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Ni aunque lo hubiera adiestrado el propio MI-5 se habría desenvuelto mejor Robert Pope en la tarea de adoptar las siguientes disposiciones. Se dio cuenta en seguida de que no podían cubrir todo el edificio con un solo puesto de vigilancia; aquel cuartel general era un complejo enorme, con muchas puertas por las que entrar y salir. Así que se llegó a un teléfono público, llamó al almacén y le pidió a Vernon tres hombres más. Cuando llegaron, situó a uno detrás del edificio, en la calle de Blackburn, a otro en la calle Upper Brook y al tercero en la Upper Grosvenor. Al cabo de otras dos horas, Pope volvió a telefonear al almacén para solicitar tres caras nuevas: no era nada seguro que tres paisanos anduvieran zanganeando alrededor de las instalaciones norteamericanas. De haber podido escuchar la conversación, es posible que Vicary y Boothby hubiesen soltado la carcajada ante lo irónico del asunto, porque Vernon y Robert discutieron entre sí con la misma virulencia con que solían hacerlo un buen burócrata y un agente de campo. Aunque las apuestas en juego eran distintas. Vernon necesitaba un par de buenos elementos para recoger una remesa de café robado y dar una paliza de escarmiento a un comerciante que se había retrasado en el pago de las cuotas de protección.

Cambiaron de vehículo al mediodía. Sustituyó a la camioneta del tendero de comestibles otra idéntica, pero que llevaba pintado en los paneles laterales el nombre de un servicio de lavandería tan imaginario como el del establecimiento de alimentación. Se había preparado con tanta precipitación que en vez de «Lavandería» escribieron «Lavandría» y las bolsas de ropa blanca apiladas en parte de carga estaban llenas de periódicos viejos convenientemente arrugados. A las dos de la tarde les llevaron termos de té y una bolsa de bocadillos. Una hora después, tras haber comido y haberse fumado un par de cigarrillos, Pope empezó a ponerse nervioso. Jordan llevaba allí dentro cerca de siete horas. Se estaba haciendo tarde. Todas las fachadas del edificio estaban cubiertas. Pero si Jordan lo abandonaba en la negrura del oscurecimiento, resultaría poco menos que imposible detectarlo. Sin embargo, a las cuatro, cuando casi ya no quedaba luz, Jordan salió de la sede de la JSFEA por la puerta principal de la plaza de Grosvenor.

Repitió el mismo trayecto de por la mañana, sólo que a la inversa. Cruzó la plaza en dirección al edificio más pequeño, con la misma gruesa cartera encadenada a la muñeca, y entró en él. Volvió a salir al cabo de un momento, cargado con la cartera más pequeña que llevaba por la mañana temprano. Había escampado y, al parecer, Jordan decidió que dar un paseo a pie le sentaría bien. Echó a andar en dirección oeste y al llegar a Park Lane dobló hacia el sur. Por allí era imposible seguirle en la furgoneta. Pope se apeó y continuó por la acera, manteniéndose a unos metros detrás de Jordan.

Era más difícil de lo que Pope había creído. Los estadounidenses habían tomado posesión del gran hotel Grosvenor House de Park Lane, convirtiéndolo en alojamiento de oficiales. Docenas de personas se agolpaban en la acera. Pope se acercó más a Jordan para asegurarse de que no lo confundía con algún otro hombre. Un policía militar se quedó mirando a Pope cuando éste se abrió paso entre el gentío en pos de Jordan. En algunas calles del West End, los ingleses destacaban lo mismo que lo hubieran hecho en Topeka (Kansas). Pope se puso tenso. Pero comprendió en seguida que no estaba haciendo nada malo. Simplemente paseaba por la calle en su propio país. Se tranquilizó y el policía militar apartó los ojos de él. Jordan pasó de largo por delante de Grosvenor House. Pope le siguió, extremando las precauciones.

Le perdió en la esquina de Hyde Park.

Jordan había desaparecido en medio de una multitud de militares y paisanos británicos que aguardaban para cruzar la calle. Cuando cambió el semáforo, Pope siguió por Grosvenor Place a un oficial de la Armada norteamericana de aproximadamente la misma estatura de Jordan. Al cabo de un momento bajó la vista y reparó en que aquel oficial no llevaba cartera de mano. Pope se detuvo en seco y miró a su espalda, con la esperanza de que Jordan anduviera por allí. Había desaparecido.

Pope oyó un bocinazo en la calzada y alzó la vista. Era Dicky.

– Está en Knightsbridge -le avisó-. Sube.

Dicky ejecutó un perfecto giro en U entre el estruendoso tráfico de la tarde. Pope localizó a Jordan un momento después y dejó escapar un suspiro de alivio. Dicky frenó y Pope se apeó de un salto. Decidido a no perder de nuevo a su hombre, se situó a pocos metros de él.

El club Vandyke era un centro de Kensington para oficiales estadounidenses, vedado a los paisanos británicos. Jordan entró. pope pasó de largo por delante de la entrada y luego dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Dicky había detenido la camioneta junto al bordillo de la acera de enfrente. Helado y sin aliento, Pope subió al vehículo y cerró la portezuela. Encendió un cigarrillo y apuró las últimas gotas de té que quedaban en el termo. Luego dijo:

– La próxima vez que el capitán de fragata Jordan decida cruzar a golpe de calcetín la mitad de Londres serás tú quien se peguela caminata con él, Dicky.

