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—¡No, Renato! —protesta Juan.

—El hijo de la mujer a quien más había amado... Piénsalo, y acaso puedas perdonar el rencor de mi pobre madre... Como ves, nada te he dado que no merezcas, que no hayas ganado, ni a lo que yo no deba renunciar... Hasta a Mónica la salvaste tú, Juan... Tu amor la llevó al Cabo del Diablo, y tu generosidad al Monte Parnaso... Si hubiera permanecido a mi lado, su juventud y su belleza serían hoy cenizas, como lo es todo cuanto amé, como lo son aquellas que me amaron: mi madre y...

Ha apretado los labios bajo la fuerza quemante del recuerdo amarguísimo. Luego, se vuelve para estrechar las manos de Mónica con gesto apresurado:

—Que seas feliz, Mónica, que seas tan feliz junto al hombre a quien amas, como yo hubiera querido hacerte...

—¡Renato...! ¡Mi pobre Renato...! —murmura Mónica conmovida.

—Sólo una súplica... ¡No me compadezcas!

—Sólo quiero darte las gracias, Renato, las gracias con toda mi alma...

—No hice nada que en verdad las merezca. Simplemente, no soy un canalla... Y ahora, abreviemos la despedida... Saldré muy pronto, en el primer barco que quiera llevarme...

—Pero aún no estás repuesto, hijo —pretende detener Noel.

—Me repondrán los aires de Francia. Gracias, Noel, y adiós. Usted siempre fue un hombre honrado y nunca vaciló en señalar el camino con su ejemplo...

—¡Que Dios te bendiga! Te lo digo como pudiera decírtelo tu propio padre...

—Renato... No sé qué decirte... —susurra Juan terriblemente confuso.

—No hay que decir nada. Te admiré desde niño; desde niño tuve la conciencia de que eras el más fuerte, el que valías más. No es ningún mérito reconocerlo... Quise ser tu amigo. Las circunstancias me convirtieron en lo contrario... Creo que llegué a odiarte. Pero, aun odiándote, te he estimado, y si nunca pude llamarte amigo, ahora quiero llamarte, aun cuando sea como palabra de despedida, hermano...

—Renato... Hermano... —exclama Juan hondamente conmovido.

—Y ahora, un abrazo... —Los dos hermanos se han estrechado en un emocionado abrazo, y Renato comenta con forzada jovialidad—: No aprietes tanto, Juan del Diablo...

—Tu herida, Renato —se alarma Mónica.

—No te preocupes, Mónica, que ya no sangra. Está cicatrizando y sanará. —Ha dado unos pasos, pero repentinamente se vuelve para estrechar de nuevo las manos de Juan, y recomendarle—: Cuida de nuestro Campo Real... Hazlo fecundo... Hazlo dichoso y próspero, como supo hacerlo nuestro padre...

EPILOGO

LA NUEVA CASA de Campo Real se alza justamente en el extremo opuesto del valle florido donde se alzara la primera. Queda muy cerca del desfiladero, en aquella colina soleada adonde llegan de cuando en cuando las ásperas ráfagas del aire del mar. Es una casa fresca y clara, limpia y alegre, pequeña si se le compara con el viejo palacio cuyas ruinas de mármol cubren las enredaderas silvestres; ancha, porque en ella caben, íntegros y triunfantes, el amor y la paz... Amor y paz en el corazón de la mujer que aguarda en el balcón que arropan las madreselvas; luz en sus ojos claros, que recorren los rectos caminos a cuyos lados marcan los surcos sus trincheras de paz... Espera dulcemente, sin inquietudes, sin angustias... Espera, los frescos labios encendidos para el beso que no puede tardar, las finas manos sensitivas enlazadas, preparándose para la caricia... Esa mujer sonríe, esa mujer ama, y es su amor como los rayos de ese sol que fecundan la tierra e iluminan las almas... Y el caballo que siente acercarse, al chocar de los duros cascos, alza en su corazón como un repique de campanas de plata...

