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«Si tuviéramos en Venecia una Madona tan bella, al tiempo que candorosa, no necesitarían los pintores otro modelo para representar la armonía del universo. Verla con su hija en brazos, en posición lactante, es lo mismo que imaginar a Nuestra Señora la Virgen con el niño en su regazo.»

No es de extrañar que al embajador veneciano le llamara la atención lo de la posición lactante, puesto que las reinas no acostumbraban a criar a sus hijos a sus pechos, sino que recurrían a nodrizas, no sólo por comodidad, sino por entender los médicos que mediando parentesco entre los cónyuges reales, lo cual era muy frecuente, la leche ajena de mujer robusta, aunque fuera de baja condición, convenía más para la salud del recién nacido. Pero en el caso de doña Juana era tan portentosa su vitalidad -salvado siempre lo que a la mente se refiere- que tuvo que amamantar a sus hijos, por lo menos a los tres mayores, pues era tal la abundancia de su leche que de no darle salida por modo natural, se le hacía insufrible el dolor en sus pechos. Don Felipe se ufanaba de esta condición de su regia esposa y gustaba que las damas de la corte, y hasta algunos caballeros, estuvieran presentes cuando daba el pecho a la infanta Leonor. De esta época es un cuadro de la escuela flamenca, atribuido a un discípulo de Roger Van der Widen, en el que aparece doña Juana luciendo un justillo muy ceñido, de escote generoso, que apenas alcanza a disimular la exuberancia de sus formas. Al mismo pintor se le atribuye un cuadro que, trasladado a Castilla, se tituló el de la Virgen de la Buena Leche, que parece haber tomado como modelo a su ilustre soberana.

La ufanía de don Felipe tenía su fundamento, pues aquella salubridad hacía presagiar una buena fecundidad, tan deseada por los monarcas, que veían en los hijos la seguridad dé la Corona y la expansión a otros reinos, mediante los consabidos matrimonios reales. En esto no le defraudó doña Juana, que en aquellos tiempos de malos embarazos, peores partos, y muertes prematuras, alcanzó a dar a luz a seis hijos, todos los cuales vivieron y llegaron a ser reyes, aunque esto último no pudo llegar a verlo el archiduque de Borgoña, fallecido en plena juventud. La primogénita, Leonor, fue reina de Portugal y, después de enviudar, también de Francia; Carlos, el primogénito varón, fue rey de España y emperador de Alemania; su hermano Fernando sucedió al anterior como emperador de Alemania; Isabel fue reina de Dinamarca; María, de Bohemia y Hungría, y Catalina, la más joven y la más amada de su madre, como se verá, de Portugal.

Volvieron las aguas a su cauce, como queda dicho, y el entusiasmo amoroso pronto dio nuevos frutos, quedando doña Juana preñada de quien habría de ser, dicen, el hombre más poderoso de la tierra, el emperador Carlos V. Otra virtud, y grande, de esta reina era que durante los embarazos no tenía dengues ni molestia de clase alguna, ni se le alteraba el talle, ni se privaba de montar a caballo, ni de acompañar a su marido en los recreos físicos que estaban a su alcance. También parece que hasta que la gestación no estaba avanzada no daba cuenta de ella a nadie, para que su marido no comenzara con la historia de la abstención durante los meses mayores.

CAPÍTULO V

DOÑA JUANA, HEREDERA DE LA CORONA DE CASTILLA

El 24 de febrero del 1500 nació en Gante el primogénito varón de los archiduques de Borgoña, y pocos meses después, el 22 de julio del mismo año, por fallecimiento de su primo Miguel, unigénito de Isabel, la hermana mayor de doña Juana, se abría la sucesión en España a la casa de Austria, que haría del recién nacido rey de España y emperador de Alemania.

Felipe el Hermoso se apresuró a declararse príncipe de Asturias siguiendo las instrucciones de sus consejeros más principales, el arzobispo de Besançon y Filiberto de Vere, y desde ese momento, como diría el cronista holandés, Raimundo de Brancafort, tornaría la rueda de la fortuna para la que hasta entonces sólo era reina de los borgoñones. Este mismo cronista escribe que:

«Nuestra señora, la Reina, era presa de encontrados sentimientos, pues si bien en todo seguía queriendo dar gusto a su marido y señor, no podía olvidar que estaba llamada a ser reina de Castilla y Aragón y, por tanto, que no sólo había de mirar a los intereses de su nueva patria, sino también a los de los territorios que en su día había de gobernar.»

Desde que se supo que la archiduquesa de Borgoña era heredera de los Reyes Católicos, y se tenía noticia de los inmensos territorios, muy bien provistos de riquezas, que los castellanos estaban descubriendo allende la mar atlántica, aumentó la solicitud de Felipe el Hermoso y al año y pico del nacimiento del príncipe Carlos, el 27 de julio de 1501, la reina daba a luz a una nueva hija, a quien pondrían de nombre Isabel en atención a su abuela materna.

Pero esa solicitud estaba mezclada con la concupiscencia del dinero del que siempre andaban tan precisados los monarcas europeos, para mantener sus ejércitos que, desde la invención de la pólvora, eran siempre mercenarios. Se habían terminado los siglos gloriosos de los caballeros armados que dirimían sus contiendas en singular combate, y las lanzas se habían tornado por cañones y arcabuces, manejados por suizos y alemanes, siempre en filas apretadas.

Lo que pasados los siglos se calificaría de corrupción era moneda corriente en aquellos tiempos, y lo primero que hacían los dignatarios al tomar posesión de cualquier cargo u oficio público era asegurarse cuantas más prebendas mejor, sin mirar que éstas fueran eclesiásticas, reales, u obtenidas con el sudor de los más pobres. Si bien esto en Castilla estaba más disimulado por los buenos principios de la Reina Católica, en Flandes se mostraba de todo punto desaforado, y parecía que cada cortesano llevara un comerciante dentro de sí, dispuesto a vender la Sábana Santa si la ocasión se presentara.

Todavía no era reina de Castilla doña Juana y ya la acosaban sus cortesanos pidiéndole rentas, para cuando lo fuera, y su marido, don Felipe el Hermoso, no se quedó atrás en este punto. Tenía doña Juana una doncella muy querida de ella, de nombre Beatriz de Bobadilla, de noble linaje, pues era hija de los marqueses de Moya, muy agraciada como todas las que fueron a Flandes en compañía de la princesa. Don Felipe el Hermoso, bien en persona, o por mediación de sus vicarios reales, Filiberto de Vere, señor de Berghen, y el arzobispo de Besançon, se había apresurado a concertarles, a las más adineradas de ellas, matrimonios con nobles de su corte, conviniendo que un tercio de la dote de las doncellas había de ir a parar al tesoro real. Pero esta Beatriz de Bobadilla le confesó a su señora, la princesa, que estaba enamorada de un joven castellano, que no le iba a la zaga en lo que a alcurnia se refiere, y le suplicó que la dejara volver a España para casarse con él. No pudo negarse doña Juana, mujer enamorada, a petición tan razonable de otra mujer enamorada, y dio su consentimiento. Cuando se enteró don Felipe montó en cólera, muy azuzado por el señor de Berghen, que había echado el ojo a la Beatriz de Bobadilla para casarla con un sobrino suyo. Pero no cedió doña Juana y su joven doncella casó con quien quiso.

(Cosa curiosa, a su padre, don Fernando el Católico, no le pareció bien esta decisión de su hija, pues el rey aragonés también era de los que se ganaban el favor de la gente mediante dádivas, y por aquellas fechas había mandado a su embajador especial, Gutiérrez Gómez de Fuensalida, para repartir rentas entre los altos oficiales de la corte flamenca a fin de que inclinasen el ánimo del archiduque para que consintiera en enviar a su primogénito Carlos a educar a España, puesto que estaba llamado a ser rey de los españoles. En este punto siempre hubo gran porfía entre el Rey Católico y los Habsburgo, sin que el primero lograra salirse con la suya, y por eso pudo decirse cuando Carlos V entró por vez primera en España que el que venía a gobernar a los españoles era un rey extranjero.)