– Tengo perfecta noción de la hora, Número Uno.
– No hemos recibido ninguna comunicación más de los agentes de la Abwehr, herr Kaleu. Creo que debemos considerar la posibilidad de que los hayan capturado o dado muerte.
– He considerado esa posibilidad, Número Uno.
– Pronto habrá luz diurna, herr Kaleu.
– Sí, es un fenómeno que se da todos los días a estas horas. Incluso en Gran Bretaña, Número Uno.
– Mi punto de vista es que para nosotros no será muy seguro permanecer mucho más tiempo tan cerca de la costa inglesa. Aquí las aguas no son lo bastante profundas como para que podamos escapar de los wabos británicos -dijo el primer oficial, empleando la voz jergal que los tripulantes de submarinos alemanes aplicaban a las cargas de profundidad.
– Me doy perfecta cuenta de los peligros que comporta esta situación, Número Uno. Pero vamos a continuar aquí, en el punto de encuentro, hasta que la escotilla se cierre. Y luego, si me parece que aún no hay peligro, continuaremos un poco más.
– Pero, herr Kaleu…
– Nos remitieron la oportuna señal de radio para alertamos de que están en camino. Debemos dar por supuesto que navegan en una embarcación robada, probablemente en buen estado, y también debemos suponer que están exhaustos o incluso heridos. Permaneceremos aquí hasta que se presenten o hasta que yo tenga el absoluto convencimiento de que no van a venir. ¿Está claro?
– Sí, herr Kaleu.
El primer oficial se retiró. Hoffmann se dijo: «Qué tío más pesado».
La Rebecca tenía unos nueve metros de eslora, era de pequeño calado, llevaba motor interior y su reducida timonera abierta, situada en medio de la embarcación, apenas disponía de espacio suficiente para albergar a dos hombres de pie, hombro con hombro. Lockwood había anunciado por teléfono su llegada y el motor de la Rebecca estaba encendido, en punto muerto, cuando arribaron.
Subieron a bordo los cuatro hombres: Lockwood, Harry, Jordan y Roach. Un mozo del puerto soltó la última amarra y Lockwood condujo la lancha hacia el canal.
Le dio gas al máximo. El zumbido del motor aumentó de volumen; la esbelta proa se levantó por encima del nivel del agua y cortó el oleaje batido por el viento. Hacia el este, la noche empezaba a esfumarse del cielo. La silueta del faro de Spurn fue visible por la amura de babor. Frente a ellos, el mar aparecía desierto.
Harry se inclinó, cogió el micrófono de la radio y llamó a Vicary, a Crimsby, para ponerle al corriente.
A cinco millas al este de la Rebecca , la corbeta número 745 maniobraba por una tediosa ruta entrecruzada a través de un mar bastante alborotado. En el puente, el capitán y el primer oficial, con los prismáticos pegados a los ojos, escudriñaban la cortina de lluvia. Era inútil. A la oscuridad y a la lluvia se les había unido una niebla que aún reducía más la visibilidad. En aquellas condiciones, podían pasar a cien metros del submarino sin verlo. El capitán se dirigió a la mesa de cartas de navegar, donde el oficial de derrota trazaba el siguiente cambio de ruta. Siguiendo la orden del capitán, la corbeta giró noventa grados a estribor y se adentró más en el mar. Luego, el capitán dio instrucciones al radiotelegrafista para que informase del nuevo rumbo a la Sala de Rastreo de Submarinos.
En Londres, Arthur Braithwaite se apoyaba pesadamente en su bastón, delante de la mesa de mapas. Se había asegurado de que las novedades de la Armada Real y de las Reales Fuerzas Aéreas llegaran a su despacho tan pronto como se fueran recibiendo. Se daba perfecta cuenta de que eran moy remotas las probabilidadesde localizar a un submarino alemán en aquellas condiciones meteorológicas y de luz. Si el submarino se mantenía al acecho inmediatamente debajo de la superficie, sería casi imposible.
Su ayudante le tendió una copia de comunicado. La corbeta número 745 acababa de cambiar de rumbo y se dirigía ahora hacia el este. Una segunda corbeta, la número 128, se hallaba a dos millas de distancia y navegaba en dirección sur. Braithwaite se apoyó en la mesa, cerró los ojos y trató de representarse mentalmente la búsqueda. Pensó: «¡Maldito seas, Max Hoffman! ¿Dónde diablos te has metido?».
Aunque Neumann no lo sabía, la Camilla se encontraba justamente a siete millas al este de Spurn Head. El tiempo parecía empeorar minuto a minuto. La lluvia formaba una cegadora cortina, martilleaba los cristales de la cabina del timonel y ennegrecía la visión. El viento y la corriente, que batían con furia desde el norte, apartaban continuamente de su ruta a la nave. Recurriendo a la brújula del panel de instrumentos, Neumann se esforzaba en mantenerla en su debido rumbo hacia el este.
El mayor problema era el mar. La última media hora había sido una inexorable repetición del mismo deprimente ciclo. La embarcación atacaba una ola gigante, se elevaba, se balanceaba unos instantes en la cresta y descendía al fondo de la inmediata depresión. Al llegar abajo, siempre parecía que aquel desfiladero de agua marina gris verdosa iba a engullirla. Las cubiertas estaban constantemente inundadas. Neumann ya no sentía los pies. Bajó la vista por primera vez y observó que los tenía hundidos en medio de un charco de varios centímetros de agua helada.
