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– Una mujer holandesa llamada Christa Kunt entró en el país en noviembre de 1938, por Dover -continuó Harry-. Un año después se descubrió su cadáver en una tumba poco profunda en un campo próximo a un pueblo llamado Whitchurch.

– ¿Qué tiene eso de extraño?

– Lo que pasa es que a mí no me acaba de encajar. El cuerpo se hallaba en avanzado estado de descomposición cuando lo exhumaron. Tenía la cara y el cráneo machacados. Le faltaban todos los dientes. Efectuaron la identificación gracias al pasaporte; estaba convenientemente enterrado junto al cadáver. Todo eso me parece demasiado limpio.

– ¿Dónde está ahora ese pasaporte?

– Lo tiene el Ministerio del Interior. He enviado un mensajero para que lo recoja y lo traiga. Dicen que se estropeó mucho durante el tiempo que estuvo bajo tierra, pero es probable que merezca la pena echarle un vistazo.

– Muy bien, Harry. No estoy muy seguro de que la muerte de esa mujer tenga alguna relación con el caso, pero al menos es una pista digna de seguir.

– Bueno. A propósito, ¿cómo te ha ido la reunión con el abogado?

– Oh, sólo se trataba de firmar unos papeles -mintió Vicary.

Se sintió repentinamente incómodo a causa de su recién encontrada independencia financiera-. Ya me iba. Seguramente estaré en el despacho a última hora de la tarde.

Vicary cortó la comunicación en el instante en que Kenton volvía a entrar en el salón.

– Bueno, creo que ya está todo. -Tendió a Vicary un gran sobre de color pardo-. Aquí dentro tienes todos los documentos, así como las llaves. He incluido el nombre y la dirección del jardinero. Le hará feliz servirte de conserje.

Se pusieron los abrigos, cerraron con llave la casita de campo y salieron. El coche de Vicary estaba en la entrada.

– ¿Te dejo en alguna parte, Edward?

Vicary se sintió aliviado cuando Kenton declinó la oferta.

– Hablé con Helen el otro día -comentó Kenton de pronto. Vicary pensó: «¡Oh, cielo santo!».

– Dice que te ve en Chelsea de vez en cuando.

Vicary se preguntó si Helen le habría contado a Kenton lo de aquella tarde de 1940, cuando se quedó contemplando como un colegial pánfilo el automóvil que pasaba y se alejaba. Mortificado, Vicary abrió la portezuela de su coche, al tiempo que tanteaba distraídamente en los bolsillos a la búsqueda de sus gafas de media luna.

– Me encargó que te saludara, así que lo hago. ¡Hola!

– Gracias -repuso Vicary, y subió al vehículo.

– También me dijo que le gustaría verte en algún momento. Pasar un rato contigo.

– Sería estupendo -mintió Vicary.

– Bien, maravilloso. Piensa ir a Londres la semana que viene. Le encantaría almorzar contigo.

Vicary notó que se le formaba un nudo en el estómago.

– A la una en el Connaught, dentro de ocho días -dijo Kenton-. Tengo que hablar con ella hoy, un poco más tarde. ¿Puedo decirle que estarás allí?

La parte posterior del Rover estaba fría como el refrigerador de la carne. Arrellanado en el amplio asiento posterior tapizado de cuero, con las piernas abrigadas por una manta de viaje, Vicary contemplaba a través de la ventanilla el veloz deslizamiento de la campiña de Gloucestershire. Un zorro de pelaje rojizo atravesó la carretera y volvió a zambullirse entre los setos. Un soñoliento y bien cebado faisán picoteaba los rastrojos de un maizal nevado, erizado el plumaje para protegerse mejor del frío. Las peladas ramas de los árboles parecían querer arañar la pureza clara del cielo. Se abrió ante ellos un pequeño valle. Los campos de cultivo se extendían como una arrugada colcha de retales tendida hasta el horizonte. El sol se hundía en un cielo salpicado por pinceladas a la acuarela de púrpura y naranja.

Vicary estaba indignado con Helen. Su mitad rencorosa deseaba creer que, de una forma o de otra, la tarea que desempeñaba en la Inteligencia británica le hacía más interesante a los ojos de la mujer. Su mitad racional le decía que Helen y él se las arreglaron para separarse amistosamente y que un tranquilo almuerzo era posible que resultara muy agradable. Al menos, le permitiría evadirse de la presión del caso. Pensó: «¿Qué es lo que temes? Que recuerdes, durante los dos años en que formó parte de tu vida fuiste verdaderamente feliz, ¿no?».

Apartó a Helen de la imaginación. Las novedades de Harry habían despertado su curiosidad. Instintivamente enfocó el asunto corno un problema de historia. Estaba especializado en el siglo xix europeo -su libro acerca del desmoronamiento del equilibrio del poder tras el congreso de Viena obtuvo un éxito de crítica apoteósico-, pero Vicary alimentaba una secreta pasión por la historia y la mitología de la antigua Grecia. Le intrigaba el hecho de que la mayor parte de los conocimientos que se tenían de aquella época se basaran en suposiciones y conjeturas; la enorme cantidad de tiempo transcurrido y la falta de crónicas y documentos históricos claros obligaban a la hipótesis. ¿Por qué, por ejemplo, desencadenó Pericles la guerra del Peloponeso contra Esparta, que al final condujo a la destrucción de Atenas? ¿Por qué no aceptó las exigencias de su más poderoso rival y revocó el decreto de Megara? ¿Le indujo el miedo a los ejércitos superiores de Esparta? ¿Consideraba que la guerra era inevitable? ¿Se embarcó en una aventura desastrosa en el extranjero para aliviar la presión en su patria?

