Las noches se reservaban para la sesión particular de Vogel. Después de la cena en grupo en la cocina de la granja, Vogel se llevaba a Neumann al estudio y le aleccionaba junto al fuego. Nunca utilizaba notas, porque Vogel, Neumann se dio cuenta en seguida, tenía el don de la memoria. Vogel le habló de Sean Dogherty y del sistema de lanzamiento. Le habló de una agente llamada Catherine Blake. Le habló de un oficial estadounidense cuyo nombre era Peter Jordan.
Cada noche, Vogel cubría el suelo del día anterior antes de añadir una nueva capa de detalles. Pese a la ausencia total de protocolo en aquella atmósfera rural, su vestimenta nunca cambió: traje oscuro, camisa blanca y corbata apagada. Su voz era tan molesta como el chirrido de una bisagra oxidada, lo que no impedía que la atención de Neumann estuviese pendiente de ella, gracias a la intensidad y determinación de su tono. En la sexta noche, complacido por los progresos de su discípulo, Vogel se permitió el lujo de una fugaz sonrisa, que se apresuró a ocultar con la mano derecha, incómodo por haber dejado a la vista su espantosa dentadura.
En el curso de su última reunión, Vogel le recordó que debía entrar en Hyde Park por el norte. Desde Bayswater. Eso fue lo que hizo Neumann ahora. Continúa por el sendero que lleva a los árboles que dominan el lago. Haz un pase de reconocimiento para asegurarte de que el lugar está franco. La aproximación, en el segundo paso. Deja que sea ella la que decida si la maniobra debe proseguir. Sabrá si todo va bien y no hay peligro. Es muy buena.
El hombrecillo apareció en el sendero. Llevaba abrigo de paño y sombrero de ala ancha. Avanzó con rapidez y pasó junto a ella sin mirarla. Catherine se preguntó si no estaría perdiendo su capacidad de atraer a los hombres.
Permaneció en la arboleda, a la expectativa. Las normas establecidas para la cita eran específicas. Si el contacto no se presenta a la hora en punto, retirarse y volver al día siguiente. Decidió esperar un minuto más y luego marcharse.
Oyó las pisadas. Era el mismo hombre que había pasado por su lado un momento antes. Estuvo a punto de chocar con ella en la oscuridad.
– Perdón, me parece que ando un poco perdido -dijo con un acento que ella no pudo determinar del todo-. ¿Podría indicarmela dirección de Park Lane?
Catherine le observó con atención. Lucía una sonrisa para todo tiempo y circunstancia y sus ojos brillaban como ardientes ascuas azules bajo el ala del sombrero.
Ella señaló hacia el oeste.
– Por allí.
– Gracias. -El hombre empezó a alejarse y luego dio media vuelta-. «¿Quién coronará el monte del Señor? ¿Quién permanecerá en su sagrado lugar?»
– «El que tenga manos limpias y corazón puro; el que no haya abierto su alma a la vanidad, ni jurado en vano.»
El hombre sonrió y dijo:
Catherine Blake, o mucho me equivoco. ¿Por qué no vamos a algún sitio calentito donde podamos hablar?
Catherine rebuscó en su bolso y extrajo su linterna sorda.-¿Llevas una como esta? -preguntó.
– Por desgracia, no.
Ese es un error estúpido. Y los errores estúpidos pueden costamos la vida a los dos.
15
Londres
Cuando Harry Dalton aún estaba en la Metropolitana se le consideraba un investigador meticuloso, sagaz e implacable que no creía que hubiera que descartar cualquier pista o asunto, por insignificante que fuera. Su gran estallido triunfal se produjo en 1936. Dos muchachas desaparecieron en el parque recreativo del East End y a Harry lo adscribieron al equipo de agentes estelares que investigaban el caso. Al cabo de tres días de auténticas prospecciones investigadoras, sin pegar ojo, Harry detuvo a un vagabundo llamado Spencer Thomas. Harry se encargó de llevar la voz cantante en el interrogatorio. Una mañana, con la aurora, encabezó la partida de búsqueda por una zona remota del estuario del Támesis, donde Thomas le dijo que encontraría los cuerpos mutilados de las chicas. En el transcurso de los días siguientes encontró también los cadáveres de una prostituta de Gravesend, una camarera de Bristol y un ama de casa de Sheffield. Recluyeron a Spencer Thomas en un manicomio para dementes criminales. Ascendieron a Harry a inspector detective.
En toda su experiencia profesional nada le había preparado para un día tan frustrante como el que vivía ahora. Buscaba a un agente alemán, pero no tenía una sola pista, ni un solo indicio. Su único recurso estribaba en telefonear a las fuerzas de policía locales y preguntar si había ocurrido algo fuera de lo normal, algún delito que pudiera haber cometido un espía en acción. Naturalmente, no le era posible decirles que buscaba a un espía; eso sería un quebrantamiento de las normas de seguridad. Iba con la caña preparada, de pesca, pero a Harry Dalton no le gustaba pescar.
La conversación que Harry había mantenido con un policía de Evesham era la típica de aquel caso.
– ¿Cómo dijo que se llama?
– Harry Dalton.
– ¿Desde dónde llama?
– De la Oficina de Guerra, de Londres.
– Comprendo. ¿En qué puedo servirle?
– Deseo saber si tiene alguna denuncia o informe de delito que pueda haber cometido alguien que se encuentre en plena huida o circunstancia análoga.
– ¿Delitos como qué?
– Como robos de automóviles, de bicicletas, de cartillas de racionamiento, de cupones de gasolina. Use la imaginación.
– Comprendo.
– ¿Y bien?
– Tenemos la denuncia de un robo de bicicleta.
