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La Reina Católica quedó sumida en el más profundo dolor ante la pérdida de su único hijo varón, con el solo consuelo del fruto concebido en las entrañas de la princesa Margarita, que poco le duró pues a los tres meses sufría el aborto de un feto varón.

Fallecido el príncipe de Asturias, sin herederos, la sucesión recaía en su hermana Isabel, hermosa como todas las hermanas, a la sazón casada con el rey Manuel 1 de Portugal. Esta joven princesa ya había estado casada con el infante Alfonso, también de Portugal, tan enamorada que, cuando el infante murió prematuramente, sintió tal desconsuelo que hizo el firme propósito de profesar en religión, pues ya no quería otro esposo que no fuera Nuestro Señor Jesucristo. Pero su madre no se lo consintió advirtiéndole que «no nos podemos permitir tales deleites las que hemos nacido para ser reinas». Casó, por tanto, con Manuel el Bueno por las mismas fechas en las que fallecía su hermano Juan, y en su momento la Reina Católica recibió la buena nueva de que Isabel estaba encinta, ya de meses mayores, dando a luz el 24 de agosto del 1498 a un varón, al que bautizaron con el nombre de Miguel, pero falleciendo la princesa reina ese mismo día a causa de un mal parto.

Ante desgracia tan seguida la Reina Católica quedó sumida en un dolor reconcentrado, muy aferrada a la cruz de Cristo y repitiendo una y otra vez la frase de la Escritura: «Dios me lo dio, Dios me lo ha quitado.» Su marido, el Rey Católico, pronto le hizo ver cómo era su obligación, pese a tanta adversidad, consolidar cuanto habían hecho por la unidad de España, extendiéndola a toda la península ibérica, en la persona del infante Miguel, y cómo convenía que fuera educado en Castilla quien estaba llamado a ceñir la corona de los inmensos territorios que, españoles por un lado y portugueses por el otro, estaban descubriendo para la cristiandad. Vino el infante a España, fue reconocido como príncipe heredero por castellanos y aragoneses, pero la adversa fortuna se cebó una vez más en tan preciaras majestades y el 20 de julio del año 1500, sin haber cumplido todavía los dos años, fallecía el príncipe Miguel en la ciudad de Granada. Cuenta Pedro Mártir de Anglería, notable humanista de la época, que la Reina Católica ante este nuevo lanzazo sólo acertó a decir, traspasada de dolor: «Cómo había de imaginar que ciudad que tan dichosa me hizo cuando entré en ella por vez primera había de ocasionarme pena tan acerba.»

Así se arruinaron sus esperanzas de proyectar un imperio desde la península ibérica, y se dio paso a la dinastía de los Habsburgo en la persona de doña Juana la Loca, casada en el 1496 con el archiduque de Borgoña, don Felipe el Hermoso.

Cuando se concertó este matrimonio todavía no se habían concitado tantas desgracias sobre los Reyes Católicos que, ufanos como estaban de sus logros en los campos de batalla, querían ahora roturar el camino hacia Europa casando a sus hijas con los más principales monarcas, salvado el rey de Francia, cristianísimo como ellos, pero con intereses encontrados desde que en el 1483 los franceses se apoderaran del reino de Nápoles; no podía consentir el Rey Católico semejante desmán ya que el citado reino pertenecía a la dinastía aragonesa, por lo que no cejó hasta recuperarlo dos años después, gracias al talento militar de don Gonzalo Fernández de Córdoba, a quien desde entonces se le conoció con el sobrenombre del Gran Capitán. Entre eso y los piques de fronteras que se traían, unas veces por la parte del Rosellón, otras por las de Fuenterrabía, las guerras entre ambos países se sucedieron durante generaciones y hay quien piensa que por tal motivo franceses y españoles siguen mirándose, hoy en día, con mal disimulado recelo.

