Esta villa de Arcos era muy risueña y en ella se encontraba muy sosegada doña Juana en todo entregada a los dos únicos hijos que habían nacido en España, el infante Fernando y la infanta Catalina, a los que amaba con especial ternura por el mucho trato que tenía con ellos. Por eso, cuando su padre le propuso trasladarse a Burgos se resistió y como una premonición de lo que le esperaba dijo que por nada de éste mundo le gustaría encerrarse en plaza amurallada, que era tanto como enterrarse en vida. El Rey Católico respetó su decisión, pero se llevó consigo al infante don Fernando que, a punto de cumplir los seis años, ya se mostraba buen jinete, digno hijo de su padre, y en él tenía puestas sus complacencias su egregio abuelo por razones fáciles de comprender.
Por aquellas fechas ya se barruntaba que no acertaba en lo de tener hijos con su joven esposa Germana de Foix, por lo que todo hacía suponer que uno de sus nietos sería llamado a sucederles tanto en Aragón como en Castilla; ése debía ser el primogénito don Carlos, a quien el Rey Católico no conocía ya que se estaba educando en la corte flamenca bajo el influjo del emperador Maximiliano, lo cual no resultaba de su agrado. ¿Cómo había de ser buen rey de España quien se educaba tan lejos de ella, que ni siquiera conocía su lengua y sus costumbres? Por eso sus preferencias, y su mismo corazón, se inclinaban por el infante don Fernando, nacido y criado en Castilla, y siempre que se le presentaba la ocasión lo tomaba consigo ya que hasta había encargado a juristas de Salamanca que estudiaran unas pragmáticas del rey don Alfonso el Sabio, según las cuales la primogenitura cedía en favor del siguiente hermano en determinadas circunstancias.
La reina doña Juana se sentía muy halagada de que su padre tuviera en tanto a hijo suyo tan querido y se complacía viéndolos cabalgar juntos, el nieto tan rendido al abuelo, y el abuelo tan tierno con él que no parecía ser el rey.
Pero en esta ocasión, un día aciago, aquella doña Balbina de Moya que bien la quería, pero no siempre acertaba en lo que le decía, hizo algún comentario del que podía deducirse que otras eran las intenciones del Rey Católico al llevarse al hijo preferido de doña Juana, quién sabe si encerrarlo en el castillo de Burgos, para que a la reina no le quedara más remedio que ir tras él si no quería perderlo. Eran estos Moya de los que se habían sometido al rey aragonés de mal grado y lo que dijo, o dejó de decir doña Balbina, nunca se supo, pero es de suponer que lo dijo estando la luna llena, que era cuando más indefensa se encontraba la reina frente al mal que llevaba dentro. El caso es que aquella misma noche, a las doce en punto, se despertó doña Juana tan cierta de que le habían tomado a su hijo como rehén, que se desató en ella una furia que no se le conocía desde que cortara los cabellos a la dama de Bruselas. Comenzó a dar órdenes sin concierto alguno, disponiendo que le ensillaran caballerías para salir en busca de su hijo, y amenazando de muerte a quienes no las cumplieran en el acto. Bien se cuidaron sus servidores de no obedecerla, por mucho que les gritara que era la reina y que en todo le debían obediencia.
Comenta un cronista anónimo de la época que «el mal que tenía nuestra señora la reina era que cuando le daban estos arrebatos, de nadie se dejaba aconsejar, ni dejarse ver de médicos, ni cirujanos, y tan pronto se le pasaba el arrebato se hundía en una melancolía que traspasaba el corazón el verla con la mirada perdida, sin querer comer ni beber, tan abandonada en toda su persona, que la que pocas horas antes admirara por su hermosura, se tornaba en la más miserable y harapienta de las criaturas, pues tampoco era extraño que durante esos arrebatos se arrancara sus regias vestiduras, dándosele poco que se le quedaran al aire sus augustos pechos. ¿Quién no habría de conmoverse viendo a una madre que de tal manera suspiraba por el hijo que entendía que le habían robado?»