Pensó que, milagrosamente, podrían conseguirlo. La barca parecía asimilar todo el castigo a que la estaba sometiendo el mar. Eran las cinco y media de la mañana, aún les quedaban treinta minutos antes de que se cerrase la escotilla y el submarino se retirara: Neumann había logrado mantener fijo el rumbo y confiaba en estar acercándose al punto de cita. Y no había visto indicio alguno de enemigos.
Sólo existía un problema: carecían de radio. Habían perdido en Londres la de Catherine y la segunda la destrozó el disparo de la escopeta de Martin Colville en Hampton Sands. Neumann había albergado la esperanza de que la embarcación tuviese radio, pero no era así. Lo que les dejaba sin ningún medio para avisar al submarino.
A Neumann sólo le quedaba una opción: encender las luces de situación de la barca, obligatorias para navegar de noche.
Era un riesgo, pero era necesario. La única forma de que el submarino supiera que estaban en el punto de cita consistía en que los vieran. Y el único modo de que pudiesen localizar a la Camilla , en aquellas condiciones, era que estuviese iluminada. Pero si el submarino podía verlos, lo mismo cabía decir de cualquier buque de guerra o guardacostas británico que se encontrase por las proximidades.
Neumann calculaba estar a un par de millas del lugar de la cita.Continuó a toda máquina durante cinco minutos más, luego alargó la mano, accionó el conmutador y las luces de navegación de la Camilla se encendieron.
Jenny Colville agachó la cabeza sobre el cubo y vomitó por tercera vez. Se preguntó cómo era posible que le quedase algo en el estómago. Intentó acordarse de la última vez que comió algo. La noche pasada no cenó porque estaba furiosa con su padre, y tampoco había tomado nada para almorzar. Quizá si había desayunado, pero eso no era más que un poco de té y una galleta.
El estómago se revolvió de nuevo, pero en esa ocasión no vomitó nada. Había vivido junto al mar toda su vida, pero sólo estuvo en un barco una sola vez -navegó un día por el Wash con su padre y un amigo del colegio- y nunca había experimentado nada semejante.
El mareo la había paralizado por completo. Quería morir. Necesitaba aire desesperadamente. Se sentía indefensa frente al continuo cabeceo y balanceo de la embarcación. Tenía los brazos y las piernas llenos de contusiones a causa de los golpes. Y encima el ruido, el constante y ensordecedor triquitraque martilleante del motor de la barca.
Sonaba como si estuviera inmediatamente debajo de ella.
Lo que más deseaba en el mundo era verse fuera de aquella nave y en tierra firme. Se repitió una y otra vez que si sobrevivía a aquella noche, nunca jamás pondría pie en una embarcación. Y después se preguntó: «¿Qué pasará cuando lleguen a donde van? ¿Qué van a hacer conmigo? ¿Pensarán ir hasta Alemania en esta barca? Probablemente acuden al encuentro de otro buque. ¿Qué pasará entonces? ¿Cargarán conmigo otra vez o me dejarán sola en esta embarcación?». Si la dejaban abandonada allí era posible que nadie la encontrase nunca. Podía morir en el mar del Norte, abandonada, sola con aquella tormenta.
La Camilla se deslizó por la ladera de otra ola enorme. Jenny se vio arrojada hacia adelante por la cabina y recibió otro golpe en la cabeza.
Había dos portillas en cada lado de la bodega. Con las atadas manos, Jenny limpió el vaho condensado en el cristal de una portilla de estribor y miró al exterior. El mar era algo aterrador, con inmensas montañas de agua verdosa.
Había algo más. El mar hervía y algo oscuro y reluciente perforaba la superficie desde abajo. Luego el mar se agitó tumultuosamente y un gigante gris, como un monstruo de cuento infantil de hadas, emergió y flotó en la superficie, mientras el agua resbalabapor su piel.
El Kapitänleutnant Max Hoffman, cansado de mantenerse en la señal de las diez millas, había decidido arriesgarse y acercarse a la costa un par de millas más. Llevaba esperando un rato en la señal de ocho millas, escudriñando las tinieblas, cuando súbitamente localizó las luces de situación de una pequeña barca pesquera. Hoffman gritó la orden de salir a la superficie y dos minutos después estaba en el puente, bajo un verdadero diluvio, respirando el fresco y limpio aire y con los prismáticos Zeiss apretados contra los ojos.
Al principio, Neumann pensó que podía tratarse de una alucinación. Sólo había sido un vislumbre fugaz, durante una fracción de segundo, antes de que la barca se zambullera en otra hondonada de agua de mar y todo quedase borrado de nuevo.
La proa se hundió profundamente en el mar, como una pala enel polvo, y durante unos cuantos segundos la cubierta de proa estuvo sumergida. Pero la embarcación consiguió salir del hoyo y escalar el siguiente pico. En la cresta de la ola gigantesca que venía acontinuación, una ráfaga de lluvia impulsada por el viento oscureció toda visión.