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– Entendido.

– Voy a enviar a Norfolk un equipo de personas para que le ayuden. De momento, deje a Mary Dogherty tranquila y deje los cadáveres exactamente como están.

– Sí, señor.

Vicary volvió a contemplar el mapa.

– Ahora, comisario jefe, tengo información que me induce a sospechar que esos fugitivos probablemente se dirigen hacia donde está usted. Creo que su destino es la costa del condado de Lincoln.

– He convocado a todos mis hombres. Estamos bloqueando las carreteras principales.

– Mantenga informada a esta oficina de toda novedad. Y buena suerte.

Vicary colgó y se dirigió a Boothby.

– Han matado a dos personas, probablemente tienen un rehén y huyen hacia la costa de Lincolnshire. -Vicary esbozó una sonrisa sanguinaria-. Y parece que acaban de perder su segundo aparato de radio.

58

Condado de Lincoln (Inglaterra)

Dos horas después de haber partido de Hampton Sands, Horst Neumann y Catherine Blake empezaron a abrigar serias dudas acerca de sus posibilidades de llegar a tiempo a la cita con el submarino. Para salir de la costa de Norfolk, Neumann se trazó una nueva ruta: ascendió al macizo montuoso del corazón de Norfolk, desde donde a continuación seguiría por estrechas carreteras comarcales a través del interior y de pueblos sumidos en la oscuridad. Rodeó King’s Lynn por el sureste, pasó por una serie de aldeas desconocidas y cruzó el río Great Pose en una localidad llamada Wiggenhall St. Germans.

El viaje por la orilla meridional del Wash era una pesadilla. El vendaval procedente del mar del Norte embestía con toda su furia y azotaba marjales y diques. La lluvia arreció. A veces llegaba en ráfagas iracundas, en remolinos y turbiones que borraban los bordes de la carretera. Neumann conducía encogido, inclinado hacia adelante kilómetro tras kilómetro, con las manos aferradas al volante cuando la furgoneta rodaba por terreno llano. A veces tenía la sensación de flotar por encima de un abismo.

Catherine iba sentada a su lado, dedicada a consultar el viejo mapa del servicio oficial de topografía y cartografía de Dogherty, a la luz de la linterna. Hablaban en alemán, de forma que Jenny no podía entenderlos. El alemán de Catherine le parecía extraño a Neumann: plano, inexpresivo, sin ningún acento regional. La clase de alemán que constituye una segunda o tercera lengua. La clasede alemán que no se ha empleado en mucho tiempo.

Con Catherine como copiloto, Neumann iba determinando su itinerario sobre la marcha.

La embarcación estaría esperándoles en una ciudad llamada Cleethorpes, situada pasado el puerto de Grimsby, en la desembocadura del río Humber. Una vez dejasen a su espalda la bahía de The Wash, no encontrarían ciudades importantes en su camino. Según los mapas, había una buena carretera – la A 16-, que avanzaba varios kilómetros tierra adentro, a lo largo de la base de las Lincolnshire Wolds, las «ondulaciones» del condado de Lincoln, y se prolongaba después hasta el Humber. Para curarse en salud respecto a su plan, Neumann se puso en lo peor. Dio por sentado que en su momento encontrarían a Mary, que tarde o temprano alertarían al MI-5 y que se montarían controles en todas las carreteras importantes de la costa. Iba a seguir por la A 16 hasta recorrer la mitad del trayecto hasta Cleethorpes, para luego tomar por una carretera secundaria que le acercase al litoral.

Boston quedaba cerca de la orilla occidental del Wash. Era la última población de entidad entre donde estaban y el Humber. Neumann dejó la vía principal, se desvió por tranquilas calles laterales y finalmente salió de nuevo a la A 16, por el norte de la población. Pisó a fondo el acelerador y la furgoneta avanzó velozmente bajo la tormenta.

Catherine apagó la linterna y contempló los remolinos de lluviaque iluminaba el tenue resplandor de los faros.

– ¿Cómo está ahora… Berlín?

Neumann no apartó los ojos de la carretera.

– Es un paraíso. Todos somos felices, trabajamos como fieras en las fábricas, alzamos los puños amenazando a los bombarderos británicos y norteamericanos; todo el mundo adora al Führer.

– Eso parece una de las películas de propaganda de Goebbels.

– La realidad no es tan divertida. Berlín está muy mal. Los estadounidenses lo visitan durante el día con sus B-29 y los británicos llegan por la noche con sus Lancaster y Halifax. Hay días en que la ciudad parece estar sometida a un bombardeo constante. La mayor parte del centro urbano es un montón de escombros.

– Yo he vivido el blitz y, debido a ello, me temo que Alemania se merece los golpes que británicos y norteamericanos puedan asestarle. Los alemanes fueron los primeros en llevar la guerra a la población civil. No puedo derramar ninguna lágrima porque ahora estén reduciendo Berlín a polvo.

– Hablas como una británica.

– Soy medio británica. Mi madre era inglesa. Llevo seis años viviendo entre ingleses. Cuesta trabajo no olvidar del lado de quién se supone ha de estar una, cuando una se encuentra en tal situación. Pero cuéntame más detalles de Berlín.

