Entre bromas y veras todo le consentía doña Germana a la María Casares y de ahí no pasaba la cosa, hasta que un mal día le vino la doncella con el cuento de que en Medina del Campo había unas mujeres que hacían milagros, gracias a un bebedizo que empinaba el ánimo de los maridos más remisos. Contaban y no acababan de las hazañas que conseguían con ese afrodisíaco, y hasta se decía de caballeros que venían de Alemania y de Inglaterra para remediar su mal. Admira al cronista del siglo XX que monarca tan sesudo y con tantas luces como don Fernando se prestara a ingerir la pócima, y hasta cabe pensar si no la tomó disimulada en otros alimentos o bebidas, pero contamos con el testimonio de Bartolomé Leonardo de Argensola, aragonés, natural de Barbastro, poeta eximio, hombre de gran cultura y conocimientos, que alcanzó a ser cronista mayor del reino de Aragón, amén de clérigo piadoso, y que con gran dolor de su corazón admite que el monarca aragonés, de grado, tomó el afrodisíaco y hasta nos da el nombre de las dos mujeres que se lo facilitaron, María de Velasco e Isabel Fabra.
Estas mujeres eran curanderas con mucha fama como sanadoras de huesos rotos, pero siendo en extremo codiciosas como suelen serlo las de su condición, extendieron el negocio a los filtros de amor y que duda cabe que en alguna ocasión acertarían, según las disposiciones de los sujetos.
La María Casares, que lo que tenía de graciosa también lo tenía de ligera, las hizo venir a la corte, a la sazón en Valladolid, y les encareció que tenían que esmerarse con su majestad por lo mucho que iba en el empeño. Lo único que se sabe es que el afrodisíaco se componía de vísceras de oso, sazonadas con especias muy picantes que producían calores y rubores que, de primeras, parecían empinar el ánimo del varón. El tratamiento había de aplicarse durante quince días, sin desfallecer, siendo la María Casares la encargada de hacérselo tomar al monarca; cuando se mostraba remiso, quejándose de ardores en sus entrañas, la joven doncella le decía que pronto aquellos ardores tomarían otros caminos, para satisfacción de su señora doña Germana, y gloria del reino de Aragón en el plazo de nueve meses. Especial gracia debía de tener la tal María Casares porque consiguió que don Fernando cumpliera el tratamiento pese a las molestias crecientes en su interior, pero acabarlo y quedar postrado todo fue uno. Al cabo tuvieron que intervenir médicos y cirujanos, y a las dos curanderas les aplicaron mancuerda para que confesaran de qué se componía la pócima, por si hubiera algún contraveneno. Salvó la vida, pero durante un mes no pudo levantarse del lecho, y cuando lo hizo fue para mirarse en un espejo y al verse tan envejecido, exclamó:
«Cuántas gracias tengo que dar a Nuestro Señor Jesucristo que me avisa con prudente antelación que de aquí a poco voy a morir, que es el mayor favor que se le puede hacer a un cristiano. Tantos talentos como se ha servido darme, y no todos los he empleado en su santo servicio.» Desde aquel día se preparó para una buena muerte y comenzó por hacer testamento con muchas disposiciones atañentes a su alma. En dicho testamento, que lleva fecha de 26 de abril del 1515, dejó un legado de cinco mil ducados para dotar a huérfanas sin fortuna, con la obligación para las beneficiadas de rezar por su alma. Otro tanto, y con la misma obligación, dispuso para el rescate de esclavos cristianos. Prueba de que no guardaba rencor a su regia esposa, pese haberle animado a tomar la pócima mortal, fue que le dejó una renta anual de treinta mil ducados, una verdadera fortuna para la época. Perdonaba a todos los que le hubieran hecho algún mal, y para ser él perdonado cuando compareciese ante el tribunal de Dios, disponía resarcir a quienes había dañado. A tal fin ordenaba que a la antigua reina de Nápoles se le devolvieran todas las propiedades privadas de las que había sido desposeída. También disponía que se le devolviera al almirante de Castilla una ciudad de la
que, indebidamente, se había apropiado la Corona de Aragón; y se contenían diversas indemnizaciones a nobles perjudicados, la más destacada la que correspondía al duque de Gandía. En cuanto a las tierras de allende la mar océana encarecía que se mirase muy bien lo que se hacía con ellas, y que se cuidase el trato a los indios, en los que habían de ver al mismo Jesucristo Nuestro Señor, como así lo había dispuesto la Reina Católica, su augusta esposa.
