Выбрать главу

Era tarde y el menú era peor de lo acostumbrado: un trozo de pan moreno, un queso bastante sospechoso, una burbujeante cacerola con un líquido de color pardusco. Alguien había tachado de la carta las palabras caldo de carne de vaca y las había sustituido por sopa de piedra. Vicary pasó de largo ante el queso y olfateó el caldo. Parecía bastante inofensivo. Se sirvió cautelosamente un cucharón. El pan estaba duro como una tabla. Vicary logró cortar un trozo con un cuchillo mellado. Con la carpeta del expediente de Vogel a guisa de bandeja de servicio avanzó entre las mesas y las sillas. Sentado a una de las mesas, John Masterman se inclinaba sobre un volumen de latín. En la mesa de un rincón, dos célebres abogados se entregaban a un duelo de argumentaciones sobre un viejo caso. Un popular escritor de novelas de crímenes tomaba notas en un maltratado cuaderno. Vicary sacudió la cabeza. El MI-5 había enrolado a una notable nómina de talentos.

Anduvo con cuidado hacia la escalera, con el cuenco de caldo conservando a duras penas el equlibrio sobre la carpeta del archivo. Si algo no necesitaba era manchar aquel historial. Jago había escrito infinidad de memorandos implorando a los encargados de los casos que cuidasen mejor los documentos.

«¿Cómo se llama?»

«Kurt Vogel.»

«¡Cristo! Deja que vaya a buscártelo.»

Algo no encajaba en aquel asunto, de eso Vicary estaba seguro. Mejor no forzar las cosas. Valía más apartarlo a un lado y dejar que el subconsciente removiera las piezas.

Depositó el expediente y el cuenco de sopa encima del escritorio y encendió la lámpara. Leyó el historial de cabo a rabo mientras sorbía el caldo. Éste tenía el sabor de una bota de cuero hervida. La sal era uno de los pocos condimentos cuyo suministro no se escatimaba a los cocineros y, como les sobraba, solían utilizarla con una generosidad digna de mejor causa. Para cuando hubo terminado de leer el expediente por segunda vez, Vicary tenía una sed de desierto y empezaban a hinchársele los dedos.

Vicary alzó la cabeza y dijo:

– Harry, creo que tenemos un problema.

Harry Dalton, que se había ido a descabezar un sueñecito en su mesa de la zona común, fuera de la oficina de Vicary, se levantó y volvió a entrar en el despacho. Eran algo así como la extraña pareja y dentro del departamento se los conocía jocosamente como «Músculo y Cerebro, Sociedad Limitada». Harry era alto y atlético, perfecto, de pelo negro reluciente a golpe de gomina, inteligentes ojos azules y sonrisa tipo «a su disposición para lo que gusten mandar». Antes de la guerra era el inspector Harry Dalton, de la selecta brigada de homicidios del Departamento de la Policía Metropolitana. Había nacido y se había criado en Battersea y en su voz suave y agradable se apreciaban rastros de la forma de hablar de la clase trabajadora del sur de Londres.

– Tiene células grises, de eso no cabe duda -dijo Vicary-. Mira esto, doctor en Derecho por la Universidad de Leipzig, estudió con Heller y Rosenberg. A mí no me suena a nazi típico. Los nazis pervirtieron las leyes de Alemania. Alguien con una educación como esa, no podría sentir demasiado entusiasmo respecto a ellos. Luego, en 1935, decide súbitamente abandonar la abogacía y entra a trabajar para Canaris, como abogado personal suyo, ¿una especie de consejero interno para la Abwebr? No lo creo. Pienso que es un espía y todo eso de consejero legal de Canaris no es más que otra tapadera.

Vicary estaba hojeando de nuevo el expediente.

– ¿Tienes alguna teoría? -preguntó Harry.

– A decir verdad, tres teorías.

– Oigámoslas.

– Número uno: Canaris ha perdido la fe en las redes británicas y ha encargado a Vogel una investigación. Un hombre con el historial y la formación de Vogel es el elemento ideal para pasar por el tamiz todos los archivos y todos los informes de los agentes, en busca de anomalías y fallos. Hemos de andarnos con cien ojos, Harry, pero el mantenimiento de Doble Cruz es una tarea enormemente compleja. Apuesto a que hemos cometido un par de errores por el camino. Y si la persona adecuada estuviera buscándolos -un sujeto inteligente como Kurt Vogel, por ejemplo- podría localizarlos.

– ¿Teoría número dos?

– Teoría número dos: Canaris ha encomendado a Vogel la creación de una nueva red. En este asunto, es muy tarde para hacer algo como eso. A los agentes habría que descubrirlos, reclutarlos, formarlos e insertarlos en el país. Una cosa así, si ha de hacerse bien, normalmente requiere varios meses. Dudo de que se hayan embarcado en tal montaje, pero tampoco se puede descartar por completo.

– ¿Teoría número tres?

– La teoría número tres consiste en que Kurt Vogel es el controlador de una red cuya existencia ignoramos.

– ¿Una red completa de agentes que no hemos descubierto? ¿Eso es posible?

– Hemos de darlo por supuesto.

– Entonces, todos nuestros agentes dobles estarían en peligro.

– Es un castillo de naipes, Harry. No tienen más que coger a un buen agente y todo se viene abajo estrepitosamente.