Jordan salió al cabo de cuarenta y cinco minutos.

Pope pensó: «Quiera Dios que no le dé por lanzarse a otra marcha forzada».

Jordan se llegó al bordillo de la acera y paró un taxi.

Dicky puso en marcha la camioneta y se integró meticulosamente en el tráfico. Seguir al taxi era más sencillo. Se dirigió hacia el este, cruzó la plaza de Trafalgar y entró en el Strand; a continuación, tras recorrer una corta distancia, torció a la derecha.

– Esto ya me gusta más -comentó Pope.

Observaron a Jordan mientras pagaba al taxista y entraba en el hotel Savoy.

La inmensa mayoría del personal civil británico de a pie sobrevivió a la guerra a base de un nivel de alimentación que a duras penas les permitía subsistir: unos cuantos centenares de gramos de carne y queso a la semana, análogas cantidades equivalentes de leche, un huevo y, si la suerte les sonreía, alguna golosina, como tomates y melocotones en conserva de vez en cuando, pero muy de vez en cuando. Nadie se moría de hambre, pero muy pocas personas ganaron peso. Sin embargo, existía otro Londres, el Londres de los restaurantes finos y los hoteles de lujo, a los cuales el mercado negro les garantizaba un suministro regular de carne, pescado, frutas y verduras, vino y café. Luego cargaban a sus clientes precios exorbitantes por el privilegio de comer allí. El hotel Savoy era uno de tales establecimientos.

El portero lucía abrigo verde, con adornos de plata, y chistera. Pope pasó junto a él y entró en el local. Atravesó el vestíbulo del hotel y pasó al salón. Lo ocupaban adinerados hombres de negocios, reclinados en cómodos butacones, hermosas damas ataviadas con elegantes vestidos de noche según la moda de los tiempos de guerra, docenas de uniformados oficiales británicos y estadounidenses, miembros de la alta burguesía y de la pequeña aristocracia rural llegados del campo para pasar unos días en la ciudad. Mientras cruzaba la estancia detrás de Jordan, encontrados sentimientos se agitaron dentro de Pope ante aquel escenario opulento. El rico West End vivía a lo grande, mientras que los desamparados vecinos del East End pasaban hambre y sufrían las peores consecuencias de los bombardeos. Por otra parte, sin embargo, su hermano y él habían amasado una fortuna en el mercado negro. Rechazó aquella desigualdad considerándola una desdichada consecuencia de la guerra.

Pope siguió a Jordan hasta el bar de la parrilla del hotel. Jordan permaneció solo entre el gentío, tratando en vano de llamar la atención del camarero del mostrador para que le sirviera una copa. Pope se mantuvo a cosa de un metro de él. El mozo se fijó en Pope, que pidió un whisky. Cuando volvió la cabeza, vio que Jordan estaba con un oficial naval estadounidense alto, de semblante rojizo y sonrisa bonachona. Pope dio un paso, acercándose a ellos para escuchar la conversación.

El hombre alto estaba diciendo:

– Hitler debería venir aquí el viernes por la noche y pretender tomar una copa. Estoy seguro de que se lo pensaría dos veces antes de querer invadir este país.

– ¿Qué te parece si probamos suerte en Grosvenor House? -propuso Jordan.

– ¿Willow Run? ¿Te has vuelto loco? El chef francés se despidió el otro día. Le ordenaron que preparase sus platos con víveres enlatados de la intendencia militar y se negó en redondo.

– Da la impresión de ser el último hombre cuerdo de Londres.

– Yo diría que sí.

– ¿Qué hay que hacer para conseguir un trago aquí?

– Esto suele dar resultado. ¡Dos martinis, por los clavos de Cristo!

El camarero del mostrador alzó la cabeza, sonrió y alargó la mano hacia una botella de Beefeaters.

– ¡Hola, señor Ramsey!

– ¡Hola, William!

Pope tomó nota mental. El amigo de Jordan se apellidaba Ramsey.

– Bien hecho, Shepherd.

Pope pensó: «Shepherd Ramsey».

– De algo sirve ser un palmo más alto que todos los demás.

– ¿Reservaste mesa? Sin reserva, esta noche no va a haber forma de entrar en la parrilla.

– Claro que hice la reserva, compañero. ¿Dónde diablos estuviste metido? Te llamé varias veces la semana pasada. Debiste dejar descolgado el teléfono: comunicaba. También llamé a tu oficina. Dijeron que no podías ponerte al teléfono. Repetí la operación al día siguiente y la misma historia. ¿Qué rayos estabas haciendo para no poder ponerte al aparato en dos días?

– Eso no te importa.

– Ah, sigues trabajando en ese proyecto tuyo, ¿no?

– Déjalo, Shepherd, si no quieres que te sacuda una patada en el trasero aquí mismo, en este bar.

– Ni en sueños te lo crees, viejo compañero. Aparte de que, si montas una escena aquí, ¿a dónde infiernos iríamos a tomar nuestras copas? Ningún establecimiento decente admitiría tipos de tu calaña.

– Buen tanto.

– De modo que, ¿cuándo vas a decirme en qué estás trabajando?

– Cuando haya terminado la guerra.

– Es así de importante, ¿eh?

– Exacto.

– Bueno, al menos uno de nosotros hace algo importante. -Shepherd apuró su bebida-. William, otra ronda, por favor.