Sarah se sentía agradecida porque siguiera trabajando para ella, sobre todo ahora que Julian empezaba a introducirse en el negocio. El joven poseía un gran gusto y un maravilloso sentido para el diseño, así como un ojo muy fino para las joyas de mérito, pero había muchas cosas que no sabía acerca de cómo dirigir un negocio. Emanuelle ya no se dedicaba a vender directamente; eso lo había dejado desde hacía tiempo; ahora disponía de un despacho propio en el primer piso, era la directrice genérale, y su despacho se hallaba situado directamente frente al de Sarah. A veces dejaban las puertas abiertas y se gritaban de uno a otro despacho, como dos jovencitas en un dormitorio común, cuando hacen los deberes. Seguían siendo muy buenas amigas, y sólo esa amistad, sus hijos y la siempre creciente carga de trabajo habían ayudado a Sarah a superar la muerte de William. Habían transcurrido seis años desde entonces y, para Sarah, habían sido brutalmente solitarios.
La vida no era lo mismo sin él, tanto en las cuestiones grandes como en los pequeños detalles. Ahora ya habían desaparecido las risas que compartieron, los pequeños gestos reflexivos, las sonrisas, las flores, la profunda comprensión mutua, los puntos de vista compartidos o diametralmente opuestos, su increíble buen juicio, su ilimitada sabiduría. El dolor que ella experimentaba era casi físico y muy vivo.
Los niños la habían mantenido ocupada durante todos aquellos años. Isabelle ya tenía dieciséis, y Xavier siete. El pequeño estaba en todo y Sarah se preguntaba a veces si lograría sobrevivir a su niñez. Se lo encontraba en el tejado del château o en cuevas que hacía cerca de los establos, probando hilos eléctricos, construyendo cosas que daban la impresión de poder matarlo con facilidad. Pero, no sabía cómo, el pequeño nunca se hizo daño, y la energía e ingenuidad que demostraba intrigaban a su madre. También poseía pasión por las piedras preciosas y las rocas, y siempre creía haber descubierto oro, plata o diamantes. En cuanto algo relucía al sol, saltaba sobre lo que fuera y afirmaba haber encontrado un bijou para Whitfield's.
Phillip ya era padre de un niño que ahora tenía cinco años, y una niña de tres, Alexander y Christine, pero Sarah admitía, aunque sólo ante Emanuelle, que se parecían demasiado a Cecily, y que despertaban muy poco interés en ella. Eran atentos, pero muy tristes y pálidos, y su compañía no resultaba muy excitante, o soportable. Se comportaban de una forma distante y tímida, incluso con Sarah. A veces, llevaba a Xavier a jugar con ellos, en Whitfield, pero el pequeño Xavier era mucho más emprendedor, y siempre andaba haciendo travesuras hasta que acabó por ser evidente que a Phillip no le gustaba tenerlo cerca.
En realidad, a Phillip no le gustaban ninguno de sus hermanos, o su hermana, ni se mostraba interesado por ellos, excepto quizá por Julian, a quien a veces Sarah temía que Phillip odiara.
Se sentía irrazonablemente celoso de él hasta el punto de que con la perspectiva de que Julian entrara en el negocio, a ella le preocupaba que Phillip pudiera hacerle algún daño. Sospechaba que Emanuelle temía lo mismo, pues ya le había comentado la necesidad de que lo vigilara. En otros tiempos, Phillip había sido su amigo, había estado a su cargo, pero en aquel entonces su vida era mucho menos sofisticada que ahora y, en cierto sentido, lo conocía incluso mejor que la propia Sarah. Sabía qué maldades era capaz de cometer, qué cosas temía más y qué venganzas podía perpetrar cuando alguien se le cruzaba en su camino. De hecho, a Emanuelle le extrañaba que, después de todos aquellos años, Phillip continuara llevándose bien con Nigel. Entre ambos se había establecido una unión insólita, una especie de matrimonio de conveniencia que, a pesar de todo, seguía funcionando.
