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Cuidó Felipe el Hermoso de que todos sus vasallos conocieran reina de la que se sentía tan orgulloso y con ella viajó durante aquellos dos años de felicidad, por todo Flandes, Amberes, Gante, Brujas, La Haya, Haarlem y Leyden; su residencia más habitual era Gante o Bruselas. Siendo sus habitantes de muy diversa procedencia, pues los había descendientes de celtas y romanos, y también frisones descendientes de sajones, se hablaban no menos de tres idiomas -alemán, francés, flamenco-, además del latín, y la archiduquesa se daba maña para expresarse en uno, o en otro, según la región y las personas, lo cual llenaba de orgullo a su egregio esposo.

Un cronista holandés de la época, Raimundo de Brancafort, que acabaría siéndolo también del emperador Carlos V, escribió cuando se conoció la locura y consiguiente encierro de esta reina:

«No a todos los humanos les ha sido concedida la dicha de la que disfrutó nuestra señora, la duquesa de Borgoña, en sus primeros años de matrimonio en tierras de Flandes. Todos sus súbditos nos mirábamos en ellos y el amor que se tenían el uno al otro se mostraba tan impetuoso y poco recatado, que hasta la Reina Católica hubo de llamar la atención a su hija, sobre este punto, por medió de embajadores. Luego, cuando viajó a Castilla a recibir tan pesada herencia como es un reino mal avenido, se tornó la rueda de su fortuna hasta perder el juicio, como dicen que ahora le ha sucedido. Pero aun así, si de ella dependiera y le ofrecieran el volver a nacer, seguro que diría que sí solo por volver a vivir aquel amor tan subido.»

De este Raimundo de Brancafort se sabe que era también juglar y muy galán, de ahí el énfasis que pone en el amor humano, por efímero que éste pudiera ser. En cuanto a la intervención de la Reina Católica hay que entenderla no tanto en lo que al decoro de su hija se refiere, sino en lo que atañe a su comportamiento religioso, pues habían llegado noticias a España de que la archiduquesa descuidaba sus deberes piadosos, dejando de recibir la sagrada comunión en fiestas de la Virgen, muy señaladas. A tal fin, en el verano del 1498 llegó a Bruselas una embajada de los Reyes Católicos, de la que hacía cabeza el fraile dominico fray Tomás de Matienzo, inquisidor, discípulo de Torquemada, que peor no pudo ser recibida por la archiduquesa de Borgoña, pues tenía ella sus confesores y sólo a ellos debía dar cuenta de su conciencia. Cierto es que estos confesores eran flamencos, más ligeros y de menor doctrina que los españoles, pero no por eso con menos gracia para el sacramento de la confesión.

El primer encuentro entre la soberana y el inquisidor tuvo lugar el día 1 de agosto del citado año y la archiduquesa le trató en todo como a un súbdito, no consintiéndole que se sentara en su presencia, y despidiéndole con voces destempladas. Hay que considerar que doña Juana se encontraba en el sexto mes del embarazo de su primogénito, y con el carácter alterado como les suele suceder a las primerizas. Pero el que fray Tomás de Matienzo fuera inquisidor no quiere decir que no entendiera de cura de almas y con gran paciencia supo ganarse el favor de la soberana, haciéndole reflexiones muy sensatas sobre lo que le convenía. Prueba de ello es que cuando nació su hija Leonor, el 16 de noviembre, fue fray Tomás quien ofició como ministro del sacramento del Bautismo, que se celebró con gran solemnidad como correspondía a la primogénita de tales soberanos.

También tuvo el acierto el fraile dominico de no mezclar su misión espiritual con los negocios de este mundo, que tan preocupado tenían al Rey Católico, a quien sus embajadores habían informado de qué el archiduque de Borgoña por nada quería perder su amistad con Francia, con la que lindaba por tantas fronteras que por cualquiera de ellas podían colarse las temibles lanzas francesas. En este punto se mantuvo firme Felipe el Hermoso, tanto frente a su suegro, el rey Fernando; como a su propio padre, el emperador Maximiliano de Austria, ambos concertados contra el francés por la cuenta que les traía. Firme, pero conforme a la costumbre de la época, disimulando sus intereses, procurando contentar de palabra a quienes debía respeto como hijo y como yerno, al tiempo que a espaldas de ellos su embajador, el conde Nassau, concertaba alianzas con el rey de Francia.

