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Esa cautela consistió en que en el ínterin gobernase el arzobispo Cisneros, pero no a título de regente, sino en nombre de la reina doña Juana. Este ser y no ser reina en mucho perjudicó a doña Juana y la hizo desvariar más que la muerte de don Felipe, que una vez acaecida y no teniendo remedio, la afligió no más que a otras viudas enamoradas que, como es de natura, tienden a recordar lo bueno y no lo malo del difunto y por eso se dice que cualquier tiempo pasado fue mejor. Gustaba doña Juana hablar de don Felipe, pero siempre para recordar sus donaires, y el buen trato que le dio en tal sitio y en tal otro.

En cuanto a sus famosas procesiones con el féretro de don Felipe a cuestas, a la luz de las antorchas, lo único que consta es que la misma epidemia que acabó con la vida de su esposo seguía enseñoreándose de Castilla, y cuando el mal llegó a Burgos, la reina se trasladó a Torquemada, y de allí a Hornillos y después a Arcos, siempre huyendo de la mortal enfermedad, de lo que se colige que no tenía tanto afán, como se ha dicho, en reunirse en el otro mundo con su amado esposo.

Entretanto, y pese a tantas penas como le ocasionaba la desgobernación de su reino, dio a luz con la soltura en ella habitual a su última hija, la infanta Catalina, el 14 de febrero del 1507. Después de los partos era tal el amor que le entraba por la criatura recién nacida, que en todo se comportaba como madre tiernísima, aunque había quien tachaba de extravío el que gustara servirse de sus propios pechos, en lugar de valerse de nodrizas como era costumbre real. En cambio, el arzobispo Jiménez de Cisneros alababa este hábito, y quizá era en lo único que coincidían ambos próceres, pues en lo demás nunca acertaba el arzobispo a hacer nada que fuera de su gusto.

En este ser y no ser reina, según la conveniencia de unos y otros, apareció un tercero en discordia en la persona de su viejo enamorado el rey Enrique VII de Inglaterra, que la pidió en matrimonio. La propuesta le vino a través del embajador del rey inglés pasando por su padre el Rey Católico, a quien no le pareció mal el proyecto por entender que a su hija le podría convenir, para su salud, un cambio de aires, y a él la posibilidad de que se aplicase el codicilo de la Reina Católica, por ausencia de Castilla, de la reina doña Juana. Pero de primera intención le hizo saber al embajador inglés que antes preferiría tener que arrancarse todas las muelas que comenzar a discutir con el monarca inglés la dote de su hija. Esto lo decía por lo mucho que había penado y seguía penando con la dote de su otra hija, Catalina de Aragón, a punto de casarse con el príncipe de Gales. A lo que Enrique VII contestó que en este caso no habría cuestión y se conformaría con unas pocas rentas de las muchas que traían los barcos de las indias, pues la mejor dote era la seguridad de tener descendencia estando por medio mujer tan prolífica y amorosa como había demostrado ser la reina Juana. Mas como no se fiara el Rey Católico del desprendimiento del monarca inglés, le replicó que no le parecía decoroso el que doña Juana se convirtiera en suegra de su hermana pequeña, la princesa Catalina de Aragón, cosa nunca vista; y de paso, le advirtió que doña Juana no siempre estaba en su ser natural y le daban arrebatos seguidos de melancolía, por lo que algunos la tenían por lunática.

Cuenta el cronista inglés Edmond Blot que Enrique VII estaba tan prendado de la reina castellana y de la posibilidad de tener hijos con ella que asegurasen más su descendencia (sólo tenía un hijo varón), que si le hubiera apretado el rey aragonés hasta hubiera renunciado a la dote; y en cuanto a su condición de lunática, bien sabida y hasta exagerada en las cortes europeas, contestó que:

«Según nuestro entender esos arrebatos eran debidos a mal de amores por la mucha juventud que tenía el archiduque don Felipe el Hermoso, de feliz memoria, que hacía recelar a su egregia esposa, pero tales recelos no tendrán lugar compartiendo su vida con hombre maduro y temeroso de Dios, por lo que es de suponer que se le sosegará el ánimo.»

Estos primeros tratos entre ambos monarcas les llevaron no menos de cuatro meses, habida cuenta de que el Rey Católico se encontraba, todavía, en tierras de Italia y los correos entre las islas Británicas y Nápoles tardaban más de un mes. Es fama que muchos de los logros políticos del rey aragonés fueron por acertar a no decir ni que sí, ni que no, sino dejar correr los negocios para que ellos mismos encontraran su cauce. En esta ocasión, como no sabía qué es lo que más le convenía para hacerse con Castilla, dejó que la propuesta del monarca inglés llegara hasta la verdadera interesada, la reina doña Juana.