Un hombre cruza las anchas tierras fértiles... Monta el más brioso e inquieto corcel que pisara la tierra americana, la mano ruda sostiene las riendas, retardando el galope como quien un instante retrasa la dicha para mejor gozarla. Su mirada se extiende a uno y otro lado. Ya no es Campo Real tierra de siervos y señores... Tierra es, fecunda y alegre, donde hombres libres ganan con su sudor el pan. Al paso del que es guía y ejemplo de todos, no se descubren las cabezas humildes, no se inclinan las serviles espaldas... Se alzan las manos en un saludo de respeto y afecto y él sonríe al pasar... Sonríe, y su mirada inquieta sube por las colinas hasta la casa blanca, hasta el balcón cubierto de madreselvas, donde le aguarda la mujer a quien ama...

—¿Tardé mucho, Mónica?

—Para mi impaciencia, siempre tardas. Pero, en realidad, no fue mucho... Tengo la avaricia de todas las horas, de todos los minutos de tu vida... Sé que no es posible... No pretendo tener un águila enjaulada... Pequeños son para ti Valle Chico y Campo Real. ¿Cómo puedo encerrarte en las cuatro paredes de mi casa?

—Enciérrame en un circulo más estrecho aún, mi Mónica; en el cerco de tus brazos... Quiero esta cadena en mi cuello, como quiero tu mirada en mis ojos y tu boca en mi boca... Sin tu presencia, me faltaría el aire, el sol, la vida misma... Por ti siento el aliento de vida que es lucha, triunfo... trabajo... Por tu inspiración, estos campos son otra vez fecundos, y dichosos los hombres que los labran. Hoy estuve en el puerto a contratar cien trabajadores más...

—¿Es posible? ¿Vuelven los que se fueron, los que dejaron la Martinica?

—No... Casi ninguno ha regresado... Pero no importa... Vienen hombres nuevos, de tierras más duras... Hombres de todas las razas: negros y bronceados, amarillos y blancos... metales nuevos para el crisol que es nuestra patria. Si vieras qué alegría me dio ver cómo se levantan ya las casas en Fort-de-France... Pronto tendremos una capital limpia y alegre, quizás más hermosa que Saint-Pierre...

—Saint-Pierre... Te has quedado pensativo... ¿Hay algo más que quieras decirme?

—Sí... Hoy se fue Renato... Se apartó de nosotros diciendo que se iba en seguida, pero no fue verdad... Esperó en una quinta de los alrededores...

—Renato... ¡Que Dios le dé la felicidad!

Un hombre cruza con silencioso paso la cabina de lujo de un barco que se va... Es alto, fino, altivo, viste ropas de caballero, sus cabellos son rubios y lacios, y hay en sus ojos claros una intensa mirada de nostalgia... Su mano, de largos dedos, busca entre sus bolsillos hasta encontrar unas hojas... papeles descoloridos, estrujados, casi borrados por el agua... papeles en los que, sin embargo, aún pueden verse los sellos del Gobernador y la firma del Papa. Con gesto lento y suave, ha hecho brotar la llama de un fósforo, acercándola a las hojas estrujadas. Un momento, su mano las sostiene en el aire, las mira arder, y las deja caer sobre las inquietas aguas...

El barco cruza frente a las ruinas de Saint-Pierre... Ha dejado atrás el promontorio de rocas sobre el que se alzara el faro, y proa a alta mar apresura la marcha. De pie junto a la baranda de cubierta, mira Renato aquella tierra que se aleja. Su cabeza se alza, sus ojos miran a la alta cumbre del volcán, sereno, sombrío, muerto o dormido, acaso como un símbolo o como una amenaza. Piensa en Mónica y en Juan... Un instante se nublan sus ojos claros; pero, con recia voluntad, vuelve la espalda y se dirige hacia el salón iluminado, dejando atrás la tierra que lentamente parece borrarse...

Martinica... tierra florida y convulsa, surgida al impulso de un borbotón de fuego... Volcán de amores y de odios, de pasiones sin freno, de abnegaciones y crueldades... Tierra única, donde habrían de chocar un día aquellos cuatro corazones apasionados: Mónica, Aimée, Renato, Juan... Martinica... isla brotada donde el brillante mar Caribe parece más inquieto, broche de oro en el collar de esmeraldas de las Antillas... Exuberante y áspera, generosa y salvaje, presa de aventureros, refugio de piratas, hija predilecta del sol más ardiente del planeta, cuna del gran volcán que es como el corazón ardiente y contenido latiendo en sus entrañas... Tierra feroz y misteriosa, abrupta y enigmática... Isla bravía; con nombre de mujer: ¡Martinica!

FIN