Vicary se formuló ahora preguntas similares respecto a su rival en Berlín, Kurt Vogel.

¿Cuál era el objetivo de Vogel? Vicary creía que el objetivo de Vogel consistió en montar al principio de la guerra una red de agentes de elite que permanecerían «dormidos» en sus puestos hasta el momento culminante de la confrontación. Para conseguirlo, tuvieron que estudiar con el máximo cuidado el modo en que el agente se insertaría en el país. Evidentemente, Vogel lo logró; el mero hecho de que el MI-5 hubiese ignorado hasta la fecha la existencia del agente, lo confirmaba. Vogel hubiera dado por supuesto que para localizar a sus agentes se recurriría a los registros de inmigración y control de pasaportes; Vicary lo habría supuesto así de estar cambiados los papeles. ¿Pero y si la persona que entró en el país estaba muerta? No habría búsqueda, no habría intento de localización. Era brillante. Pero existía un problema: se necesitaba un cadáver. ¿Era posible que realmente se hubiera asesinado a alguien para hacerle pasar por Chista Kunt?

Por regla general, los espías alemanes no eran asesinos. En su mayor parte se trataba de tipos codiciosos, aventureros y fascistas insignificantes, mal adiestrados y financiados. Pero si Kurt Vogel había establecido una red de agentes de elite, la motivación de éstos sería más elevada, estarían más disciplinados y, casi con absoluta certeza, también serían más implacables. ¿Cabía la posibilidad de que uno de esos agentes despiadados y entrenados a fondo fuera una mujer? Vicary sólo había tropezado con un caso con protagonista femenina: una joven germana que se las arregló para que la contratasen como doncella en casa de un almirante británico. Curioseó los documentos y envió cierto número de mensajes desde el desván antes de que el MI-5 diera con su rastro y la detuviera.

– Pare en el próximo pueblo -indicó Vicary a la muchacha de la sección femenina de la Armada que iba al volante-. Tengo que llamar por teléfono.

El siguiente pueblo se llamaba Aston Magna y en realidad era un villorrio que ni siquiera tenia tiendas; sólo se trataba de un puñado de casitas atravesadas por un par de estrechos caminos. Un viejo estaba junto a la carretera, con su perro.

Vicary bajó el cristal de la ventanilla y saludó:

– ¡Hola!

– ¡Hola! -El hombre calzaba botas altas y vestía un apelmazado gabán que parecía tener cien años. Al perro le faltaba una pata.

– ¿Hay teléfono en el pueblo? -preguntó Vicary.

El viejo denegó con la cabeza. Vicary hubiera jurado que el perro también había sacudido la cabeza.

– Nadie se ha tomado todavía el trabajo de ponerlo. -El acento del hombre era tan cerrado que a Vicary le costó lo suyo entenderlo.

– ¿Dónde está el teléfono más cercano?

– Estará en Moreton.

– ¿Y dónde está eso?

– Siga carretera adelante hasta pasar el granero. Tuerza a la izquierda al llegar a la casa solariega y continúe por la arboleda hasta el siguiente pueblo. Eso es Moreton.

– Gracias.

El perro se puso a ladrar cuando el automóvil aceleró.

Vicary utilizó el teléfono de una panadería. Masticó un bocadillo de queso mientras aguardaba a que la operadora le pusiera en comunicación con Leconfield. Deseaba compartir un poco de su recién hallada riqueza, así que adquirió dos docenas de bollos para las mecanógrafas y chicas del Registro.

Harry se puso al aparato.

– No creo que la mujer que desenterraron en esa tumba de Whitchurch sea Christa Kunt -dijo Vicary.

– ¿Quién es, entonces?

– Esa tarea es cosa tuya, Harry. Llama a Scotland Yard. Comprueba si por aquellas techas desapareció una mujer. Empieza con un radio de dos horas de Whitchurch; y luego ve ampliándolo. A mi regreso a la Oficina de Guerra, informaré a Boothby.

– ¿Qué vas a decirle?

– Que estamos buscando una holandesa muerta. Le encantará.

18

Londres Este

Dar con Peter Jordan no sería problema. Dar con él de la manera adecuada, sí que lo sería.

La información de Vogel era buena. Berlín sabía que Jordan trabajaba en la plaza de Grosvenor, en la Jefatura Superior de la Fuerza Expedicionaria Aliada, más conocida por las siglas JSFEA [SHAEF, Supreme Headquarters Allied Expeditionary Force.] Vigilada y patrullada intensamente por la policía militar, la plaza resultaba inaccesible para los intrusos. Berlín contaba con la dirección de Jordan en Kensington y había reunido una extraordinaria cantidad de información sobre sus antecedentes. Lo que les faltaba era un horario minucioso, segundo a segundo, de su rutina cotidiana en Londres. Sin esos datos, todo lo que podía hacer Catherine era tratar de adivinar, a ciegas, cuál sería la forma de aproximación más acertada.