En el tren, apoyó la cabeza en las manos, a falta de otra almohada mejor, y trató de dormir. «No caiga bajo su hechizo -le había advertido Vogel medio en broma, el último día que estuvieron juntos en la granja-. Manténgase a una distancia segura. Esa chica tiene lugares oscuros a los que usted no ha de querer ir.»
Neumann se la imaginó en el piso, mientras a la tenue luz le escuchaba su relato sobre Peter Jordan y lo que se esperaba que hiciera ella. Lo que más le sorprendió fue la desconcertante quietud que la envolvía, el modo en que descansaban sus manos sobre el regazo, el hecho de que su cabeza y sus hombros nunca parecieran moverse. Sólo se movían los ojos, que iban de un lado a otro de la habitación, que le examinaban la cara, que le recorrían el cuerpo de arriba abajo. Como reflectores. Durante unos instantes se había permitido la fantasía de que ella le deseaba. Pero ahora, en tanto Hampton Sands se desvanecía en la oscuridad, a sus espaldas, y frente a ellos empezaba a materializarse la casita de Dogherty, Neumann llegó a una inquietante conclusión. Catherine no le miraba de aquella forma porque le encontrase atractivo, simplemente trataba de decidir cuál sería la mejor manera de matarle, caso de que necesitara hacerlo.
Neumann le entregó la carta al marcharse aquella mañana. Ella la dejó a un lado, demasiado aterrada para leerla. Ahora la abrió, temblorosas las manos, y la leyó tendida en la cama.
Mi queridísima Anna:
No sabes lo que me ha alegrado saber que te encuentras bien y a salvo. Desde que me dejaste, toda la luz ha desaparecido de mi vida. Rezo para que esta guerra acabe pronto y podamos volver a estar juntos. Buenas noches y dulces sueños, pequeña.
Tu padre que te adora
Cuando acabó de leerla, llevó la carta a la cocina, la puso sobre la llama de gas y al prender el papel la echó al fregadero. Ardió con rápida llamarada y se consumió en unos segundos. Catherine abrió el grifo y el agua se llevó las negras cenizas por el sumidero. Sospechaba que era una falsificación, que Vogel se la había inventado para mantenerla animada. Pero temía que su padre hubiese muerto. Volvió a la cama y permaneció allí tendida, despierta, entre la suave claridad grisácea de la mañana, escuchando el repiqueteo de la lluvia contra los cristales de la ventana. Pensando en su padre, pensando en Vogel.
17
Gloucestershire (Inglaterra)
– ¡Enhorabuena, Alfred! Entra. Lamento que haya tenido que ocurrir así, pero acabas de convertirte en un hombre más bien rico.
Edward Kenton le tendió la mano como si esperase que Vicary se empalase en ella. Vicary se la estrechó débilmente y luego pasó junto a Kenton y entró en el salón de la casita de campo de su tía.
– Maldito frío el que hace ahí fuera -comentó Kenton, mientras Vicary echaba un vistazo a la habitación. No había estado allí desde el principio de la guerra, pero todo continuaba igual, sin ningún cambio-. Espero que no te importe que haya encendido el fuego. Cuando llegué, esto era una nevera. También hay té. La tienda del pueblo tenía esta mañana leche de verdad, todo un lujo. Te serviré un poco.
Vicary se quitó el abrigo mientras Kenton Iba a la cocina. No era lo que se entiende por una verdadera casita de campo, como Matilda se había empeñado en llamarla. Se trataba más bien de una casa grande, de piedra caliza de Cotswolds, con espectaculares jardines rodeados por una tapia alta. Matilda murió de un derrame cerebral la noche en que Boothby asignó el caso a Vicary. Éste tenía intención de asistir al funeral, pero Churchill le convocó aquella mañana, cuando en Pletchley Park descifraron las señales de radio alemanas. Le sentó espantosamente tener que perderse los servicios religiosos. Matilda había criado virtualmente a Vicary, a raíz del fallecimiento de la madre de éste, que entonces sólo contaba doce años. Siempre fueron los mejores amigos del mundo. Matilda fue la única persona a la que Vicary hizo partícipe de su misión en el MI-5. «¿Qué haces exactamente, Alfred?«Capturo espías alemanes, tía Matilda.» «¡Oh, estupendo para ti, Alfred!»
Las puertas cristaleras se abrían a los jardines, que el invierno había dejado completamente mustios. Vicary pensó: «A veces capturo espías, tía Matilda. Pero a veces son más listos que yo».
Aquella mañana Bletchley Park había remitido a Vicary otro mensaje descifrado de un agente establecido en Gran Bretaña. Decía que la cita se celebró con éxito y que el agente había aceptado la misión. Vicary se sentía crecientemente descorazonado respecto a sus posibilidades de capturar espías. Las cosas se pusieron peor aquella misma mañana. Al observar que dos hombres se reunían en la plaza de Leicester los detuvieron para interrogarlos. Resultó que el de más edad era un alto funcionario del Ministerio del Interior y que el más joven era su amante. Boothby se puso hecho un basilisco.
– ¿Qué tal el viaje? -preguntó Kenton desde la cocina, por encima del tintineo de la porcelana y el rumor del agua corriente.
– Estupendo -respondió Vicary. Boothby le había dado permiso a regañadientes para que tomara un Rover del Parque Móvil, con su correspondiente conductor.
