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Pero llegó el domingo en el que hubo tedéum de acción de gracias por el feliz encuentro, seguido de misa muy solemne, y en el momento del ofertorio la reina de Francia hizo llegar a doña Juana, por medio de un paje, una monedita de oro para que la echara en la bandeja de las ofrendas; otro tanto había hecho el rey, con don Felipe el Hermoso, siguiendo la costumbre de los Valois de distinguir a sus nobles, permitiéndoles que hicieran la ofrenda por ellos. Don Felipe accedió y echó la monedita, mas no así doña Juana, que sin recato alguno miró la moneda por una y otra cara, y como si se le hiciera poco, o no le satisficiera la efigie en ella acuñada, se la devolvió al paje, se quitó uno de sus zarcillos engarzado en piedras preciosas y lo puso en la bandeja de las ofrendas. Todo esto lo hizo con pausa y majestad para que quedara constancia de que quien estaba llamada a ser reina de España no podía ser tributaria de nadie, ni siquiera en la casa del Señor.

La esposa del rey de Francia, a la sazón Ana de Bretaña, que ya había estado casada con Carlos VIII, antecesor de su marido, y que por tanto era una reina muy bregada y acostumbrada a mandar, tan a mal tomó el gesto de la princesa que no la quiso esperar a la salida de la misa, y desde aquel día evitó el encontrarse con ella. Por contra, a don Felipe el Hermoso, pasado el primer enfado, le agradó la dignidad de la que hizo gala su esposa, y su única preocupación fue recuperar la joya para que no quedasen desparejados pendientes de tanto valor. Mandó rescatarlo del capellán real, mediante compensación en doblones de oro de Castilla, y se lo hizo llegar con una tarjeta amorosa a doña Juana. Ésta dijo que no podía recibir con más gusto tal presente, viniendo de quien venía, pero que aceptarlo sería tanto como privar al Señor de lo que ya era suyo; y para que no apenase su adorado esposo porque los zarcillos quedasen desparejados, ordenó que se entregaran los dos al capellán real. Éste era un abate franciscano, muy devoto de la Virgen quien, conmovido por la generosidad de la princesa, dispuso que se engarzasen en la corona de una imagen de Nuestra Señora, venerada en la región del Vendôme de la que era oriundo; posteriormente fue trasladada a la catedral de Chartres, en la que recibió culto bajo la advocación de Nuestra Señora de las Lágrimas, hasta que desapareció con ocasión de la Revolución francesa.

El 20 de enero del 1502, festividad de San Sebastián, hicieron su entrada en España, por Fuenterrabía, los archiduques de Borgoña, con mal pie por lo que a don Felipe se refiere por razones que cronistas pudorosos tratan de disimular.

Cierto que el cambio entre la dulce Francia y las montuosidades del País Vasco, y más tarde las asperezas de Castilla, no fue del agrado de los flamencos, que se admiraban del aire adusto de los que salían a recibirles, tan comedidos en sus manifestaciones de regocijo ante sus futuros soberanos; pero el verdadero mal fue que a la altura de Bayona tuvieron que abandonar carros y carruajes, que con tanta impedimenta no podían atravesar los tortuosos pasos de la frontera, y hubieron de montar sobre mulas y acémilas navarras, con tan mala fortuna que a don Felipe le dio un fuerte ataque de hemorroides que le hacía cabalgar en un ¡ay! Siendo jinete avezado y muy sufrido para el ejercicio físico, no quiso admitir su mal hasta que estaba muy avanzado y difícil remedio tenía. El cronista holandés, Raimundo de Brancafort, comenta lacónico:

«Nuestro señor, el archiduque don Felipe, entró en tierras de Castilla y Aragón con lágrimas en los ojos, y no por lo que dejaba a sus espaldas, o por lo que tenía frente a sí, sino por un mal del que ni las testas coronadas están dispensadas.»

Por tal motivo, en un pueblecito de Guipúzcoa hubo de detenerse la comitiva durante casi una semana y personas tan nobles como las que iban en ella hasta llegaron a pasar hambre, pues no había forma de encontrar alimentos para tanta gente en lugar donde no eran esperados. Mucho admiró a los flamencos el que vascones y castellanos comieran sólo una vez al día, y no todos los días, y los más sin mucho fundamento, cuando en sus países no se hacían con menos de cuatro o cinco comidas por jornada. Algunos nobles tentaron de volverse por donde habían venido, pero les disuadió el arzobispo de Besançon, no sólo por respeto a los archiduques, sino también por las sinecuras que les esperaban, ya que había duques en Castilla que entre lo propio y lo que comenzaba a llegar de las nuevas indias alcanzaban rentas que superaban los doscientos mil florines al año.