– Los que tienen dinero y buenas relaciones se las arreglan para comer bien. Los que no tienen dinero ni buenas relaciones, no. Los rusos han vuelto las tornas en el este. Presumo que la mitad de Berlín confía en que la invasión tenga éxito para que los norteamericanos puedan llegar a Berlín antes que los Ivanes.

– Típicamente alemán. Eligen a un psicópata, le dan el poder absoluto y luego se ponen a lloriquear porque los lleva al borde de la destrucción.

Neumann se echó a reír.

– ¿Cómo diablos es que, con esas dotes adivinatorias que tienes, te convertiste en espía voluntariamente?

– ¿Quién ha dicho algo acerca de voluntariedad?

Pasaron a toda marcha por un par de pueblos, primero Stickney, después Stickford. El olor del humo de la leña que se quemaba en los fuegos encendidos en las chimeneas de las casas penetró en el interior de la furgoneta. Neumann oyó ladrar a un perro, luego a otro. Se llevó la mano al bolsillo, sacó el paquete de tabaco y se lo pasó a Catherine. La muchacha encendió dos cigarrillos, se quedó con uno y tendió el otro a Neumann.

– ¿Te importaría explicar el último comentario?

Catherine pensó: «¿Me importaría?». Era algo terriblemente extraño, al cabo de tanto tiempo, el mero hecho incluso de estar hablando en alemán. Se había pasado seis años ocultando hasta el último átomo de verdad acerca de sí misma. Se había convertido en otra persona, había eliminado todo aspecto de su identidad y de su pasado. Cuando pensaba en la muchacha que era antes de Hitler y antes de la guerra, era como si pensase en otra persona.

«Anna Katarina von Steiner falleció en un desgraciado accidente de carretera en las cercanías de Berlín.»

– Bueno, lo cierto es que, exactamente, no fui a la oficina local de la Abwehr y me enrolé encantada de la vida -dijo Catherine-. Claro que supongo que en este gremio nadie consigue el trabajo así, ¿verdad? Ellos siempre van por ti. En mi caso, ellos se personificaron en Kurt Vogel.

Catherine le contó la historia, la historia que nunca había contado antes a nadie. La historia de aquel verano en España, el verano en el que estalló la Guerra Civil. El verano en la hacienda de María. Su aventura amorosa con el padre de María.

– Así es mi suerte, el hombre resulta ser un fascista y un cazatalentos para la Abwehr. Me vende a Vogel y éste viene a buscarme.

– ¿Por qué no te limitaste a decir no?

– ¿Por qué ninguno de nosotros se limitó a decir no? En mi caso, amenazó a lo que me era más importante del mundo: a mi padre. Eso es lo que hace un buen oficial de caso. Se introducen en tu cabeza. Llegan a saber lo que piensas, lo que sientes. Lo que amas y lo que temes. Y luego lo utilizan para obligarte a hacer lo que quieren que hagas.

Fumó en silencio durante un momento, mientras observaba el pueblo por el que discurrían.

– Vogel sabía que de niña viví en Londres, que hablo inglés correctamente, que manejar las armas de fuego ya se me daba bien, y que…

Se quedó silenciosa unos segundos. Neumann no la apremió. Sólo aguardó, fascinado.

– Sabía que mi personalidad encajaba a las mil maravillas con la misión que pensaba encomendarme. Yo iba a permanecer en Gran Bretaña cerca de seis años, sola, sin familia, sin contacto con otros agentes, nada. Tenía más de sentencia de cárcel que de misión. No puedes imaginarte la cantidad de veces que he soñado con volver a Berlín y matar a Vogel con alguna de las portentosas técnicas que sus amigos y él me enseñaron.

– ¿Cómo entraste en el país?

Se lo dijo… le contó lo que Vogel le había obligado a hacer.

– ¡Cielo Santo! -murmuró Neumann.

– Algo haría la Gestapo, ¿no? Me pasé los primeros meses preparando mi nueva identidad. Luego me asenté y esperé. Vogel y yo teníamos un sistema de comunicación inalámbrica que no incluía nombres en clave. De modo que los británicos no me buscaron en ningún momento. Vogel sabía que yo estaba segura, en mi puesto y lista para ser activada. Y luego el idiota me ordena una misión y me arroja directamente en los brazos del MI-5. -Emitió una suave risita-. Dios mío, no puedo creer que realmente regreso allí, después de todo este tiempo. Nunca pensé que volvería a ver Alemania.

– No pareces tremendamente emocionada ante la perspectiva de regresar a la patria.

– ¿A la patria? Me cuesta trabajo considerar que Alemania sea mi patria. Me cuesta trabajo pensar en mí como alemana. Vogel borró esa parte de mí en aquel fantástico retiro de las montañas de Baviera.

– ¿Qué piensas hacer?

– Entrevistarme con Vogel, asegurarme de que mi padre continúa vivo, cobrar mis haberes y marcharme. Vogel puede crear para mí otra de sus identidades falsas. Estoy capacitada para pasar por ciudadana de cinco nacionalidades distintas. De entrada, eso fue lo que me hizo entrar en el juego. Es todo un gran juego, ¿no? El gran juego.

– ¿A dónde irás?

– Volveré a España -dijo Catherine-. Al punto donde empezó todo.