrible que eso representaba para él y para todos ellos.

Sarah lo dejó suavemente sobre la cama, volvió a besarlo y cuando salió el sol y los largos dedos de su luz entraron en la habitación, lo dejó a solas, cerró la habitación sin hacer el menor ruido y lloró en silencio. El duque de Whitfield había muerto. Y ella era viuda.

23

El funeral fue sombrío y grave, se celebró en la iglesia de La Marolle y el coro local cantó el Ave María, con Sarah en los bancos de la iglesia, acompañada por sus hijos. Llegaron amigos íntimos desde París, pero el oficio fúnebre principal se celebraría en Londres, cinco días después.

Lo enterró junto a Lizzie, en el Château de la Meuze, y ella y Phillip discutieron sobre ello durante toda la noche, porque él afirmaba que, desde hacía siete siglos, los duques de Whitfield se enterraban en Whitfield. Ella no podía estar de acuerdo con su hijo. Deseaba que estuviera allí, con ella y con su hija, en el mismo lugar que tanto había amado y donde había vivido y trabajado con Sarah.

Salieron en silencio de la iglesia, sosteniendo la mano de Isabelle, con Julian rodeándola con un brazo. Emanuelle había llegado desde París y salió de la iglesia cogida del brazo de Phillip. Formaron un pequeño grupo y, más tarde, Sarah sirvió el almuerzo para todos en el château. Los habitantes del pueblo también presentaron sus respetos, y Sarah invitó a almorzar a aquellos que habían conocido, servido y querido a su esposo. Ni siquiera podía imaginarse cómo sería la vida sin él.

Parecía como atontada, caminaba por el salón, ofrecía vino a la gente, estrechaba manos y escuchaba las historias que contaban sobre monsieur le duc, pero ésta había sido su vida, la vida que ellos habían construido y compartido durante veintiséis años. Ahora, le resultaba imposible creer que todo hubiera terminado.

Nigel también llegó de Londres. Y lloró cuando lo enterraron, como Sarah, sostenida entre los brazos de Julian. Verle allí, al lado de Lizzie, era más de lo que podía soportar. Parecía como si fuera ayer cuando habían acudido a ese mismo lugar y habían hablado de todo, de ella, de tener a Xavier, que se había convertido ahora en una alegría para ella. Pero la tragedia era que nunca conocería a su padre. Tendría dos hermanos mayores que se ocuparían de él, y una madre y una hermana que lo adorarían, pero nunca conocería al hombre que había sido William, y saberlo le desgarraba el corazón.

Dos días más tarde todos viajaron a Londres para el funeral, que discurrió con gran pompa y ceremonia. Estuvieron presentes todos los parientes de William, y también la reina y sus hijos. Después, se marcharon a Whitfield, donde atendieron a cuatrocientos invitados a tomar el té. Sarah se sentía como un autómata, estrechando manos, y se giró de repente cuando oyó a alguien decir: «Su Gracia», por detrás de ella, y la voz de un hombre que respondía. Por un momento, pensó que William acababa de entrar en la estancia, pero se sobresaltó al ver que se trataba de Phillip. Y entonces, por primera vez, se dio cuenta de que su hijo se había convertido ahora en el duque.

Fue una temporada muy dura para todos ellos, una época que ella siempre recordaría. No sabía a dónde ir, ni qué hacer para escapar de la angustia que la atormentaba. Si iba a Whitfield, él estaría allí, y todavía más si se quedaba en el château. Si se alojaba en un hotel en Londres, no podía dejar de pensar en él, y el apartamento de París le inspiraba terror. Habían sido tan felices allí, y se habían alojado en el Ritz durante su luna de miel… No había ningún sitio a donde ir, ningún lugar hacia el que echar a correr. Él estaba en todas partes, en su corazón, en su alma, en su mente y en cada uno de ellos, cada vez que miraba a sus hijos.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó Phillip serenamente un día que estaba en Whitfield, mirando por la ventana con expresión ausente.

No lo sabía y ni siquiera le importaba el negocio. Con gusto se lo habría entregado a su hijo. Pero sólo tenía 26 años, aún le quedaba mucho por aprender, y Julian sólo tenía quince si es que algún día quería dirigir la tienda de París.

– No lo sé -contestó con sinceridad. Ya había transcurrido un mes desde que él se fuera para siempre, y todavía no era capaz de pensar con claridad-. Trato de averiguarlo, y no puedo. No sé a dónde ir, ni qué hacer. Sigo preguntándome una y otra vez qué habría querido él que hiciera.

– Creo que él hubiera preferido que continuaras -dijo Phillip honradamente-, me refiero al negocio y a todo lo que solías hacer con él. No puedes dejar de vivir.

Sin embargo, había veces en que se sentía tentada de hacerlo.

– A veces, me gustaría.

– Lo sé, pero no puedes -dijo su hijo con serenidad-. Todos tenemos una obligación que cumplir.

Y la de él era más pesada ahora que la de ninguno. Había heredado Whitfield, del que Julian no recibiría ninguna participación. La tendría del château, que compartiría con Isabelle y Xavier, pero así era la injusticia de las leyes inglesas. Ahora, Phillip soportaba sobre sus hombros la carga del título y todo lo que eso representaba. Su padre lo había sobrellevado decorosamente y bien, y Sarah no estaba muy segura de que Phillip supiera hacer lo mismo.

– ¿Qué me dices de ti? -le preguntó con amabilidad-. ¿Qué vas a hacer ahora?

– Las mismas cosas que he venido haciendo -contestó de un modo vacilante y entonces decidió decirle algo que no le había dicho todavía-. Uno de estos días quisiera presentarte a alguien.