El encargado de comunicárselo fue el arzobispo Jiménez de Cisneros en persona. De este arzobispo conviene saber que siendo monje franciscano, famoso por su virtud y austeridad, le sacó la Reina Católica de sus casillas, primero haciéndole su confesor y a renglón seguido arzobispo de Toledo; desde esta mitra, la más importante de España, reformó con tanto acierto toda la vida religiosa de conventos y monasterios, amén de evangelizar a los moros granadinos, que la reina le pidió que arreglase otros asuntos del reino que poco tenían que ver con la religión. Parece que al principio se negó y quería volver a su vida monacal, pero al final accedió y, es de suponer, que acabó por tomarle afición. Mucho bien hizo a España mediando en tantas desavenencias como había entre unos y otros, y en todo acertó salvo en su trato con la reina doña Juana, la cual llegó a decirle en uno de sus arrebatos que le parecía un ave de mal agüero, cosa que el arzobispo como buen cristiano supo perdonar, pero no olvidar, y fue siempre de los convencidos de que la reina no estaba en su sano juicio, y no convenía que gobernara en Castilla.

En esta ocasión tampoco acertó pues la reina, de primeras, le espetó que cómo se atrevía a hablarle de matrimonio estando todavía insepulto su primer esposo. (Insepulto habría de estar durante mucho tiempo y no por otra razón sino porque el archiduque había manifestado su deseo de ser enterrado en la catedral de Granada, la cual se encontraba en terreno de nobles levantiscos, contrarios a don Fernando, y hasta que no se pacificase toda la Andalucía, no se consideraba prudente el que viajara allá la reina al frente del fúnebre cortejo.) El arzobispo demostró en esta ocasión ser poco conocedor del alma femenina, pues ante semejante réplica no insistió más, sin caer en la cuenta de que toda mujer se siente halagada cuando es requerida de amores, aunque éstos sean reales y, por ende, más arreglados que sinceros. Pero por otros caminos más fluidos que los del arzobispo le llegaron a doña Juana noticias de lo mucho en que la tenía el rey de Inglaterra.

En el año largo que tardó el rey Fernando en volver de Italia, la única corte que había en España era la que se movía en rededor de doña Juana, pues aunque había dudas sobre lo que sería de ella cuando regresara su padre, de momento era el único sol que calentaba. Sus doncellas recibieron con alborozo la noticia de, las pretensiones del rey inglés, pues en todo tiempo las bodas reales han sido muy del gusto de las gentes, y una dama muy sesuda, de la familia de los Moya, de nombre Balbina, le dijo que pensara muy bien lo que había de hacer, ya que antes o después casarse había de casar; pues no se conocía de ninguna reina viuda que a los veintiocho años -que eran los que tenía a la sazón doña Juana- no volviera a matrimoniar, aunque sólo fuera por razones de estado. Doña Juana recibía todos estos consejos haciendo dengues, pero provocando para que le contaran más cosas de su pretendiente. Cuando le dijeron que recién había cumplido los cincuenta años, preguntó un tanto risueña: «¿No se os hace un poco mayor para seguir con el empeño de tener hijos?» A lo que doña Balbina le contestó que antes perdía el viejo el diente que la simiente y, en medio de grandes risas, no quisieron continuar la conversación por esa trocha, en atención a las doncellas que estaban presentes.

Estas doncellas eran las más interesadas en que el proyecto se llevara a cabo, pues ya se veían viajando en una armada real camino de Inglaterra, para ser recibidas con grandes honores y ser solicitadas en matrimonio por caballeros ingleses, como era costumbre. Y estas mismas doncellas eran las que traían noticias, que decían conocer por parientes nobles, de cómo era la corte de Inglaterra y cómo suspiraba el monarca inglés por ella. Doña Balbina de Moya, que por pertenecer a familia tan importante estaba bien informada y columbraba que nada bueno le esperaba a su señora cuando volviera el Rey Católico, también le hacía mucha fuerza para que aceptara. Y un día la reina le confesó que, sólo por el placer de tener cerca de sí a hermana tan querida como era Catalina de Aragón, aceptaría el casarse con quien en ningún caso podría borrar de su corazón el recuerdo de don Felipe el Hermoso.