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– ¿Alguna novedad, comandante?

– He hablado con la Armada Real y el guardacostas local. La Armada Real está trasladando ahora mismo un par de corbetas a la zona, las número 745 y 128. Estarán frente a Spurn Head dentro de una hora e iniciarán de inmediato las operaciones de búsqueda. Elguardacostas se encarga de todo cerca de la orilla. Los aviones de la RAF despegarán con las claras del día.

– ¿Cuándo es eso?

– Alrededor de las siete de la mañana. Tal vez un poco más tarde a cáusa de la densa capa de nubes.

– Puede que sea demasiado tarde.

– No servirá de nada que despeguen antes. Necesitan luz para ver. Si partieran ahora, sería igual que si estuviesen ciegos. Hay alguna buena noticia. Esperamos que mejore el tiempo poco después del alba. La capa de nubes se mantendrá, pero la lluvia y los vientos amainarán. Eso facilitará las operaciones de búsqueda.

– No estoy muy seguro de que eso sean buenas noticias. Contamos con la tormenta para que los tenga embotellados en la costa. Y, por otra parte, también el buen tiempo permitirá a los agentes y al submarino operar más a sus anchas.

– Buen tanto.

– Dé instrucciones a la Armada Real y a las Reales Fuerzas Aéreas para que efectúen la búsqueda lo más discretamente posible. Sé que esto suena a inverosímil, pero han de intentar que todas sus maniobras den la impresión de ser pura rutina. Y recomiéndeles a todos que tengan cuidado con lo que dicen por radio. Los alemanes también tienen escuchas y nos oyen. Lo siento, pero no puedo ser más explícito, comandante Braithwaite.

– Comprendo. Daré curso a todo eso.

– Gracias.

– Y procure relajarse, comandante Vicary. Sí sus espías intentan llegar esta noche al submarino, los detendremos.

Los policías Gardner y Sullivan pedaleaban codo con codo por las oscuras calles de Louth. Gardner era de mediana edad, alto y cuadrado; Sullivan, esbelto y atlético, apenas contaba veinte años. El comisario jefe les había ordenado que se dirigiesen al control de carretera situado al sur del pueblo y relevasen a los agentes que montaban guardia allí. Mientras impulsaba su bicicleta, Gardner se lamentó:

– ¿Por qué se las arreglan siempre los criminales de Londres para acabar aquí en medio de una tormenta, me lo quieres explicar? Sullivan estaba lo que se dice nervioso y agitado. Era su primera misión importante de caza del hombre. Era también la primera vez que llevaba un arma de fuego durante el servicio. Colgaba de su hombro un rifle de cerrojo, con más de treinta años de antigüedad, tomado del armero de la comisaría,

Cinco minutos después llegaban al cruce donde teóricamente debía estar el control. El lugar aparecía desierto. Gardner apoyó los dos pies en el suelo, aunque siguió a horcajadas sobre la bicicleta. Sullivan se apeó, dejó la máquina en el suelo, encendió la linterna y procedió a explorar los alrededores con el rayo de luz. Vio primero las marcas de los neumáticos y después los cristales rotos.

– ¡Aquí! ¡Rápido! -gritó Sullivan.

Gardner se bajó de la bicicleta y se acercó con ella tirando del manillar al punto donde estaba Sullivan.

– ¡Dios todopoderoso!

– Mira las huellas. Dos vehículos, el que conducían ellos y el nuestro. Cuando dieron la vuelta, los neumáticos se embarraron en el arcén. Nos han dejado un estupendo juego de huellas que seguir.

– Sí. Mira a ver a dónde conducen. Yo volveré a la comisaría y alertaré a Lockwood. Y, por el amor de Dios, ten cuidado.

Sullivan le dio a los pedales carretera adelante, con la linterna en una mano y sin apartar los ojos de las huellas que poco a poco iban perdiendo intensidad. A cosa de cien metros del punto del control, el rastro desapareció del todo. Sullivan continuó a lo largo de cuatrocientos metros más, buscando alguna señal de la furgoneta de la policía.

Siguió un poco más y detectó otro juego de huellas de neumáticos. Aquellas eran distintas. A medida que pedaleaba se hacían más claras y mejor definidas. Evidentemente, el vehículo que las marcó procedía de otra dirección.

Siguió las huellas hasta su punto de origen y encontró el camino que llevaba hacia los árboles. Proyectó el rayo de la linterna sobre el camino y vío el par de nuevas huellas de neumáticos. Enfocó la linterna horizontalmente hacia el túnel de árboles, pero la luz no era lo bastante fuerte para horadar la oscuridad. Miró el camino: demasiados baches y demasiado barro para ir por allí montado en la bicicleta. Se apeó, la dejó apoyada en un árbol y emprendió la marcha a pie.

Al cabo de dos minutos vio la parte trasera de la furgoneta. Dio un grito de aviso, pero no obtuvo respuesta. La miró más de cerca. No era el vehículo de la policía; tenía matrícula de Londres y era de otro modelo. Sullivan avanzó despacio. Se acercó a la parte delantera por el lado del conductor y proyectó el rayo de luz de la linterna hacia el interior. El asiento delantero estaba vacío. Enfocó la linterna hacia la parte de carga.

Entonces descubrió los cuerpos.