Pero respecto de esto último merece dar paso de nuevo a fray Bartolomé de Las Casas que, por azares del destino, fue de las últimas personas que recibió su majestad poco antes de morir. El encuentro tuvo lugar en Plasencia el 23 de diciembre del 1515 y el rey Fernando moría justo un mes después, el 23 de enero del 1516.
Trae fama Bartolomé de Las Casas de haber sido en extremo apasionado y, según Menéndez Pida¡, desequilibrado, que por su culpa se tejió la infame leyenda negra que viene padeciendo España desde el siglo XVI. Que fue apasionado él mismo lo admite en sus numerosos escritos, y en cuanto a lo de desequilibrado según lo que se entienda por tal. Cierto que su equilibrio se inclinó de la parte de los indios y si exageró en alguna ocasión fue para llamar la atención de los poderosos, al igual que hacen los abogados ante la corte pensando que con eso ayudan a sus defendidos.
Lo que no es tan conocido e interesa a los efectos de este relato es que fue un escritor en extremo prolífico, cifrándose su obra en cuatrocientos escritos, con tenidos en más de tres mil pliegos en latín y en castellano, pues en ambas lenguas escribía con gran soltura. Sus enemigos -que sigue teniéndolos hoy en día abundantes- más bien lo consideran escribidor por la poca gracia que se da en la ordenación artística del relato, pero eso no es óbice para que se contengan hechos muy puntuales, contados con mucho detalle, que nos ayudan a conocer lo que fue la España en tiempos de doña Juana la Loca.
También es conocido por su condición de fraile dominico, pero conviene saber que profesó como tal a una edad avanzada, treinta y siete años, y que antes había sido buscador de oro en La Española y más tarde encomendero en la isla de Cuba. Se ordenó clérigo con más deseos de medrar al socaire de la sotana, que de atender a la cura de almas. Se dio tal arte para hacer compatible su ministerio sacerdotal con su condición de encomendero, que llegó a ser uno de los hacendados más ricos de la perla del Caribe, y sin ser de los más abusivos con los indios, bien que se lucraba a su costa alcanzando a disfrutar de una hacienda en el Canoreo que no desmerecía de la del mismo gobernador de la isla. Tenía criados que le abanicaban, se hacía traer las sotanas y los balandranes de Italia, de lino fino y de seda, dormía siempre en colchón de plumas de ave, y el tiro de su carruaje era famoso por la gran alzada de sus mulas, nunca menos de cuatro.
Con este regalo vivía hasta que llegaron los dominicos ya citados, Pedro de Córdoba y Antón Montesinos, y este último pronunció el famoso sermón del domingo cuarto de Adviento del 1511, en el que denunció las tropelías que cometían los españoles con los indios. Fue sonado el sermón porque se atrevió a predicarlo en una misa mayor a la que asistía, nada menos, que el almirante Diego de Colón, gobernador general de las indias. Comenzó el fraile tomando pie del Evangelio, «Ego vox clamantis in deserto», de suerte que el almirante y todos los altos dignatarios de su compañía pensaron que les iba a predicar sobre Juan el Bautista, de ahí su asombro cuando les aclaró que él era la voz de Cristo que predicaba en el desierto de aquellas islas, advirtiéndoles que todos ellos estaban en pecado mortal por la crueldad y tiranía que usaban con los nativos.