Vicary encendió un cigarrillo. El tabaco se llevó de su paladar el mal gusto que le había dejado el caldo.

– Canaris debe estar sometido a una presión enorme, Sin duda hubiera deseado que esta operación la llevase el mejor.

– Lo que significa que Kurt Vogel es un hombre que opera en una olla a presión.

– Exacto.

– Lo que haría de él un tipo peligroso.

– Y también podría hacerle negligente. Está obligado a efectuar un movimiento. Tiene que utilizar su aparato de radio o enviar un agente al interior del país. Y cuando lo haga, estaremos encima de él.

Permanecieron sentados en silencio unos instantes. Vicary fumando, Harry hojeando el expediente de Vogel. Después, Vicary contó a Harry lo sucedido en el Registro.

– Montones de archivos se pierden de vez en cuando, Alfred.

– Sí, pero ¿por qué este expediente? Y lo que es más importante, ¿por qué ahora?

Buenas preguntas, pero sospecho que las respuestas son muy sencillas. Cuando estás en el centro de una investigación, lo mejor es tenerla continuamente enfocada, no desviarse.

– Ya lo sé, Harry -dijo Vicary, fruncido el entrecejo-. Pero esto me conduce a la distracción.

– Conozco a un par de Reinas del Registro -declaró Harry. Vicary levantó la vista.

– De eso estoy seguro.

– Husmearé por allí, formularé unas cuantas preguntas.

– Hazlo sosegadamente.

– No hay otro modo de hacerlo, Alfred.

– Jago miente, está ocultando algo.

– ¿Por qué iba a mentir?

– No lo sé -Vicary aplastó el cigarrillo-, pero me pagan por pensar mal.

10

Bletchley Park (Inglaterra)

Ostentaba el título oficial de Escuela Gubernamental de Claves y Códigos, Sin embargo, de escuela no tenía absolutamente nada. Todo su aspecto indicaba que sí podía ser alguna especie de escuela -se trataba de una enorme y fea mansión victoriana circundada por una verja alta-, pero la mayoría de los habitantes de aquella ciudad ferroviaria de estrechas calles llamada Bletchley daban por sentado que allí dentro se desarrollaba algo portentoso. Cubrían los amplios espacios cubiertos de césped docenas de barracones provisionales. El resto del terreno estaba tan pisoteado que no era más que una serie de senderos de barro gélido. Abandonados e invadidos por la maleza, los jardines eran como pequeñas selvas. La plantilla la formaban una singular colección de personajes: los más brillantes matemáticos del país, campeones de ajedrez, magos de los crucigramas, todos concentrados allí con un solo objetivo, descifrar las claves alemanas.

Incluso en el notoriamente excéntrico mundo de Bletchley Park se consideraba a Denholm Saunders un bicho raro. Antes de la guerra había sido en Cambridge un matemático de primera. Ahora figuraba entre los mejores criptoanalistas del mundo. También vivía en un caserío de los aledaños de Bletchley, con su madre, sus gatos siameses, Platón y Santo Tomás de Aquino.

Entrada la tarde, Saunders estaba sentado ante la mesa escritorio, trabajando en un par de mensajes que la Abwehr había enviado a los agentes alemanes establecidos en Gran Bretaña. El Servicio de Seguridad Radiotelegráfica los interceptó, los consideró sospechosos y los remitió a Bletchley Park para que los descodificaran. Saunders silbaba a todo desafinar mientras su lápiz se deslizaba por el papel del cuaderno de notas, una costumbre que irritaba infinitamente a sus colegas. Trabajaba en la sección de claves manuales del parque. El espacio vital que tenía asignado era reducidísimo y estaba abarrotado, pero resultaba relativamente cálido. Mejor estar allí que en una de las cabañas del exterior, donde los criptoanalistas se esforzaban esclavizados sobre los códigos del ejército y la armada alemanes igual que esquimales en un iglú.

Dos horas después se interrumpieron el rasgueo del lápiz y los desafinados silbidos. Saunders sólo tenía conciencia del ruido de la nieve fundida que gorgoteaba por los canalones del viejo edificio. Aquella tarde, el trabajo había distado mucho de constituir un desafío; habían transmitido las mensajes en dos variantes en un código que el propio Saunders ya había desentrañado en 1940.

– Santo Dios, estos alemanes empiezan a ser un poco aburridos, ¿no? -comentó Saunders sin dirigirse a nadie en particular.

Su superior era un escocés llamado Richardson. Saunders llamó a la puerta, entró y dejó encima de la mesa los dos mensajes descifrados. Richardson los leyó y enarcó las cejas. Un agente del MI-5 llamado Alfred Vicary había enarbolado el día anterior una bandera roja alertando sobre aquella clase de asunto.

Richardson pidió un correo motorizado.

– Hay otra cosa -dijo Saunders.

– ¿De qué se trata?

– El primer mensaje… El agente parecía tener dificultades con el morse. Lo cierto es que pidió al operador que lo enviase dos veces. Son bastante quisquillosos con esa clase de cosas. Podría carecer de importancia. Tal vez se produjo alguna interferencia. Pero puede que no sea mala idea llamar la atención a los muchachos del MI-5 sobre ese detalle.