Phillip odiaba lo mucho que todos querían a Julian, y no sólo su familia, sino también sus amigos e incluso sus mujeres. Salía con las jóvenes más atractivas de la ciudad, siempre hermosas, divertidas y deslumbrantes, y ellas le adoraban. Incluso antes de casarse, las mujeres con las que salía Phillip eran un poco desaliñadas. Y Emanuelle sabía que seguía sintiéndose atraído por esa clase de mujeres cuando su esposa no estaba a su lado. En cierta ocasión lo había visto en París en compañía de una de ellas, y él fingió que se trataba de su secretaria y que estaban en viaje de negocios. Se alojaban en el Plaza Athénée, y él tomó prestadas algunas de sus mejores joyas para que las luciera durante unos pocos días. Al verse descubierto, le pidió a Emanuelle que no se lo comentara a su madre. Pero las joyas perdían en aquella mujer, que parecía cansada y usada, y las ropas ridículamente cortas que llevaba no tenían mucho estilo. Simplemente, parecía barata, algo que Phillip no daba la impresión de notar. Sarah lo sintió mucho por él. Para ella, era evidente que su hijo no había encontrado la felicidad en su matrimonio.
Pero durante la graduación de Julian nadie echó de menos a Phillip.
– Bien, amigo mío -le dijo Emanuelle al salir de la Sorbona-, ¿cuándo piensas ponerte a trabajar? Mañana mismo, n'est-ce pas?
Él sabía que sólo bromeaba, porque acudiría a la fiesta que organizaba su madre en su honor aquella noche, en el château, fiesta a la que asistirían todos sus amigos.
Los chicos se alojarían en los establos y las chicas dormirían en la casa principal y en la casita del guarda, mientras que los invitados adicionales se quedarían en hoteles de las cercanías. Esperaban a casi trescientas personas. Después de la fiesta, se marcharía a pasar unos días en la Riviera, pero le había prometido a su madre que empezaría a trabajar el lunes.
– El lunes, te lo prometo -contestó mirando a Emanuelle con aquellos enormes ojos que ya habían derretido muchos corazones. Se parecía mucho a su padre-. Te lo juro…
Levantó una mano, como para dar un sentido oficial a su compromiso, y Emanuelle se echó a reír. Sería divertido tenerlo en Whitfield's. Era tan apuesto que las mujeres le comprarían cualquier cosa. Confiaba, sin embargo, en que él no las comprara para ellas. Era increíblemente generoso, como lo había sido William, y terriblemente bondadoso.
Sarah le había ofrecido su piso de París, hasta que pudiera encontrar uno, y tenía verdaderos deseos de instalarse allí. También le entregó un Alfa Romeo como regalo de graduación, lo que sin duda impresionaría a las chicas. Ese día, se ofreció a conducir a Emanuelle hasta el château, después del almuerzo en el Relais del Plaza, pero ella había prometido acompañar a Sarah.
En su lugar, fue Isabelle quien le acompañó y él no dejó de burlarse de sus piernas largas y sus faldas cortas, que le daban más aspecto de mujer de 26 años que de la adolescente que era.
Como solía decir Julian refiriéndose a ella, era un verdadero problema. Tonteaba con todos sus amigos, y había salido con varios de ellos. A él siempre le extrañaba que su madre no adoptara una postura más firme con ella. Pero desde la muerte de su padre se mostraba muy blanda. Era casi como si no tuviera la fortaleza o el deseo de luchar con ellos. Julian pensaba que consentía demasiado a Xavier, pero lo único que hacía el niño eran cosas como encender petardos en los establos y asustar a los caballos, o perseguir a los animales de la granja hasta hacerlos huir por los viñedos. Las travesuras de Isabelle, en comparación, resultaban mucho más peligrosas, a pesar de ser más discretas, al menos a juzgar por lo que le había comentado su amigo Jean-Francois. Recientemente, lo había vuelto loco durante un fin de semana que pasaron esquiando en Saint- Moritz, hasta que, finalmente, le dio con la puerta de su habitación en las narices, un hecho por el que Julian no dejó de sentirse agradecido, pero también sabía que su hermana no tardaría mucho en dejar la puerta abierta.