– No recuerdo la última vez que di un paseo relajante en coche por el campo -dijo Kenton-. Pero supongo que la gasolina y los automóviles son una más de las ventajas adicionales de tu nuevo empleo.
Kenton entró en la sala con la bandeja del té. Era alto, tan alto como Boothby, pero sin su volumen ni agilidad física. Llevaba gafas de montura redonda, con cristales demasiado pequeños para su rostro, y lucía un bigotito tan fino que parecía pintado con un lápiz de los que utilizan las mujeres para perfilarse las cejas. Dejó el té encima de la mesa, delante del sofá, vertió leche en las tazas comosi se tratase de oro líquido y luego añadió el té.
– Santo Dios, Alfred, ¿cuánto tiempo ha pasado?
Veinticinco años, pensó Vicary. Edward Kenton había sido amigo de Helen. Cuando Helen rompió con Vicary, Edward Kenton y ella salieron unas cuantas veces. El azar quiso que Kenton se convirtiese en el abogado de Matilda diez años atrás. Vicary y Kenton habían hablado por teléfono varias veces durante los últimos años, cuando Matilda se sintió demasiado vieja para arreglárselas sola, pero aquella era la primera vez que se veían cara a cara. Vicary deseaba concluir los asuntos de su tía sin que el fantasma de Helen flotase sobre los trámites.
– Tengo entendido que te han destinado a la Oficina de Guerra -dijo Kenton.
– Exacto -confirmó Vicary, y bebió media taza de té. Estaba delicioso, muchísimo mejor que el agua sucia que servían de la cantina.
– ¿Qué haces exactamente?
– Ah, trabajo en un aburridísimo departamento, encargándome de esto y aquello. -Vicary se sentó-. Lo siento, Edward, no me gusta hacer las cosas deprisa y corriendo, pero la verdad es que tengo que volver a Londres en seguida.
Kenton se sentó frente a Vicary y extrajo un puñado de documentos de su cartera de cuero negro. Se pasó la lengua por la yema del delgado dedo índice y fue pasando hojas hasta llegar a la página requerida.
– Ah, aquí está. Redacté este testamento yo mismo hace cinco años -explicó-. Distribuyó ciertas cantidades de dinero y otras propiedades entre tus primos, pero te ha dejado a ti el grueso de su patrimonio.
– No tenía ni idea.
– Te dejó la casa y una suma importante de dinero. Era muy frugal. Gastaba poco e invertía con sabia sensatez. -Kenton dio la vuelta a los documentos para que Vicary pudiese leerlos-. Aquí está lo que te corresponde a ti.
Vicary se quedó atónito; ignoraba aquello por completo. Perderse el funeral por una pareja de espías alemanes le pareció aún más obsceno. En su rostro debió de reflejarse algo, porque Kenton manifestó:
– Es una pena que no pudieras asistir al funeral, Alfred. Fue realmente una ceremonia preciosa. La mitad del condado estaba allí. -Quería venir, pero surgió un imprevisto.
– Tengo unos cuantos documentos que has de firmar para tomar posesión de la casa y del dinero. Si me das el número de tu cuenta en Londres, puedo transferirte las cantidades y cerrar las cuentas bancarias de Matilda.
Vicary dedicó los instantes siguientes a la firma en silencio de un montón de documentos legales y financieros. Cuando estampó su rúbrica en el último, Kenton levantó la cabeza y declaró:
– Asunto concluido.
– ¿Funciona todavía el teléfono?
– Sí. Lo usé poco antes de que llegaras.
El aparato estaba sobre el escritorio de Matilda en el salón. Vicary descolgó el auricular y miró a Kenton.
– ¿Te importaría, Edward? Es oficial.
Kenton esbozó una sonrisa forzada.
– No digas más. Retiraré los platos.
Algo en aquel intercambio llevó el calor de la satisfacción a los rincones vindicativos del corazón de Vicary. La operadora entró en línea y Vicary le dio el número de la casa Leconfield, en Londres. Transcurrieron unos momentos antes de que la llamada llegase a su destino. Una telefonista del departamento respondió y puso a Vicary con Harry Dalton.
Contestó Harry, con la boca llena.
– ¿Qué hay de comer hoy?
– Dicen que es menestra, pero…
– ¿Algo nuevo?
– La verdad es que me parece que sí.
A Vicary el corazón le dio un vuelco.
– He ido una vez más a echarle una mirada a las listas de inmigración, sólo para ver si nos habíamos perdido algo.
Las listas de inmigración eran la base de la competición entablada entre el MI-5 y los espías germanos. En septiembre de 1939, mientras Vicary todavía formaba parte del cuerpo docente del University College, el MI-5 utilizó los registros de inmigración y pasaportes como instrumento fundamental para llevar a cabo una redada de espías y simpatizantes nazis. Los foráneos se clasificaron en tres categorías: extranjeros de categoría C, a los que se permitía una libertad completa; extranjeros de categoría B, que estaban sujetos a determinadas restricciones (a algunos no se les permitía poseer automóviles o embarcaciones y se les limitaban los movimientos dentro del país); extranjeros de categoría A, a los que se internaba por considerarlos una amenaza para la seguridad. A cualquiera que hubiese entrado en el país antes de la guerra y no estuviese localizado se le daba por supuesta la condición de espía y se ordenaba su persecución. Las redes del espionaje alemán fueron arrolladas, desmanteladas y aplastadas prácticamente de la noche a la mañana.