Puede que también se conmoviera el rey don Fernando cuando le llegaron estas noticias sobre el estado de su hija, pero no por eso dejó de tomar las disposiciones que entendía que eran más convenientes para la seguridad del reino. Sobre todo cuando el obispo de Málaga, que no por haberse pasado al bando del Rey Católico dejaba de seguir amando a la reina, le comunicó que no sólo no comía ni dormía, sino que pasaba muchas noches al raso, mirando el camino por el que se fuera el infante don Fernando, sin querer echarse ni siquiera una manta por encima de sus hombros; de resultas de lo cual le había entrado una tos que nada bueno hacía presagiar.
Con independencia de lo que le dictara su corazón de padre, de ningún modo podía consentir que muriera su hija, porque sería tanto como dar entrada en España al infante don Carlos, bajo la regencia de los Habsburgo, y por eso dispuso que se le devolviera el hijo por el que tanto suspiraba.
Pero el mal ya estaba hecho y, extremada como era en todo cuando se salía de su ser, no consentía que el niño se separara de ella, lo cual tampoco era oportuno para quien había nacido para ser rey y, por tanto, educado como tal.
CAPÍTULO IX
Cuenta la historia que don Fernando tomó la decisión de internar a la reina por la violencia, en el castillo de Tordesillas, a seis leguas de Valladolid, y no les falta razón a los que así discurren pues, de grado, nunca se hubiera dejado sacar doña Juana de su refugio de Arcos, y cuánto menos para entrar en recinto amurallado. Pero, por su parte, con tantos quebraderos como tenía a costa de los nobles castellanos el Rey Católico, no podía dejar a su merced a reina tan propicia a desvaríos muy peligrosos para el buen gobierno de los reinos. En esta decisión pudo influir, no poco, el cardenal Cisneros, que fue siempre del parecer que la hija de los Reyes Católicos no servía para gobernar.
Tomada la decisión y en vísperas de emprender un largo viaje a Andalucía, se presentó don Fernando en el palacio de Arcos, serían las tres de la madrugada, y ordenó que despertaran a la reina para viajar. Se había traído consigo unas mujeres muy forzudas, por si su majestad no entraba en razón de lo que le convenía, pero no fue preciso recurrir a ellas pues doña Juana estaba en fase de melancolía y se resignó cuando le dijeron que le podrían acompañar sus dos hijos muy queridos, más el féretro de su marido del que no se separaba, pues entendía que en tanto no pudiera enterrarlo en Granada, conforme le había prometido, era su obligación tenerlo cabe sí. El destino quiso que el cadáver insepulto de don Felipe hubiera de viajar siempre de noche, pues cuando lo trasladaron de Burgos a Hornillos, y de allí a Arcos, era en lo más tórrido del verano, y mucho el calor para pasearlo de día por la estepa castellana; y en esta ocasión, que era de crudo invierno, dispuso don Fernando que había de ser de noche para no dar que hablar a los que pensaban que tenía a la reina prisionera, y que la traía y la llevaba a su antojo, según su conveniencia. De ahí la leyenda de las procesiones nocturnas a la luz de las antorchas.
Cuenta el cronista anónimo que en el momento de partir de Arcos, viendo el monarca tan ida a su hija, se conmovió profundamente y le acarició los cabellos diciéndole que todo aquello lo hacía por su bien y para que el día de mañana aquellos hijos suyos, tan queridos, pudieran ser tan buenos reyes como lo habían sido sus abuelos. A lo que doña Juana le replicó: «¿Y para ser buen rey es preciso ser mal padre?»
Tanto dolió a don Fernando este sentido reproche que no lo olvidó en los años que le quedaron de vida. Cuando doña Juana entró en el castillo de Tordesillas tenía veintinueve años y allí había de permanecer hasta los setenta y cinco, a los que falleció. Dice el cronista anónimo que nunca una reina estuvo tanto tiempo en un mismo lugar y siempre reinando, «pues los cuarenta y seis años que allá estuvo siempre figuró como reina, pues así convenía a los intereses del reino». No se piense que hay ironía en la frase del cronista ya que es cierto que a don Fernando no le quedaba otro remedio que gobernar en nombre de su hija y otro tanto le sucedió a Carlos V, a quien por ser flamenco y no bien recibido por los españoles, le convenía gobernar conjuntamente con su madre, la reina, como así hacía figurar en todos sus reales decretos. «Dios, en su providencia -añade el cronista con el candor de un buen vasallo- quiso que nuestra señora la reina doña Juana viviera muchos años, para que primero don Fernando y luego don Carlos pudieran hacer por ella lo que ella no podía hacer por sí.»