Entendieron los Reyes Católicos que el camino de la paz pasaba por tener bien cercado a tan poderoso enemigo como era el rey de Francia, a la sazón Luis XII, hombre de mediano talento, pero monarca de un país tan rico, que siempre disponía de caudales para organizar ejércitos mercenarios, bien de suizos, bien de alemanes, que hicieron de su reinado una guerra sin fin. Fue monarca muy del agrado del pueblo por su benevolencia y sentido de la justicia, y si no consiguió mayor prosperidad para él fue por entender que por encima de todo estaba el honor de Francia que no consentía que resultara empeñado en los campos de batalla. En tal sentido mucho le hizo padecer el denominado Gran Capitán.

A tal fin, casaron los Reyes Católicos a su hija Juana con el archiduque y heredero del imperio de los Habsburgo, don Felipe el Hermoso, vecino de Francia por el linde norte, y a su hija Catalina con el rey de Inglaterra, Enrique VIII, vecino por la parte del canal de la Mancha. Pero en tanto tenían sus buenas relaciones con el imperio alemán que el enlace que concertaron fue doble: el citado entre Juana y Felipe el Hermoso, y el también ya mencionado, de infausto recuerdo, del príncipe Juan y la princesa Margarita. Y convinieron en que una armada de Castilla se desplazara a Flandes, llevando a la princesa que había de casar con el archiduque de Borgoña, y que a su regreso traería a la princesa Margarita para casar con el infortunado príncipe de Asturias.

Eso sucedía en el verano del 1495 y la Reina Católica, pese a su austero sentido de la vida, armó la expedición naval más fastuosa de la historia, para que tomaran conciencia todos los países ribereños del mar del Norte de cómo un oscuro condado de la altiplanicie castellana podía convertirse en dueño de los mares. Convenía tal alarde porque el reino de España no estaba todavía demasiado considerado por el resto de naciones europeas, ya que su población rondaba los ocho millones de habitantes, frente a los veinte que tenía Francia. En cuanto a sus ciudades eran tenidas por las más pequeñas de Europa, ya que la más principal, Valladolid, que hacía las veces de sede de la Corona, justo alcanzaba los veinticinco mil habitantes. No obstante, las riquezas que comenzaban a llegar de América pronto harían cambiar las cosas, aunque no todas ellas se emplearon como mejor convenía para el reino.

Dispuso la Reina Católica que todos los astilleros del Cantábrico y todas las ferrerías de Guipúzcoa se pusieran a trabajar para armar la que, sin exceso, acabó siendo calificada de ciudad flotante. Previsto inicialmente que la armada se compondría de doce barcos, fueron finalmente veintidós, todos muy bien dotados de artillería y gente de armas para que ni por mientes se le pasara al rey de Francia el interceptar convoy que tan en contra de sus intereses navegaba cerca de sus costas. Hasta el famoso almirante Cristóbal Colón fue requerido para que emitiese su juicio sobre las condiciones de la navegación por mares tan procelosos.

En el mes de agosto del citado verano la armada surta entre la peña de Santoña y la hermosa playa de Laredo. Se componía de dos carracas genovesas, barcos de buen calado, de navegar muy plácido, en una de las cuales, al mando de Juan Pérez, había de viajar la princesa Juana; más quince naos de las denominadas vizcaínas, gobernadas por pilotos de esa costa, todas ellas muy veleras, y cinco carabelas que habrían dé cerrar la marcha del convoy. La dotación de armamento era de cuatrocientos cañones, con sus correspondientes artilleros, no menos de tres por pieza, más doscientos escopeteros, quinientos ballesteros y tres mil lanceros. Las gentes de la costa no se cansaban de admirar tanto esplendor, y hasta el embajador del papa se desplazó a Laredo para comprobar con sus propios ojos lo que contaban y no acababan sobre aquella armada.

El armador principal era un tal Juan de Arbolancha, de quien no consta su procedencia, pero sí su condición de marinero audaz y aprovechado, con ribetes de corsario, ya que sí consta que sus hermanos, que en todo le estaban sujetos, asaltaban a los mercantes ingleses que se salían de su ruta. Esto bien lo sabía el Rey Católico, pero había de consentirlo por ser mal de la época la afición que tenían al botín cuantos andaban en empresas de armas.