– ¿En serio? ¿Cuándo?
– Esta mañana.
– Eso podría valer.
– Las bicicletas son condenadamente valiosas estos días. Yo tenía en el cobertizo una que estaba hecha un asco. Allí no hacía más que acumular óxido. La saqué, la limpié un poco por encima y se la vendí a un cabo yanqui por diez libras. ¡Diez libras! ¿Puede creerlo? ¡Aquella ruina no valía ni diez chelines!
– Muy interesante. ¿Qué hay de la bicicleta robada?
– Un momento… ¿Cómo dijo que se llama?
– Harry.
– Harry. Aguarde un minuto… George, ¿sabes algo más acerca de esa bicicleta perdida en la calle Sheep? Sí, la misma… ¿Qué significa eso de que ya la han encontrado? ¿Dónde infiernos estaba? ¿En mitad de los pastizales? ¿Cómo diablos fue a parar allí? ¡Vaya!¡Dios todopoderoso! ¿Sigue ahí, Harry?
– Sigo aquí.
– Lo siento. Falsa alarma.
– Está bien. Gracias por echar un vistazo.
– De nada.
– Si se enterase de alguna otra cosa…
– Será el primero en saberlo, Harry.
– Muchas gracias.
A última hora de la tarde había hablado por teléfono con una docena de policías de la comarca; cada una de esas llamadas era más extraña que la anterior. Un agente de Bridgewater llamó para dar parte de la rotura de los cristales de una ventana.
– ¿Daba la impresión de que los rompieron y entraron en la casa? -preguntó Harry.
– En realidad, no.
– ¿Por qué no?
– Porque se trataba de la vidriera de una iglesia.
– Bueno. Mantenga los ojos bien abiertos.
La policía de Skegness informó de que alguien había intentado entrar en una taberna después de la hora de cerrar.
– El hombre al que busco posiblemente no esté familiarizado con las leyes británicas sobre el particular -dijo Harry.
– De acuerdo, entonces me enteraré mejor del asunto.
– Muy bien, manténgase en comunicación.
El agente volvió a llamar al cabo de veinte minutos.
– Sólo era una mujer de la localidad que buscaba a su marido. Borracho como una cuba, me temo.
– ¡Maldita sea!
– Lo lamento, Harry, no pretendía que se hiciera ilusiones.
– Pues lo hizo, pero gracias por comprobar el asunto.
Harry consultó su reloj: las cuatro de la tarde, cambio de turno en el Registro. Grace entraría a trabajar. Pensó: «Quizá le saque algún provecho a la jornada». Bajó al Registro en el ascensor y encontró a Grace, que empujaba un carrito metálico desbordante de archivos. Cubría su cabeza una mata de pelo corto, rubio platino y el lápiz labial de color rojo sangre, barato, propio de tiempos de guerra, insinuaba la idea de que se había acicalado en honor de un hombre. Llevaba un jersey de lana gris, de colegial, y una falda negra muy corta. Las gruesas medias no ocultaban las formas de sus bien torneadas, largas y atléticas piernas.
Al avistar a Harry le dedicó una sonrisa cordial. Dentro del universo del Registro, Grace era la excepción. Vernon Kell, el fundador del Servicio, creía que sólo en los miembros de la aristocracia o en los parientes de funcionarios del MI-5 se podía confiar para que desempeñasen una labor tan delicada. Como consecuencia, el Registro siempre estaba poblado por una plantilla de chicas tirando a preciosas, salidas del gremio de debutantes en sociedad. Grace era una muchacha de clase media, hija de un maestro de escuela. Tras localizar a Harry y sonreírle afectuosamente, le dirigió una mirada de soslayo con sus luminosos ojos verdes y le dijo que se reuniera con ella en una de las pequeñas habitaciones laterales. La muchacha acudió allí un instante después, cerró la puerta y besó a Harry en la mejilla.
– Hola, Harry, encanto. ¿Qué tal te ha ido?
– Estupendamente, Grace. No sabes lo que me alegro de verte.
Sus relaciones habían empezado en 1940, durante una incursión nocturna sobre Londres. Se refugiaron juntos en el metro y por la mañana, cuando sonó la sirena que indicaba que el bombardeo había terminado, Grace le llevó a su piso y a su cama. Era atractiva de una manera poco convencional y una amante apasionada y sin inhibiciones: una agradable y conveniente evasión de las presiones de la oficina. Para Grace, Harry era alguien amable y encantador que le ayudaba a pasar el tiempo hasta que llegase la hora en que su marido volviera del ejército.
Podían haber seguido con su lío hasta el final de la guerra. Pero al cabo de tres meses de aquella aventura, los remordimientos empezaron súbitamente a abrumar a Harry. «El pobre cabrón está luchando por nosotros en África del Norte, mientras yo, aquí en Londres, me acuesto con su esposa.» El sentimiento de culpa le provocó una profunda crisis. Era joven, tal vez debería estar en el ejército, arriesgando la piel, en vez de dedicarse a cazar espías relativamente inofensivos por Gran Bretaña. Se dijo que el trabajo del MI-5 era vital para el esfuerzo de guerra, indispensable, pero aquella molesta desazón interior insistía en atormentarle. «¿Qué haría yo en el campo de batalla? ¿Empuñaría el fusil y me batiría bravamente? ¿O me acurrucaría en el fondo de una trinchera?» A la noche siguiente, cuando rompió las relaciones, le contó a Grace lo que sentía. Hicieron el amor una vez más, la última, y los besos de Grace tuvieron el sabor de la sal de sus lágrimas. Maldita guerra, no cesaba de repetir Grace. Asquerosa, puñetera, desgraciada guerra.