Por su parte, doña Juana dio nuevas muestras de su carácter decidido y dijo que de allí no habían de moverse, por mucha que fuera la necesidad, mientras su regio esposo no pudiera cabalgar con la gallardía que requería su dignidad. (Esto lo decía porque en las últimas jornadas había tenido que cabalgar a lo amazona, y no en horcajadas.) No consentía que nadie que no fuera ella misma, con sus propias manos, le curase de su mal con un ungüento que le facilitaban los cirujanos reales, aunque poco le aliviaba. A su vez, el archiduque sólo encontraba consuelo, en su desconsuelo, con los cuidados de su esposa, y en aquella contrariedad, una vez más, marido y mujer parecían los jóvenes enamorados que tanta admiración producían en el pueblo llano.

Según el cronista Raimundo de Brancafort eran unos tumorcillos que, al tiempo que dañaban la parte afectada, trastornaban el carácter de quien los padecía, hasta el extremo de hacerle desear la muerte. En éstas tuvo noticia la princesa, por una mujer del pueblo, de que no lejos de allí había un curandero al que llamaban Aita Sorgin, que en su habla quiere decir padre de los brujos, que se daba mucha maña en curar toda clase de dolencias, en especial las más vergonzosas. La princesa le hizo llamar en contra del parecer de los médicos y hasta de su capellán, que le advertía que en habiendo brujos por medio, el diablo no andaría muy lejos; a esto le replicó doña Juana que nunca se había oído decir, ni en ninguna parte de las Escrituras estaba escrito, que el demonio se interesara por partes tan viles del cuerpo humano. De este Aita Sorgin se decía que tenía el don de la clarividencia, y que con sólo mirar la cara del enfermo sabía cuál era su mal. Hicieron la prueba con el archiduque y acertó a la primera y a continuación con el remedio que, además de hierbas, fueron unos lavados que le hizo él con sus propias manos.

Al sentirse curado en apenas veinticuatro horas, el archiduque, que no cabía en sí de alegría, le hizo venir a su presencia dispuesto poco menos que a concederle el título de cirujano real. Cuando le preguntó qué es lo que deseaba, el hombre le contestó que se fueran de allí cuanto antes, pues de seguir otra semana terminarían de arruinar al pueblo. Esta respuesta enturbió la alegría de don Felipe, pues le parecía que por boca de hombre tan sabio hablaban muchas gentes de aquel extraño país, que no le querían entre ellas.

Aliviado de su mal, pero con el ánimo confuso, ordenó reemprender la marcha el archiduque y dieron vista a la ciudad de Burgos mediado el mes de febrero del 1502. De ahí en adelante todo fueron recepciones solemnes allá por donde pasaban, siempre con tedéums y festejos, y hasta corridas de toros, que fueron muy del gusto de don Felipe, que tuvo ocasión de lucirse alanceando un toro, y más hubiera hecho si no fuera porque su real esposa no le consentía que pusiera en riesgo su vida.

Con todo esto se iba confortando el ánimo de don Felipe, y congraciándose con los españoles cuando, como una premonición de lo que habría de ocurrirle en su siguiente viaje a España, cayó de nuevo enfermo, en esta ocasión de más cuidado, pues contrajo un sarampión en Olías, cerca de Illescas, que por ser dolencia impropia de su edad, resultó más grave. Doña Juana mandó mensajeros, a uña de caballo, para que trajesen al Aita Sorgin del villorrio vascongado, pero no le pudieron hallar ya que dicen que oír hablar de correos reales que iban en su busca y desaparecer, todo fue uno. Estuvo una semana con fiebres muy altas que hicieron temer por su vida, y el Rey Católico, que les aguardaba en la ciudad de Toledo, donde había reunido a las Cortes que habían de prestarles juramento, viajó hasta Olías como muestra de solicitud hacia un yerno a quien todavía no conocía. En este punto el cronista Raimundo de Brancafort hace la siguiente reflexión: