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– Ya lo sé, pero estoy seguro de que los resultados serían mejores si coordinase la búsqueda allí, sobre el terreno. -Vicary se apartó del mapa y miró a Boothby-. También se me ha ocurrido otra cosa. Si conseguimos detenerlos antes de que envíen su mensaje a Berlín, tal vez yo pueda enviarlo por ellos.

– ¿Imaginas algo que explique su decisión de huir de Londres y que refuerce la credibilidad de Timbal?

– Exactamente.

– Bien pensado, Alfred.

– Quisiera llevar conmigo a un par de hombres: Roach, Dalton si está en condiciones.

Boothby vaciló.

– Creo que deberías llevarte a otra persona.

– ¿A quién?

– A Peter Jordan.

– ¡Jordan!

– Míralo desde el otro lado del espejo. Si Jordan se ha visto engañado y traicionado, ¿no desearía estar allí al final para presenciar el óbito de Catherine Blake? Yo creo que sí. De estar en su piel, a mí me encantaría ser el que apretase el gatillo. Y los alemanes tienen que pensar eso también. Hemos de intentar algo que pueda hacerlos creer en la ilusión de Timbal.

Vicary pensó en la carpeta vacía del expediente del Registro. Sonó otra vez el teléfono.

– Vicary.

Era una de las operadoras del departamento.

– Tengo una conferencia interurbana del comisario jefe Perkin de la policía de King’s Lynn, de Norfolk. Dice que es muy urgente.

– Pásamela.

Hampton Sands era demasiado pequeño y tranquilo, y estaba demasiado aislado para tener policía propio. Lo compartía con otros cuatro pueblos de la costa: Holme, Thornton, Titchwell y Brancaster. El policía era un hombre llamado Thomasson, un guardia veterano que llevaba de servicio en la costa de Norfolk desde la última guerra. Thomasson vivía en la casa-cuartelillo de la policía y, como lo necesitaba por sus funciones, disponía de teléfono.

Ese teléfono había sonado una hora antes, despertando a Thomasson, a su esposa y a Rags, su perro de muestra inglés. La voz del otro extremo de la línea era la del comisario jefe Perkin, de King’s Lynn. El comisario jefe informó a Thomasson de la llamada telefónica urgente que había recibido de la Oficina de Guerra de Londres, mediante la cual se le solicitó la colaboración de las fuerzas policiales locales en la búsqueda de dos fugitivos sospechosos de asesinato.

Diez minutos después de recibir la llamada telefónica, Thomasson salía por la puerta de su casita, con su capa azul impermeable, su sombrero sueste de barboquejo atado bajo la barbilla y el termo de té dulce que Judith, su esposa, le había preparado rápidamente. Sacó la bicicleta del cobertizo de detrás de la casa y partió hacia el centro del pueblo. Rags, que siempre acompañaba a su amo en las rondas, trotaba ágilmente tras él.

Thomasson andaba por los cincuenta y cinco años. No fumaba, en muy raras ocasiones probaba el alcohol y treinta años de ciclismo por los ondulados caminos de la costa de Norfolk le habían proporcionado una fortaleza y una forma física envidiables. Sus robustas y musculosas piernas le daban a los pedales con soltura, impulsando hacia Brancaster la pesada bicicleta de hierro. Como había supuesto, una quietud mortal reinaba en el pueblo. Podía llamar a unas cuantas puertas y despertar a unas cuantas personas, pero conocía a todos los vecinos de la localidad y sabía que ninguno de ellos iba a dar cobijo a asesinos fugitivos. Hizo un recorrido por las silenciosas calles y luego se desvió hacia la carretera de la costa y pedaleó rumbo al pueblo siguiente, Hampton Sands.

La casita de campo de los Colville estaba a unos cuatrocientos metros de la población. Todo el mundo conocía la vida y milagros de Martin Colville. Su esposa lo había abandonado, el hombre bebía más de la cuenta y a duras penas arrancaba a su pequeña granja lo mínimo para sobrevivir. Thomasson sabía que Colville era demasiado duro con su hija, Jenny. Sabía también que Jenny pasaba buena parte de su tiempo en las dunas; Thomasson encontró las cosas de la joven cuando algunos habitantes de la comarca se quejaron de los supuestos gitanos que vivían en la playa. El policía hizo un alto, se bajó de la bicicleta y enfocó su linterna sobre la casa de Colville. Estaba a oscuras y por la chimenea no salía humo.

Thomasson tomó la bicicleta por el manillar, recorrió el camino de acceso y llamó a la puerta. No obtuvo respuesta. Temiéndose que Colville estuviese borracho o inconsciente, llamó con más fuerza. Tampoco hubo contestación. Empujó la puerta y miró dentro. El interior estaba oscuro. Pronunció en voz alta el nombre de Colville, por última vez. Como no oyó respuesta alguna, se retiró de la casa y continuó hacia Hampton Sands.

Lo mismo que Brancaster, Hampton Sands estaba tranquilo y envuelto en las negruras de la noche. Thomasson cruzó el pueblo en la bicicleta, pasó por delante de la Arms, de la tienda y de la iglesia de St. John. Atravesó el puente sobre la ría. Sean y Mary Dogherty vivían a cosa de kilómetro y medio del pueblo. Thomasson no ignoraba que Jenny Colville vivía prácticamente con los Dogherty. Era muy probable que pasara la noche allí. ¿Pero dónde estaba Martin?

Era un kilómetro y medio bastante arduo, con el camino subiendo y bajando a su espalda. Por delante, en la oscuridad, oía el rítmico chasquido de las patas de Rags contra el suelo y la cadencia uniforme de su respiración. La casa de Dogherty apareció a la vista. Pedaleó hasta la entrada, se detuvo, encendió la linterna y proyectó el foco de un lado a otro. Algo en el prado le llamó la atención. Dio otra pasada por la hierba con la luz de la linterna y… allí… estaba. Avanzó por el prado empapado y se agachó para recoger el objeto. Era un bidón vacío. Lo olió: gasolina. Lo puso boca abajo. Un hilillo de combustible salió por la boca del bidón.

Rags le precedió camino de la casa de los Dogherty. Vio la vieja y destartalada camioneta de Sean Dogherty aparcada en el patio. Luego localizó un par de bicicletas caídas encima de la hierba junto al granero. Thomasson se llegó a la casa y llamó a la puerta. Al igual que en la de Colville, obtuvo la callada por respuesta.

Thomasson no se molestó en llamar por segunda vez. A aquellas alturas va estaba alarmado hasta lo indecible por lo que había visto. Empujó la puerta y voceó: «¡Holal… Oyó un ruido extraño, como un gemido apagado. Proyectó la luz de la linterna hacia el interior del cuarto y vio a Mary Dogherty atada a una silla y con una mordaza alrededor de la boca.

Thomasson se precipitó hacia adelante, mientras Rags rompía a ladrar furiosamente, y se apresuró a quitarle el paño que le cubría la cara.

– ¡Mary! ¡En nombre de Dios?, ¿qué ha ocurrido aquí?

Histérica, Mary abrió la boca para aspirar aire.

– ¡Sean… Martín… muertos… granero… espías… submarino… Jenny!

– Vicary al habla.

– Aquí el comisario jefe Perkin de la policía de King’s Lynn.

– ¿Qué tiene?

– Dos cadáveres, una mujer histérica, una joven desaparecida.

– ¡Dios mío! Empiece por el principio.

– Tras recibir su llamada ordené a mis agentes que efectuasen las rondas. El policía Thomasson tiene a su cargo un puñado de pueblecitos de la costa norte de Norfolk. Él descubrió todo el zafarrancho.

– Continúe.

– Ocurrió en un lugar llamado Hampton Sands. A menos que disponga usted de un buen mapa, no es probable que lo encuentre. Si tiene a mano un mapa lo bastante grande, busque Hunstanton, en el Wash, lleve el dedo hacía el este a lo largo de la costa de Norfolk y verá Hampton Sands.

– Ya lo tengo.

Se hallaba cerca del punto donde Vicary sospechó que podía estar el transmisor.

– Thomasson encontró dos cadáveres en el granero de una granja situada a la salida de Hampton Sands. Las víctimas son dos hombres de la localidad, Martin Colville y Sean Dogherty. Dogherty es irlandés. Thomasson encontró a la esposa de Dogherty atada y amordazada en la casa. La habían golpeado en la cabeza y estaba histérica cuando Thomasson la descubrió. Le contó toda una historia.

– Nada me sorprenderá, comisario jefe. Continúe, por favor.

– La señora Dogherty dice que su marido ha estado espiando para los alemanes desde el principio de la guerra… No llegó a ser un pistolero hecho y derecho del IRA, pero tiene vínculos con el grupo. La mujer cuenta que hace un par de semanas los alemanes dejaron en la playa a otro agente llamado Horst Neumann y Dogherty se hizo cargo de él. El agente ha estado viviendo con ellos y viajando a Londres de modo regular.

– ¿Qué ocurrió esta noche?

– Ella no lo sabe con exactitud. Oyó disparos, corrió hacia el granero y encontró los cadáveres. El alemán le dijo que Colville se abalanzó sobre ellos y entonces empezó el tiroteo.

– ¿Iba una mujer con Neumann?

– Sí.

– Hábleme de la muchacha desaparecida.

– Es la hija de Colville, Jenny. No está en casa y se encontró su bicicleta en la granja de Dogherty. La hipótesis de Thomasson es que siguió a su padre, fue testigo del tiroteo o vio sus consecuencias y huyó. Mary teme que el alemán la encontrase y se la llevara consigo.

– ¿Sabe esa mujer a dónde se dirigían?

– No, pero dice que conducían una furgoneta…, negra, quizá.

– ¿Dónde está ahora?

– Sigue en la casa.

– ¿Dónde está el policía Thomasson?

– Lo tengo en línea, al teléfono de una taberna de Hampton Sands.

– ¿Se encontró rastro de algún aparato de radio en la casa o en el granero?

– Un momento, se lo preguntaré.

Vicary oyó a Perkin, sofocada la voz, formular la pregunta.

– Dice que vio un trasto en el granero que muy bien podía ser una radio.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Era algo semejante a un aparato inalámbrico, metido en un maletín. Lo había destrozado un disparo de escopeta.

– ¿Quién más está enterado de esto?

– Yo, Thomasson y posiblemente el dueño de la taberna. Supongo que estará en este momento junto a Thomasson.

– Quiero que no diga usted a nadie absolutamente nada de lo sucedido esta noche en casa de Dogherty. En ninguno de los informes de este caso ha de figurar mención alguna de los agentes alemanes. Es una materia de seguridad de la máxima importancia. ¿Está claro, comisario jefe?