Sullivan dejó la furgoneta entre los árboles y regresó a Louth, pedaleando con toda la rapidez que pudo. Llegó a la comisaría y se apresuró a llamar a la base de la RAF para ponerse en contacto conel comisario jefe Lockwood.

– Han muerto los cuatro -dijo, sin aliento a causa del palizón ciclista-. Están tendidos en la parte de atrás de la furgoneta, pero la furgoneta no es la suya. Parece que los fugitivos se han llevado la de la policía. Basándome en el rastro que dejaron en la carretera, yo diría que volvieron en dirección a Louth.

– ¿Dónde están ahora los cadáveres? -preguntó Lockwood.

– Los dejé en el bosque, señor.

– Vuelva allí y espere junto a ellos hasta que llegue la ayuda.

– Sí, señor.

Lockwood colgó.

– Cuatro hombres muertos. ¡Dios mío!

– Lo siento, comisario jefe. Y lo mismo digo respecto a mis teorías acerca de que estaban escondidos en alguna madriguera. No cabe duda de que andan por aquí y que están dispuestos a todo para escapar, incluso a asesinar a cuatro hombres a sangre fría.

– Tenemos otro problema… van en un vehículo de la policía. Avisar a los agentes que se encargan de los controles va a llevar su tiempo. Mientras tanto, los espías se encuentran peligrosamente cerca de la costa. -Lockwood se acercó al mapa-. Louth está aquí, justo al sur de donde nos encontramos nosotros. Pueden tomar un buen número de carreteras secundarias que conducen al mar.

– Distribuya de nuevo sus hombres. Sitúelos entre Louth y la costa.

– Cierto, pero va a costar tiempo. Y sus espías se nos han echado encima.

– Otra cosa -añadió Vicary-. Traslade esos muertos aquí lo más secretamente que pueda. Cuando todo esto haya acabado puede que sea necesario tramar otra explicación que justifique su muerte.

– ¿Qué le digo a sus familiares? -dijo Lockwood en tono brusco, y salió echando pestes.

Vicary cogió el teléfono. La operadora le puso en comunicación con la sede del MI-5 en Londres. Respondió una telefonista del departamento. Vicary preguntó por Boothby y aguardó a que se pusiera al aparato.

– Hola, sir Basil. Me temo que vamos a tener un jaleo de mil demonios por aquí.

Un fuerte viento lanzaba la lluvia a través del puerto de Cleethorpes mientras Neumann reducía la velocidad y giraba para dirigirse a una hilera de almacenes y garajes. Detuvo el vehículo y cortó el encendido del motor. Faltaba muy poco para que amaneciese. A la tenue claridad de la madrugada vio un pequeño muelle, con varias barcas de pesca atracadas y unos cuantos botes balanceándose sobre las negras aguas, sujetos por sus amarras. Habían llegado a la costa marcando un buen tiempo. En dos ocasiones llegaron a otros tantos controles y, gracias a la furgoneta que conducían, las dos veces les hicieron señas con los brazos, indicándoles que siguieran, sin hacerles ninguna pregunta.

Se suponía que la vivienda de Jack Kincaid estaba encima de un garaje. Había una escalera exterior de madera, con una puerta en lo alto. Neumann se apeó y subió la escalera. Por reflejo, al acercarse a la puerta, empuñó la Mauser. Llamó suavemente con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. Probó el pestillo; no estaba asegurado. Abrió la puerta y entró.

Le asaltó al instante el olor del lugar. basura putrefacta, colillas babosas, cuerpos desconocedores del agua y el jabón, una peste hedionda a alcohol. Probó el interruptor de la luz, pero en vano. Se sacó la linterna del bolsillo y la encendió. El foco iluminó la figura de un hombre dormido encima de una colchoneta. Neumann cruzó la mugrienta estancia y aplicó la puntera de la bota al cuerpo del durmiente.

– ¿Es usted Jack Kincaid?

– Sí. ¿Y usted quién es?

– Me llamo James Porter. Se supone que me va a dar un paseo en su barca.

– Ah, sí, sí. -Kincaid intentó incorporarse, pero no pudo.

Neumann proyectó directamente sobre su cara el rayo de luz dela linterna. Kincaid tendría por lo menos sesenta años y su señalado rostro presentaba todos los síntomas de llevar encima una cogorza de época.

– Anoche empinó el codo un poco más de la cuenta, ¿eh, Jack? -comentó Neumann.

– Sí, un poco.

– ¿Cuál es su barca, Jack?

– La Camilla.

– Exactamente, ¿dónde está?

– Ahí, en el muelle. No tiene pérdida.

Kincaid volvía a sumergirse en los sopores etílicos.

– No le importará si nos la llevamos prestada un rato, ¿verdad, Jack?

Kincaid no respondió, no hizo más que emprenderla con una serie de sonoros ronquidos.

– Un millón de gracias, Jack.

Neumann salió del cuarto y regresó al interior de la furgoneta.

– Nuestro capitán no está en condiciones de manejar el timón. Borracho como una cuba.

– ¿La barca?

– La Camilla. Dice que está ahí, en el muelle.

– En el muelle hay algo más.

– ¿Qué?

– Lo verás dentro de un minuto.

Neumann siguió mirando y poco después aparecía a la vista un policía.

– Deben de estar vigilando toda la costa -dijo Neumann. -Es una lástima. Otra baja innecesaria.