Cuidó Felipe el Hermoso de apartar de su mujer a tantos cortesanos como se habían venido con ella de Castilla, pues siendo reina de los flamencos, y no de los castellanos, era natural que fueran los primeros, y no los segundos, quienes atendieran a su soberana y la ilustraran en las costumbres y necesidades de su nuevo reino. La reina Isabel había soñado con una corte muy española para su hija, con nobles de la más alta alcurnia, como don Rodrigo Manrique, mayordomo mayor, don Francisco Luján, caballerizo mayor, y don Martín de Tavera y don Hernando de Quesada, maestresalas, pero todos ellos fueron sustituidos por flamencos, de los que hacía cabeza el príncipe de Chimay, y los nobles españoles tuvieron que regresar a Castilla en navíos mercantes y de fiado. ¡Qué diferencia de la majestad con la que llegaron un año antes en aquella expedición naval que asombró a media Europa!

No parece que estos cambios afectasen demasiado a doña Juana, hecha como estaba a no volver a Castilla, y muy decidida a ser en costumbres y maneras muy del gusto de su regio esposo que, salvado el asunto de la infidelidad conyugal, comenzaban a coincidir con los suyos. En uno de los informes que fray Tomás de Matienzo envió a la Reina Católica le cuenta los progresos que hace la archiduquesa en sus prácticas religiosas, pero advierte a su soberana que:

«No es de pensar que doña Juana vuelva a estar ahormada al parecer de su majestad, como cuando vivía con vuestra majestad, pues ahora se ajusta más a las costumbres de este reino y en no faltando a Dios es de natura que así sea.»

En el asunto de la infidelidad conyugal la costumbre en los matrimonios reales era que cuando llegaban los meses mayores del embarazo se abstuvieran de relaciones carnales, para asegurar su feliz término, y si bien hubo reyes prudentes y temerosos de Dios, que no por ello faltaban el respeto debido al sagrado vínculo matrimonial, los más se permitían licencias cantando con la comprensión, y hasta la complicidad, de quienes debían cuidar su alma.

A la Reina Católica mucho le tocó padecer en este punto con su esposo el rey Fernando, pero acertó a disimularlo. No así su hija Juana, que no supo «ahormarse» a la conducta de su madre y reprendió públicamente a su esposo por el desvío que le mostró durante aquellos meses; no que le constara que tuviera amante, sino que no la atendía en el lecho conyugal como le era debido, dándosele poco de que fueran meses mayores o menores. En este punto la reprendió fray Tomás de Matienzo haciéndole ver que una vez que diera a luz las aguas volverían a su cauce, y que tomara ejemplo de su egregia madre, que hasta consintió que fueran educados en la corte los hijos bastardos de su esposo, el rey Fernando. A lo que la archiduquesa replicó que estaría conforme si su marido también lo estaba en tomar ejemplo de su tío, el rey Enrique IV de Castilla, que consintió en que su esposa, la reina, tuviera una hija con don Beltrán de la Cueva, a la que reconoció como propia, pese a que pasó a la historia con el sobrenombre de «la Beltraneja».

En la fiereza de semejante respuesta, impensable en una reina cristiana, se empezaron a columbrar los primeros indicios de lo que acabaría en desvarío, según el parecer de fray Tomás de Matienzo. Pero acertó el fraile en sus buenos consejos y, al poco del nacimiento de la primogénita Leonor, volvieron las aguas a su cauce y de nuevo se mostró el archiduque Felipe como rendido enamorado. Dicen que el esplendor de la belleza en la mujer tiene lugar después de ser madre por vez primera, y en el caso de la reina doña Juana fue esto tan cumplido que no sólo los cortesanos, sino también los extranjeros, se hacían lenguas de tanta hermosura. Contaba diecinueve años y sus formas se habían redondeado, lo que era más del gusto de los flamencos, sin perder por eso la gracia de un talle gentil. El embajador de Venecia escribió a su señor duque: